Theodor W. Adorno - Sobre la teoría de la historia y de la libertad

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Durante la redacción de la Dialéctica negativa, su gran obra teórica, Adorno dedicó buena parte de su tarea docente a discutir las problemáticas del libro cuya elaboración le tomó siete años. Estas clases son el reflejo de un profundo diálogo crítico que el autor establece con la tradición alemana, Kant y Hegel, en torno a la filosofía de la historia y a la posibilidad de la libertad humana. A estas dos clásicas preguntas de la mayor dignidad, según sus palabras, está dedicada la segunda mitad de su libro y las presentes lecciones.¿Cómo el ser humano, que pertenece al orden natural, regulado por leyes, es capaz de obrar con libertad? ¿Cómo ese orden de la naturaleza se une con el de la historia, que desde la Era de la Razón tendemos a pensar como el desarrollo de un progreso humano? Lo necesario y lo contingente, lo particular y lo general, el individuo y la sociedad, el progreso de la razón y la irracionalidad existente; toda una serie de contraposiciones articula esta investigación, que no están destinadas, por ser parte de una dialéctica negativa, a resolverse como tales, sino a mostrarse en todas sus aristas. Aun sin renunciar a una evocación de la felicidad.

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Una vez dicho esto, quisiera recordarles que la construcción abstracta de la historia desde arriba es tan problemática porque no consigue dar con las configuraciones de las que aquí se trata. Creo haberle dado lo suyo al momento del “desde arriba”; si ustedes quieren: de lo abstracto, es decir, a la corriente, a la corriente histórica; pero es curioso: si uno se entrega a esta corriente simplemente como alguien que se propone conocer lo histórico, esto encierra un curioso parti pris a favor de la tendencia, de lo universal que se realiza en cada caso. Si me permiten que vuelva a citar a Benjamin en este contexto, se escribe historia desde el punto de vista del vencedor. 60Puedo expresarles esto quizás del siguiente modo: si Hegel reivindica que la historia es racional, no hay que hipostasiar aquí el concepto de racionalidad; no hay que hablar, pues, de una racionalidad en sí, sino que esta racionalidad tiene siempre un terminus ad quem o, para expresar esto de manera menos distinguida, pero igualmente latina: un cui bono . Es decir: la racionalidad de la historia solo puede demostrarse señalando para quién , de hecho, es racional la historia. Si esta razón, cuyo propio concepto está configurado a partir de la autoconservación del individuo, ya no tiene en realidad un sujeto para el que sea racional, entonces se convierte en no razón. Y los desarrollos que hoy tenemos que observar son incluso, en una parte no menor, justamente aquella transformación de la razón consecuente en no razón por el hecho de que esta pierde ese “para algo”. Esto, dicho de manera más concreta, no significa sino que la pregunta por si la historia es de hecho racional es la pregunta por cómo se relaciona ella con los individuos que han ingresado en la corriente histórica. Solo en la medida en que los intereses y las necesidades de los individuos reciban la parte que les corresponde en fases históricas determinadas o, al menos, sean satisfechos en una medida creciente de acuerdo con la tendencia histórica, podrá hablarse sobre la racionalidad de la historia. En la medida en que Hegel, en verdad, cuestiona esto por principio al decir que el terreno de la historia no es el terreno de la felicidad, 61consuma justamente aquella hipóstasis de la racionalidad, recae justamente en aquella abstracción de la racionalidad en cuanto lógica de las cosas, independientemente de su terminus ad quem en los seres humanos, que él desafió de manera tan fundamental a través de su interpretación realista del concepto de racionalidad. La razón de lo universal, pues, si ha de ser razón, no sería abstractamente autónoma, sino que ella misma consistiría en la relación de lo universal con lo particular. Ahora bien, Hegel, el lógico, ha reconocido, bien lo sabe Dios, esto que les dije recién, e incluso lo reforzó a través de esa afirmación muy extrema, seguramente conocida para muchos de ustedes, según la cual lo universal es universal solo en la medida en que es lo particular; y, por cierto, también vale lo contrario. 62

