Emilio Salgari - El Capitán Tormenta

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El Capitán Tormenta no es quien parece, un implacable dios de la guerra, como lo llaman todos, incluso Muley-el-Kadel, el temible León de Damasco. Participa de la terrible guerra entre cristianos y turcos para recuperar a un ser amado, apresado por los musulmanes en un sitio ignoto. Tormenta se bate a duelo con el León de Damasco, pero habiéndolo vencido, le perdona la vida. Este admirado guerrero turco pagará su deuda con creces, ayudando al Capitán a emprender el viaje al castillo de Hussif, donde ha sido confinado aquel a quien busca el invencible espadachín.Pero este es el principio de una aventura atrapante, llena de vértigo, lealtad y traición, amor y sorpresas.

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Selim II, el formidable sultán de Constantinopla, dueño del Bósforo, vencedor de húngaros y austríacos, dominador de Egipto, Trípoli, Túnez, Argelia, Marruecos y parte del Mediterráneo, solo aguardaba el momento adecuado para tomar definitivamente las últimas colonias que en Levante poseía la República.

La concesión de la isla de Chipre a la República, concretada por Catalina Cornaro, fue la chispa que encendió la pólvora.

El sultán, considerando en peligro sus posesiones de Asia Menor, y confiando en su poderío, conminó a los venecianos, sin más explicación, a que entregaran la isla. Como era de imaginar, el Senado veneciano rechazó despectivamente la intimidación.

La isla de Chipre solo tenía en aquel tiempo cinco ciudades: Nicosia, Famagusta, Baffo, Arines y Lamisso. Solamente las dos primeras estaban en disposición de ofrecer resistencia, ya que eran las únicas amuralladas.

Se dieron instrucciones para fortificar los muros todo lo posible y constituir un amplio campo atrincherado en Lamisso, para reunir las tropas venecianas, que ya estaban en movimiento, bajo las órdenes de Guillermo Zane. También se dispuso hacer regresar desde Candía a la flota de MarcosQuirini, uno de los mejores marineros con que en aquella época contaba la República.

Nada más declarada la guerra, las fuerzas enviadas por el Senado desembarcaron sanas y salvas en Lamisso, gracias a la protección de Quirini.

Aquellos refuerzos se componían de ocho mil hombres de a pie, entre venecianos y mercenarios; dos mil quinientos de a caballo y bastantes piezas de artillería. La guarnición de la isla solo era entonces de diez mil infantes, entre arcabuceros y alabarderos; cuatrocientos mercenarios dálmatas y quinientos de caballería, pero a ellos se habían unido muchos habitantes, entre ellos varios venecianos.

Conocedores de que los turcos, con muy poderosas fuerzas, habían desembarcado ya bajo el mando del gran visir Mustafá, que era considerado como el más experto y el más feroz general, los venecianos dividieron sus tropas en dos cuerpos, decidiendo atrincherarse en Nicosia y Famagusta, determinados a resistir en sus posiciones el terrible asalto de las hordas enemigas.

Mustafá, que contaba con un ejército siete u ocho veces superior en número, llegó en poco tiempo, casi sin luchar, a las murallas de Nicosia, plaza que, por considerar la mas fuerte, deseaba rendir antes.

El 9 de septiembre de 1570, al alborear el día, Mustafá lanzó sus numerosísimas tropas contra el fuerte de Constanzo y, luego de una sangrienta lucha, consiguió conquistarlo. Al verse vencidos, los venecianos se rindieron con la condición de que se les respetara la vida.

El feroz visir aceptó, pero en cuanto la ciudad fue invadida por sus fuerzas, echó al olvido su palabra, y ordenó degollar a todos los defensores y también al pueblo, porque había colaborado en la lucha. Veinte mil personas fueron muertas, convirtiéndose la infortunada ciudad en un triste cementerio.

Solamente veinte nobles —por los que el sanguinario visir esperaba un buen rescate— y las mujeres y niñas de Nicosia fueron la excepción, si bien estas últimas para ser enviadas como esclavas a Constantinopla.

Las huestes islámicas, enardecidas por tan fácil triunfo, marcharon sobre Famagusta, pensando rendirla a la primera embestida.

El 19 de julio de 1571 las huestes turcas acamparon en las proximidades de la ciudad e iniciaron el sitio. Al otro día intentaron el asalto de la población, pero fueron rechazadas con grandes pérdidas.

