Víctor Álamo de la Rosa - El pacto de las viudas
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El mundo ha cambiado, el futuro ya es presente y las mujeres han logrado los hilos del poder.
El planeta está siendo devastado por una pandemia de suicidios y Danilo Porter, un investigador privado, buscará la verdad de lo que está ocurriendo mientras libera sus propios fantasmas.
Hay amores que no se olvidan, amores que no cura el paso del tiempo, amores que van más allá de la muerte.
¿Hasta dónde estás dispuesto a amar?
Atrévete a leer esta realidad distópica en la que la Tierra es gobernada por las esposas de célebres dictadores del siglo pasado.
Atrévete a leer la última novela de Víctor Álamo de la Rosa, juégatela y vive esta aventura.
HASTAG: #elpactodelasviudas
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—Pobre niña— musitó Lucía, tan para sus adentros que ninguna de sus compañeras la escuchó.
La conversación quedó interrumpida al oír los pasos del sirviente, que avanzó hacia el salón donde se encontraban las viudas portando una bandeja de plata en la que reposaba la botella de vino y cuatro copas. La depositó en la mesa y pidió permiso para descorcharla.
—Adelante— dijo Imelda.
El uniforme del camarero tenía un pequeño delantal del que extrajo un sofisticado sacacorchos. Abrió la botella y enseguida, con su mano enguantada, ofreció el corcho a Imelda.
—¿Tiene su aprobación, señora?
—Sí, puedes servirlo. Así se airea. No hará falta decantarlo.
El tinto oscuro borboteó, deslizando su lágrima densa por el fino cristal de Murano, abriendo su perfume intenso, cuajando sus ecuaciones mágicas para acertar su sabor inolvidable.
—¿Desean algo más?
—No, gracias. Puedes retirarte.
El olor del vino inundó la habitación. A través de las enormes cristaleras del ático podía admirarse la inmensidad arbolada de Central Park. El sol, descascarillado, perezoso, se dejaba caer ensombreciendo el skyline, altivo mar de rascacielos que comenzaban a encajar sus piezas luminosas, pequeñas ventanas de un rompecabezas siempre imposible.
–¿Estás viva, Catalina?
—Mucho, Danilo.
—Tengo mis dudas.
—Pues no dudes, que Catalina solo hay una.
Y los dos rieron, cómplices, estremecidas sus mutuas soledades. Porque por fin se hundió en sus carnes y fue como entrar en casa, hogar del alivio.
Ese hundimiento blando, como flotar en aguas cálidas, sus carnes. Y Danilo Porter se sintió como en casa, de veras, como en casa en brazos de aquella mujer madura y amplia, acogedora como un salón con chimenea en pleno invierno, cuando afuera no escampa, sino que arrecia el temporal. Catalina confortable, inexplicable y repentinamente cómoda, mullida, como su cama de toda la vida o como su sillón preferido a la hora de sentarse a leer. Algo así sintió al hundirse en Catalina, una especie de sabia y antigua comodidad. Nada que ver con las varias mujeres con las que se había acostado después de su último divorcio. Puro sexo incómodo, mecánico, una tensión que incluso a veces le impedía correrse del todo. Nada que ver con esas cópulas sin recoveco terso y sorpresa, esa gimnasia sudorosa cuyo placer a menudo no duraba ni las gotas del orgasmo.
Hundimiento placentero, y fácil, aunque fuera la primera vez que Catalina Prieto y Danilo Porter unían sus cuerpos en el forcejeo del amor. Un fornicio agradable y repleto de matices y hermosuras solo sexuales, de pieles que se gustan, química facilísima de los sentidos. De los besos primeros en la boca al desnudamiento y al hundirse pletórico en ella, toda amplia sobre las sábanas blancas y frescas, mediaron minutos, unos pocos minutos, como si Catalina lo hubiera estado esperando.
Y aunque era Danilo Porter quien estaba encima de ella, porque ella era un hermoso dibujo de carne bajo su cuerpo horadante, era él quien se sentía nadar y flotar entre tanto cuerpo magnífico y ancho y rico, y aunque besó su cuello y sus orejas sabiendo que al menos sus orejas no eran suyas, y aunque besuqueó los bombones pechos golosos y buscó más abajo la carne roja y encontró sabores y placeres en todos los bonitos lugares que recorrió, Danilo Porter no pudo dejar de preguntarse qué tipo de riguroso pacto con el diablo había firmado aquella mujer para presentar al amor un cuerpo tan firme, tanto que muchas de las veinteañeras que Porter había conocido codiciarían con envidia.
Se montaron sin frenesí galopante y otra vez la estancia cómoda. Y mordisqueó sus pechos y en seguida los pezones se pusieron altaneros y ya para cuando se dispuso a penetrarla y pensó que habría de encontrar cierta sequedad, lo que vino de verdad a sorprenderle fue un jugoso mullido estadio aterciopelado y casi diría que un hervor espumeante.
