John C. Lennox - ¿Ha enterrado la ciencia a Dios?

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¿Por qué existe algo en vez de nada? Más en concreto, ¿por qué existe el universo? ¿De dónde vino y hacia dónde va, si es que se encamina a algún sitio? ¿Constituye la realidad última o hay un más allá? ¿Se puede preguntar por el significado de toda la realidad, o tenía razón Bertrand cuando dijo que «el universo está ahí y no hay más»?
Aunque la ciencia con todo su poder no puede lidiar con algunas de las preguntas fundamentales que hemos hecho, el universo contiene ciertas pistas sobre nuestra relación con él, pistas que son accesibles científicamente. La inteligibilidad racional del universo, por ejemplo, apunta a la existencia de una Mente responsable tanto del universo como de nuestras mentes.

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Y, sin embargo, asombrosamente, se encuentran científicos de convicciones teístas que insisten en definir la ciencia en términos manifiestamente naturalistas. Por ejemplo, Ernan McMullin escribe: «El naturalismo metodológico no limita el estudio de la naturaleza, simplemente establece qué tipo de estudio califica como ciencia. Si alguien quiere acercarse a la naturaleza de modo distinto, y es claramente posible, el naturalista metodológico no tiene nada que objetar. Los científicos han de proceder así; la metodología de la ciencia impide la tentación de explicar un evento o tipo de evento determinado invocando directamente la acción creativa de Dios»[12].

Existe una diferencia importante entre Lewontin y McMullin. Mientras que Lewontin no permite que entre un pie divino, McMullin lo admite, pero la ciencia no tiene nada que decir al respecto. Reconoce otros enfoques posibles sobre la naturaleza, pero que no cuentan como ciencia, y no pueden considerarse menos autorizados. Se sugiere aquí que ni la expresión “naturalismo metodológico” ni “teísmo metodológico” son particularmente útiles, y que es mejor evitar ambas.

Sin embargo, se puede evitar el uso de cierta terminología inútil pero lo que ningún científico puede evitar son sus propias convicciones filosóficas. Estas convicciones se pueden dejar fuera, como acabamos de apuntar, cuando se estudia el funcionamiento de las cosas, pero probablemente desempeñan un papel mucho más importante cuando se estudia, por ejemplo, cómo comenzó a existir el mundo, o al estudiar asuntos que influyen en nuestra comprensión de nosotros mismos como seres humanos.

¿DIRIGIRSE SIEMPRE ADONDE APUNTA LA EVIDENCIA?

En lugar de evadir la cuestión definiendo la ciencia básicamente como naturalismo aplicado, metafísicamente a priori, concibámosla como investigación y teorización sobre el orden natural dando peso a lo que seguramente es la esencia de la verdadera ciencia, es decir, la voluntad de seguir la evidencia empírica, allá donde conduzca. La pregunta clave aquí es qué ocurre si en nuestras investigaciones comienzan a aparecer pruebas que entran en conflicto con nuestra cosmovisión, si es que cabe considerar tal situación.

Tal como lo ha estudiado Kuhn[13], pueden surgir tensiones cuando la evidencia empírica entra en conflicto con el marco científico aceptado, o “paradigma” como Kuhn lo llama, dentro del que trabajan la mayoría de los científicos de un campo determinado[14]. La famosa resistencia de algunos eclesiásticos a mirar por el telescopio de Galileo es un ejemplo clásico de ese tipo de tensión. Para ellos, las consecuencias de tal evidencia física eran inaceptables, pues de ninguna manera podría ser falso su paradigma favorito aristotélico. Pero no sólo los clérigos pueden ser culpables de tal oscurantismo. A principios del siglo XX, por ejemplo, los genetistas mendelianos fueron perseguidos por los marxistas porque las ideas de Mendel sobre la herencia genética se consideraban incompatibles con el marxismo, por lo que los científicos marxistas no permitieron a los mendelianos seguir la evidencia empírica.