El 30 de julio, tras un incesante bombardeo e ininterrumpidos trabajos para minar las torres y los fuertes, Mustafá condujo por segunda vez sus tropas al asalto, y de nuevo la valentía de los soldados de Venecia triunfó. Todos los habitantes colaboraban en la defensa, incluso las mujeres.

Al fin, en octubre, los sitiados, que con sus salidas, realizadas con mucha frecuencia, lograron mantener a raya al adversario, recibieron el refuerzo prometido por la República, que consistía en mil cuatrocientos infantes, y dieciséis piezas de artillería.

Poco era semejante fuerza para una ciudad sitiada por mas de sesenta mil turcos, si bien sirvió para estimular la moral de los asediados, ya en situación desesperada, e infundirles nuevos bríos y alientos.

Desgraciadamente, los víveres y las municiones menguaban sin cesar y los otomanos, con su pertinaz cañoneo, no dejaban a los venecianos ni un momento de descanso. La ciudad se había convertido en un montón de escombros, porque fueron escasas las moradas que quedaron en pie.

Por si esto no resultase bastante, unos días mas tarde llegaba a Chipre Alí-Bajá, almirante de la flota turca, con una escuadra de cien galeras, que transportaban a cuarenta mil hombres. A partir de entonces, Famagusta se convirtió en el centro de un cerco de hierro y fuego que ninguna fuerza humana hubiera podido atravesar.

Tal era la situación al acontecer los hechos descritos en el capítulo anterior.

Una vez que los mercenarios hubieron llegado al fuerte, abandonaron sus alabardas que en aquel momento resultaban inútiles, y, colocándose en las escasas aspilleras que aún existían, armaron sus pesados mosquetes y soplaron las mechas, en tanto que los artilleros, la mayoría de ellos marineros de las galeras venecianas, proseguían el cañoneo con las culebrinas.

El Capitán Tormenta, sin atender las prudentes advertencias de su teniente, se había colocado en lo alto del fuerte, a medias protegido por un muro semiderrumbado y lleno de grietas.

Por la tenebrosa llanura que se extendía mas allá se veían relucir, en diversos lugares, puntos luminosos, seguidos de fogonazos, a los que acompañaban los sordos silbidos de los pesados proyectiles de piedra.

Los turcos, cuya fiereza iba en aumento, ante la férrea resistencia de los sitiados, minaban las trincheras para aproximarse al medio derrumbado fuerte. Si este se mantenía en pie era merced a la inmensa cantidad de materiales que las valerosas mujeres arrojaban en los fosos.

El Capitán Tormenta, silencioso e impasible, observaba los fuegos que iluminaban el campamento otomano. Al cabo de un rato, una sombra se aproximó a él, murmurando en malísimo dialecto napolitano.

—¡Aquí me tienes, señora!

El joven se dio la vuelta con rapidez, reprimiendo con dificultad un grito.

—¿Eres tú, El-Kadur?

—¡Sí, señora!

—¡Silencio! ¡No me llames de esta forma! ¡Nadie debe enterarse de quién soy!

—¡Estás en lo cierto, señora, digo señor!

—¡Otra vez! ¡Acércate!

Cogió por un brazo al hombre y lo llevó a la parte exterior del fuerte, a una especie de garita desierta, alumbrada por una antorcha.

Este era era alto y delgado, tapaba su cabeza con un turbante blanco y verde. Al cinto se veían sobresalir las culatas de dos enormes pistolas casi cuadradas, al igual que las utilizadas por los moros de Marruecos, y la empuñadura de un yatagán.

—¿Qué sucede? —inquirió el Capitán Tormenta.

—El vizconde Le Hussiere se halla con vida —contestó El-Kadur—. Me he informado por uno de los capitanes del visir.

—¿No te habrá mentido? —dijo con voz temblorosa el joven Capitán.

—No, señora.

—¡No me llames "señora"! Ya te lo he advertido. ¿Y a qué lugar lo llevaron? ¿Te has enterado, El-Kadur?

El árabe hizo un gesto de desolación.

—No, señor. Todavía no he podido enterarme. Pero confío en saberlo pronto. Acabo de entablar amistad con un jefe, que si bien es musulmán, bebe el vino de Chipre en barril, no importándole nada el Corán ni el Profeta, y espero arrancarle la verdad cualquier día. ¡Te lo juro, señor!

El Capitán Tormenta, o, para ser más exactos, la Capitana, se dejó caer sobre la cureña de un cañón, tomándose la cabeza entre las manos.

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