Como espumeó su asombro porque tuvo de nuevo que distraerse y ponerse a contar como antaño, contar muchos números muchos para no irse tan rápido a un corrimiento sabroso y completo, el corrimiento energúmeno que vino cuando ya había contado hasta 166, porque ni un número más le duró la excitación gorda y palpitante de su miembro agradecido. Y dentro de Catalina alojó todo su semen, todo para Catalina, porque esta vez sí que no se había acordado de su Eleonore, perra malcriada, chiflada egoísta, allá donde estuviera. Y si dejó los chorros de su excitación en los adentros cómodos de Catalina fue porque estaba absolutamente seguro de que una mujer de su edad, cualquiera que tuviera entre los cincuenta y largos y los sesenta y pocos, no habría de embarazarse, imposible del todo, porque entonces Catalina no habría sido de este mundo sino de otro. Y cuando, agradecido, en las caricias finales, volvió a besarle las orejitas ajenas, tan bien trasplantadas, no pudo dejar de preguntarse si alguna parte más de aquel cuerpo fuera de su edad también le había sido prestada. Pero aquellas preguntas no habrían sido caballerosas, así que Calladito se llama. Sin embargo, los pechos de Catalina aún erguidos a pesar de que su dueña estaba acostada boca arriba sobre la cama, parecieron querer contestarle que sí, que fueron magníficas esculturas trabajadas, redondas sonrisas de pezón a pezón.
Buscará sus nalgas. Ahora. O mejor después. Durante el próximo asalto. Danilo Porter tratará de corroborar en aquellas nalgas sus intuiciones, aunque para qué preguntarse de quién de veras era aquel cuerpo, aquel cuerpo si ahora, en este rodar y rodar por las sábanas, es solo suyo, solamente para él y sus renovadas ganas de volver a hundirse y flotar descansadamente en el dulce hogar del alivio. Catalina solo hay una, le había dicho, aunque en realidad hayan podido ser dos.
Mohamed Yussuf el Khan preparó el atentado durante casi un año. Concienzudo, metódico, profesional. Se había alojado en Rocinha, una de las favelas más concurridas de Río de Janeiro, a las faldas de una de las montañas más céntricas de la ciudad. Salvo por los narcotraficantes locales, a quienes pagaba puntual tributo para que lo dejaran tranquilo, Mohamed Yussuf el Khan no fue nunca importunado, sino por las esporádicas llamadas telefónicas que recibía de Mirjana o Fidela, para interesarse personalmente por la buena marcha del plan que les daría por fin todo el poder. Había llegado la hora de salir de las sombras. Desde su portátil, Mohamed Yussuf el Khan accedía a la cuenta abierta a su nombre en la sede central carioca del Banco do Brasil, donde sus siete jefas ingresaban mensualmente el porcentaje acordado para sus gastos y necesidades, o lo que es lo mismo, el dinero que dedicaba a extorsionar a comisarios de policía y responsables políticos locales a fin de asegurarse la información necesaria para perpetrar el atentado.
La primera convención mundial de grandes empresas de seguridad se celebraría ese año en Río de Janeiro, en el hotel Copacabana Palace, el más lujoso de los que hay en la avenida Atlántica, al principio de las bonitas aceras diseñadas por Burle Marx en un paseo que se alarga hasta Leblon. Allí, en los salones de aire decimonónico del Copacabana Palace se reunirían durante tres días los responsables de custodiar los grandes datos confidenciales del mundo. Con sus claves, conexiones y archivos secretos, sus valiosos pendrives, sus accesos a cuentas, datos personales y empresariales, movimientos bursátiles, escondrijos financieros y paraísos fiscales, historiales clínicos, legislación, en fin, tipos a quienes los estados y sus agencias de seguridad confiaban la información.
La primera convención mundial de empresas de seguridad había trastornado la normalidad de la rutina de Río. El alcalde minimizó las primeras protestas destacando los grandes beneficios económicos que la celebración de la convención tendría para la ciudad, pero sus habitantes no entendían que tuviera que cerrarse al tráfico la avenida Atlántica y que los accesos a la mismísima playa de Copacabana fueran escrupulosamente controlados por unidades del ejército brasileño. Era la primera vez en la historia de Río que su playa más emblemática se convertía en un páramo desierto, cuando lo habitual era que cerca de un millón de personas la utilizaran a diario para hacer deporte o darse unos chapuzones. El día en que los aviones privados comenzaron a llegar al aeropuerto Santos Dumont, en el Aterro do Flamengo, los habitantes de Río comenzaron a invocar a todas las divinidades del candomblé para rogarles que aquellos tres días de convención internacional pasaran lo más rápido posible, porque el resto de la ciudad se había convertido en un caos. La carretera que recorría la bahía de Guanabara desde el aeropuerto hasta Copacabana estaba custodiada por fuerzas del ejército de tierra y de la policía federal y solo podían recorrerla los vehículos expresamente autorizados. Grandes limusinas negras, brillando bajo el tórrido sol del febrero carioca que preludiaba el carnaval más famoso, recorrían a gran velocidad el trayecto desde la mismísima pista de aterrizaje del Santos Dumont, a los pies de las escalerillas de los brillantes jets privados, hasta la lujosa entrada del hotel Copacabana Palace. Allí, una decena de agentes de policía formaban en hilera hasta que se abría la puerta del coche y el invitado de turno descendía, ataviado con traje oscuro, corbata azul o roja, y grandes gafas de sol. Escoltado por los guardias, entraba al hotel y desaparecía en las entrañas del enorme hall del Palace. Después, si llegaba acompañado de su esposa, descendía la invitada, y hacía la misma operación, es decir, bajaba del coche y recorría la formación de guardias que la amurallaban. La diferencia, sin embargo, para un observador atento, estribaba en que las señoras esposas o consortes bajaban sin prisa, se permitían mirar hacia un lado y hacia otro, incluso admirar la arquitectura de la fachada del prestigioso hotel antes de entrar. Algunas de ellas, incluso, aprovechaban el momento para encajarse bien la pamela, o para recolocarse los ajustados vestidos que lucían, por si, como solía ocurrir, algún paparazzi revoloteaba por los alrededores con su cámara presta a capturar la inmortalidad.
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