Como en el caso del aristotelismo, las actitudes enrocadas pueden influir en que se tarde mucho antes de poder acumular suficientes pruebas para favorecer un nuevo paradigma que sustituya al existente, puesto que un paradigma científico no se deshace necesariamente en cuanto aparecen pruebas contrarias al mismo, aunque hay que decir que la historia de la ciencia presenta notables excepciones. Por ejemplo, cuando Rutherford descubrió el núcleo del átomo, derrocó al mismo tiempo un dogma de la física clásica, resultando un cambio de paradigma inmediato. Y, a su vez, el ADN reemplazó a las proteínas como material genético básico prácticamente de la noche a la mañana. Claro que ambos casos no presentan problemas profundos e incómodos a la cosmovisión de los implicados. Un comentario de Thomás Nagel viene aquí a cuento: «Por supuesto, las ideas son a menudo violentadas por la voluntad; incluso pueden quedar coaccionadas. Los ejemplos más obvios son políticos y religiosos. No obstante, esa inteligencia cautiva se da más sutilmente en contextos puramente intelectuales. Con frecuencia resulta de la imperiosa necesidad de creer en sí misma. A las víctimas de esta situación les cuesta no poder opinar, aunque sea temporalmente sobre un tema que les interese. Pueden cambiar fácilmente de opinión si existe una alternativa adoptable sin avergonzarse a la vez de ello, pero detestan suspender el juicio»[15].

Sin embargo, las alternativas no siempre pueden adoptarse sin dificultad. En particular, en aquellos casos en que las cosmovisiones parecen estar amenazadas por la evidencia empírica puede darse una resistencia enorme e incluso un antagonismo contra quien pretenda seguirla. Se requiere una personalidad fuerte para nadar contracorriente y arriesgarse al oprobio de los compañeros. Y, sin embargo, algunos de los pensadores de mayor estatura intelectual han hecho precisamente eso. «Toda mi vida la ha guiado el principio del Sócrates de Platón», escribe Anthony Flew, en relación con su reciente cambio del ateísmo al teísmo: «Sigue la evidencia adonde te lleve». ¿Y qué pasa si a la gente no le gusta? «Mala suerte», contesta[16].

RECAPITULANDO

Parecen existir, pues, dos extremos que deben evitarse. El primero es contemplar la relación entre ciencia y religión únicamente en clave de conflicto. El segundo es creer que toda ciencia es filosófica, o teológicamente neutra[17]. La palabra “toda” es importante ya que es muy fácil sacar las cosas de quicio y pensar que toda ciencia es rehén de la fortuna filosófica. No podemos exagerar al insistir que grandes porciones de la ciencia no se ven afectadas por tales constricciones filosóficas, aunque no absolutamente toda, y ahí es donde radica el problema.

LOS LÍMITES DE LA EXPLICACIÓN CIENTÍFICA

La ciencia lo explica. Así se podría describir el poder y la fascinación que ejerce la ciencia sobre mucha gente. La ciencia nos permite entender lo que no entendíamos antes; y al ayudarnos a comprender la naturaleza, nos da poder sobre ella. No obstante, ¿hasta dónde alcanzan sus explicaciones? ¿Dónde estarían sus límites?

Hay quienes, en el extremo materialista del espectro, piensan que no los tiene. Sostienen que la ciencia es el único camino hacia la verdad, y que en principio puede explicarlo todo. Es la postura del llamado “cientificismo”. Peter Atkins lo expresa al estilo más clásico: «No hay por qué suponer que la ciencia no pueda explicar todos los aspectos de la existencia»[18].

Quienes, como Atkins, mantienen este punto de vista, opinan que toda referencia a Dios, la religión y la experiencia religiosa no tiene nada que ver con la ciencia, y, por lo tanto, no puede ser objetivamente cierta. Admiten, claro está, que haya mucha gente que piense en Dios y entienden que eso quizá tenga efectos físico-psíquicos, algunos de los cuales podrían ser beneficiosos, pero, para ellos, pensar en Dios es como pensar en Papá Noel, dragones, hadas o duendes al fondo del jardín.

Richard Dawkins insiste en este punto al dedicar su libro El Espejismo de Dios (The God delusion) a la memoria de Douglas Adams con esta cita: «¿Acaso no basta con contemplar lo hermoso de un jardín sin tener que creer que haya hadas al fondo?».

El hecho de que se pueda pensar en hadas y estar encantados o aterrorizados con ellas no significa que existan. Los científicos citados, por lo tanto, no tienen problema alguno con que la gente siga pensando en Dios y la religión, si así lo desean, siempre y cuando no afirmen su existencia objetiva, o que la creencia religiosa constituye un tipo de conocimiento. En otras palabras, ciencia y religión pueden coexistir pacíficamente a no ser que la religión invada el ámbito de la ciencia. Porque solo la ciencia puede decirnos lo que es objetivamente verdadero; solamente la ciencia es fuente de auténtico conocimiento. Evidentemente, el resultado final es que la ciencia trata de la realidad y la religión no.

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