Vamos de fuera a dentro. El entorno de la plaza de mercado es un montón de “negocios” no solo de venta, sino de juegos de heterogeneidad complementaria. Este aspecto ubica las relaciones de la plaza con su exterior físico y sobre todo en su rol de lugar articulador de prácticas que, en la cultura burguesa, se producen separadas , pero que, en la cultura popular, están siempre juntas, revueltas, atravesadas unas por otras. La plaza de mercado no es el recinto acotado por unas paredes, es la muchedumbre y el ruido, los desperdicios amontonados o dispersos, todo lo que se siente, se ve y se huele desde mucho antes de entrar en ella. La plaza está en la calle, afectando el tráfico tanto de vehículos como de peatones: los andenes están llenos de gente que vocea loterías, hace y vende fritanga, vende afiches eróticos o estampas religiosas. Vista desde el entorno, la plaza es desorden y barullo, abigarramiento y heterogeneidad, trabajo y, a la vez, no poco de fiesta.
El entorno del supermercado es también complementario, pero solo en cuanto sistema: otros almacenes cuya diferencia con el supermercado es que son especializados. Complementariedad por tanto uniformada: en el orden, la funcionalidad, la seguridad y la publicidad, y también una masa de carros particulares que circunda y envuelve el supermercado como un cinturón de... identidad y, por tanto, de exclusión. El supermercado también le sale a uno al encuentro, pero no en la calle, sino en la casa: en el mensaje y la repetición publicitaria que nos acosa desde el televisor, la radio y los periódicos. Su entorno verdadero no es, por tanto, el que lo rodea, sino aquel desde el que nos atrae: el imaginario mercantil con el que nos moldea la publicidad. Esa es su forma de “fiesta”, el espectáculo: algo que se da a ver, no a vivir.
Para el adentro , sigamos con el supermercado. Allí encontraremos un espacio cerrado, centrado y articulado. Se trata de un espacio sin ventanas y, por lo tanto, iluminado artificialmente tanto de noche como de día; un espacio que es, así, separado simbólicamente y no solo por razones de seguridad. Es un espacio centrado, pero no con un solo centro, sino con varios que se articulan en diferentes niveles, complejamente. Los productos se organizan por secciones y subsecciones: alimentos, vestidos, salud, belleza, higiene, juguetes, libros, etc. Al interior de cada sección: subsecciones. Así es, por ejemplo, en la sección de alimentos: carnes, pescados, verduras, sopas, alimentos infantiles, postres, etc. Y al interior de cada subsección: tipos, marcas, tamaños. Una perfecta organización tanto paradigmática como sintagmática. Y, como en cada sintagma pueden hallarse elementos que pertenecen a paradigmas diferentes, encontraremos entonces que, en la sección de alimentos para niños, una señal nos “guía” hacia la pasta dentrífica infantil y de esta a los nuevos lápices de colores y de allí a los guayos de moda, etc.
Una perfecta red de “marcas” remite todo a todo desde cada sitio. Se trata de una disposición funcional de los objetos que permite el reenvío de unos a otros como en un inmenso juego de espejos . El comprador no tiene más que dejarse llevar... Y para que nada perturbe el silencio y la concentración, una música suave, y funcional también, viene a envolverlo todo apagando los pocos ruidos que puedan producirse, una música que integra y unifica, que homogeniza objetos y sujetos, espacio y tiempo. El espacio sonoro viene a densificar y reforzar la magia del espacio visual. Y, en ese espacio, la decoración no es algo que se añada, sino aquello que verdaderamente configura el supermercado en su potente narcisismo: la decoración-publicidad que envuelve los vegetales o las frutas en la frescura de un rocío artificial dibuja los títulos de las secciones o es empaque de todos y cada uno de los productos. Porque todos los productos se presentan empacados, esto es, rediseñados y embellecidos, ocultados y exhibidos. El comprador no tiene acceso más que al empaque. Ya sea pan o perfume, leche o champú, el empaque viene a mediar, a remultiplicar las mediaciones. El empaque es cada objeto hablando de todos los demás, autonombrándose, pero a través del lenguaje de mercancía.
El adentro de la plaza de mercado es otro. Incluso en aquellas en las que no se venden más que alimentos o artesanías, la organización-separación de los tipos de productos es violada permanentemente por la práctica. La plaza es un espacio acotado, pero abierto, descentrado y disperso: antifuncional. Los productos se amontonan y se mezclan tanto en la relación de unos puestos a otros como en el interior de cada puesto. No hay articulación, hay amontonamiento y redundancia. Ni la disposición de los productos ni la decoración remiten de uno a otro. Solo están juntos, el uno al lado del otro, y así todos. Aquí es el comprador el que debe ir y buscarlos. Los productos están desnudos, a la vista y la mano, sin empaques, y sin más publicidad que la del grito de su vendedor o esos carteles hechos a mano también por quien vende con su tosca grafía y su sintaxis. La voz o los carteles dictan el lugar de origen del producto, porque el “origen” es garantía de bondad. El espacio sonoro aquí también corresponde plenamente al espacio visual: ninguna unidad, ninguna uniformación, más bien un montón de ruidos (de adentro y de afuera), voces, música salidas del radiotransistor de cada puesto y de cada persona, músicas estridentes, canciones melodramáticas, antifuncionales también.
La plaza termina siendo un conjunto de puestos, de ahí que sea el adentro de cada puesto el que se hace interesante de observar. El espacio del puesto es un espacio expresivo. Cada vendedor hace allí su vida (trabaja, come, reza, ama), gran parte de su vida. Y la expresa en la disposición que le da al puesto, en su decoración, en las formas de comunicación que establece. Es su puesto y esa relación no asalariada con su trabajo le permite adecuar el espacio a su gusto , tener allí sus cosas, sus chécheres, disponerlo a su acomodo. Frente a la uniformización y el anonimato que domina tanto el espacio como el trabajo en el supermercado, los puestos de la plaza hablan con voz propia, tienen rostro. Están hechos de un entramado simbólico mezcla de imágenes y ritos: junto a la imagen de la mujer desnuda, una virgen del Carmen y, al lado del campeón de boxeo, una cruz de madera pintada de purpurina; y ritos, como la vieja que pasa temprano rezando los puestos para mejorar las ventas y el yerbatero que, a media mañana, reparte las “yerbas” contra la competencia.
En una investigación paralela sobre las vitrinas de los almacenes del barrio popular y del barrio burgués, pudimos constatar las mismas diferencias de “lenguaje”. En la vitrina del almacén “burgués”, encontramos una perfecta sintaxis articulando todos los objetos a partir de paradigmas culturales que se asemejan grandemente a aquellos que articulan los semanarios estudiados por Verón. Allí encontramos el paradigma de las estaciones (invierno, primavera, verano, otoño), aunque sea un país que no tiene esas estaciones, como es el caso de Colombia. El de los espacios : la calle, la casa, la ciudad, el campo. O el de los roles: el ejecutivo, el deportista, etc. De esta forma, entre todos los objetos de la vitrina que encuadran el “titular” de ejecutivo (el vestido, la revista, el reloj, el disco, el sillón y la lámpara) se establece una malla de reenvíos que controla la heterogeneidad de los objetos, proponiendo una sola lectura de todos ellos. Y esos reenvíos no se reducen al marco de la vitrina, sino que articulan unas vitrinas con otras y todas con el almacén, del que vienen a ser la portada, la tapa. La vitrina organiza y guía la lectura-visita de todo el almacén.
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