Pero al proceder, en un cierto sentido, en forma restringida; al escribir historia, en términos filosófico-históricos, desde el punto de vista del vencedor; al justificar o reivindicar a lo universal que se realiza en cada caso, Hegel asume justamente un punto de vista de clase que le oscurece la realización de su propio principio y que lleva a que su propia construcción de la historia –a pesar de la dialéctica de lo universal y lo particular, que dicha construcción ha promovido, por principio, de manera tan grandiosa– se decida, en realidad, siempre del lado de lo universal; y lleva a que lo particular no alcance “en particular” los honores que Hegel asigna “en general” a lo particular. Si, a pesar de todo, es posible hablar de idealismo en Hegel, esto no reside solo en los presupuestos metafísico-lógicos como, por ejemplo, el de sujeto absoluto, de identidad absoluta, sino también en ese momento según el cual lo universal, que frente a lo particular es siempre concepto, siempre idea, obtiene en él la supremacía frente a lo particular; según el cual, a pesar de la supuesta dialéctica de lo universal y lo particular, aquel debe ser lo verdaderamente existente. Domina, pues, aquí, si ustedes quieren, una contradicción, una contradicción no dialéctica en la filosofía hegeliana: en la medida en que, por un lado, exige la dialéctica de lo universal y lo particular y, en una medida muy grandiosa, la realiza en muchos aspectos, pero luego no toma de ningún modo en serio, de manera tan fructífera, a lo particular en el preciso sentido que desarrollé ante ustedes, sino que tiene la tendencia de pasar –si ha de decirse de esta manera– a lo universal, y a despojar finalmente de su propia sustancialidad a la conciencia de la no identidad, que tiene siempre a lo particular como un padecimiento, como una dolorosa conciencia; no tiene la tendencia a leer, a partir de esto, el estado de no reconciliación, sino que, en lugar de eso, e incluso un poco como un alto dignatario eclesiástico, o como un juez de muy alta jerarquía, en todo caso como un burócrata de muy alta jerarquía, hace de esto tan solo la limitación de la inteligencia del súbdito, que no puede reconocer el elevado sentido en todo esto, sin toparse con el hecho de que es una dura exigencia para la víctima, para el individuo al que esto afecta, tener que consolarse con que, en su propio destino, ha de dominar el principio irreconciliable del curso del mundo. Podría quizás llamar la atención de ustedes, en una autorreflexión filosófica, sobre el hecho de que –a diferencia, por ejemplo, de la crítica que realizó el joven Marx a la Filosofía del derecho ; y también yo tengo aquí, obviamente, en vista, en primera línea, la Filosofía del derecho de Hegel– la crítica que realizo es una crítica totalmente inmanente, es decir que, en contra de Hegel, no hago valer otra cosa que, justamente, la exigencia de dirimir también realmente, de realizar la dialéctica de lo universal y lo particular; una exigencia que él mismo ha exigido; es decir, medirlo de acuerdo con su propia medida, ya como él lo ha exigido, con razón, como lo único adecuado.

Pero ahora, después de haber soltado, por así decirlo, una dura descarga contra Hegel –no es casual que, cuando uno habla sobre la Filosofía del derecho , infelizmente le vengan a la mente imágenes militares–, quisiera también en este punto decir unas palabras en defensa de Hegel. Lamento practicar con ustedes un juego de confusiones y volver a oscurecerles, ya en la próxima frase, una distinción que acabo de conseguirles; pero no puede ser mi tarea volverles más simples de lo que son cosas tan infinitamente difíciles como aquellas de las que hablamos en este instante, colocándolas en una estructura lo más comprensible y nítida posible. En cambio, la tarea del pensamiento consiste en hacer la tentativa –incluso cuando el objeto es muy difícil y muy complejo– de expresar esa complejidad del modo más preciso posible; o, si me permiten decirlo estéticamente: captar también lo vago bajo la forma de la claridad conceptual. A lo que quiero referirme es a que aquel error de Hegel, o aquella inconsecuencia de Hegel, que posiblemente todos habrán comprendido después de lo que analicé ante ustedes, posee también una base. Recuerden que el programa hegeliano, de una manera paradójica –se los he indicado varias veces–, es positivista en el sentido de que Hegel se quiere “adaptar”, de que él quiere orientarse de acuerdo con lo existente; con lo cual presupone la identidad de lo existente con el espíritu, es decir, todo el idealismo. Pero ante todo –si por un instante ponen entre paréntesis este gigantesco presupuesto; y cuanto más gigantescos son los presupuestos, tanto más recomendable es desactivarlos– desemboca en que él, en primer lugar, quiere simplemente orientarse de acuerdo con aquello que tiene ante sus ojos. Pero (y esto vuelve tan complicado el problema con el que nos enfrentamos) las cosas son de tal manera –y, de nuestras reflexiones sobre la Revolución Francesa, quisiera extraer la mejor parte; una parte, espero sin embargo, no demasiado agria– 63que aquella supremacía de lo universal que es deificada por Hegel es hecha lo más fuerte, en cuanto es el poder histórico de facto . Pero en tanto Hegel construye, pues, simplemente el curso del mundo, al construir la primacía de lo universal frente a lo particular él es incluso –permitan que me exprese de manera totalmente vulgar– realista; así están realmente las cosas en el mundo. Este avanza en una dirección directamente inversa a como se lo representa el nominalismo ingenuo, que cree que lo universal es solo una resultante de incontables particularizaciones que han de ser reducidas a un concepto. Y para esto, para el curso del mundo, como se dice en sus obras 64(de él he tomado en préstamo esta expresión), posee Hegel un órgano indescriptible; y si algo era realista en él, era justamente su comprensión acerca de la primacía de lo universal, en el ámbito fáctico, por sobre los así llamados hechos. Solo que el ψεῡδoς reside en que él interpretó esta primacía de lo universal, la primacía real del concepto, como si justamente por ello el mundo mismo fuera concepto, espíritu, “bueno”; con lo cual está nadando enteramente en el mismo sentido que la corriente principal de la filosofía occidental, en la que, desde el viejo Platón, lo universal, lo necesario, la unidad y el bien son equiparados entre sí.

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