Blake Pierce - La Casa Perfecta

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En LA CASA PERFECTA (Libro #3), la criminóloga Jessie Hunt, de 29 años, recién salida de la Academia del FBI, regresa para verse acosada por su padre asesino, atrapada en un juego letal del gato y el ratón. Mientras tanto, debe apresurarse a detener a un asesino en un nuevo caso que le lleva hasta las profundidades de los suburbios—y al precipicio de su propia mente. Y se da cuenta de que la clave para su supervivencia depende de que descifre su pasado—un pasado al que no quería volver a enfrentarse.Un thriller de suspense psicológico de ritmo trepidante con personajes inolvidables y suspense que acelera el corazón, LA CASA PERFECTA es el libro #3 de una excitante serie nueva que le hará pasar páginas hasta altas horas de la madrugada.El Libro #4 de la serie Jessie Hunt estará disponible muy pronto.

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“Claro”, dijo Jessie, contenta de que le recordara todo. Le servía para ponerse en el estado mental adecuado.

Kat deslizó su placa y asintió ante la cámara encima de la puerta. Desde dentro, alguien les dejó pasar. Jessie se sintió abrumada al instante por la sorprendente ráfaga de actividad. En vez de los cuatro habituales guardias de seguridad, había seis. Además, había tres hombres vestidos con uniforme de trabajo dando vueltas alrededor de algunas piezas de equipo técnico.

“¿Qué pasa?”, preguntó ella.

“Oh, olvidé mencionarlo, vamos a recibir unos cuantos residentes a mitad de semana. Vamos a estar al completo en las diez celdas, así que estamos comprobando el equipo de vigilancia en las celdas vacías para asegurarnos de que todo está en perfecto funcionamiento. También hemos aumentado el personal de seguridad en cada turno de cuatro a seis agentes durante el día, sin incluirme a mí, y de tres a cuatro por la noche”.

“Eso suena… arriesgado”, dijo Jessie diplomáticamente.

“Me mostré en contra”, admitió Kat. “Pero el condado tenía ciertas necesidades y nosotros teníamos las celdas disponibles. Era una batalla perdida”.

Jessie asintió mientras miraba a su alrededor. Las cosas esenciales del lugar parecían ser las mismas. La unidad estaba diseñada en forma de rueda con la base de operaciones en el centro y con pasillos que salían en todas direcciones, y que llevaban a las celdas de los prisioneros. En este momento, había seis oficiales en el espacio ahora abarrotado del centro de operaciones, que parecía un centro de enfermería de un hospital lleno de pacientes.

Algunas de las caras le resultaban nuevas, pero la mayoría le eran familiares, incluida la de Ernie Cortez. Ernie era un espécimen masivo, de más de dos metros y 140 kilos de músculos bien formados. Tenía unos treinta y tantos años y le empezaban a asomar las canas en su cabello negro de corte militar. Ernie esbozó una enorme sonrisa al ver a Jessie.

“Chica Vogue”, le llamó, utilizando el apodo afectuoso que le había dado durante su primer encuentro, en que él había tratado de mostrar su interés, sugiriendo que debería ser una modelo. Le había cerrado el pico a toda prisa, pero él no parecía guardarle ningún rencor.

“¿Cómo va, Ernie?”, le preguntó, sonriendo de vuelta.

“Como siempre, ya sabes. Asegurándonos de mantener a raya a los pedófilos, los violadores, y los asesinos. ¿Y tú?”.

“Básicamente igual”, dijo ella, decidiendo no meterse en detalles sobre sus actividades de los últimos meses con tantas caras desconocidas a su alrededor.

“Así que ahora que has tenido unos cuantos meses para superar tu divorcio, ¿te gustaría pasar algo de tiempo de calidad con el Ernster? Tengo pensado ir a Tijuana este fin de semana”.

“¿Ernster?” repitió Jessie, incapaz de impedir que le saliera una risita.

“¿Qué?”, dijo él, fingiendo ponerse a la defensiva. “Es un apodo”.

“Lo lamento, Ersnter, estoy bastante segura de que tengo planes para el fin de semana, pero pásalo en grande en la pista de jai alai. Cómprame unos Chiclets, ¿de acuerdo?”.

“Ay, vaya”, replicó él, poniéndose la mano en el pecho como si ella le hubiera lanzado una flecha al corazón. “Sabes qué, los chicos grandes también tenemos sentimientos. También somos, ya sabes… chicos grandes”.

“Muy bien, Cortez,” interrumpió Kat, “ya está bien con eso. Me acabas de hacer vomitar un poco dentro de mi boca. Y Jessie tiene asuntos que atender”.

“Hiriente”, murmuró Ernie entre dientes mientras volvía a poner su atención en el monitor que tenía delante. A pesar de sus palabras, su tono sugería que no le importaba demasiado. Kat hizo un gesto para que Jessie le siguiera al pasillo donde estaba la celda de Crutchfield.

“Vas a querer esto,” le dijo, sujetando la pequeña llave electrónica con el botón rojo en el centro. Era su aparato para los casos de emergencia. Jessie lo consideraba algo así como una manta de seguridad digital.

Si Crutchfield le sacaba de sus casillas y ella quería salir de la sala sin que él se enterara del impacto que estaba teniendo en ella, tenía que presionar el botón oculto en su mano. Eso alertaría a Kat, que podría sacarle de la sala con algún pretexto oficial inventado. Jessie estaba bastante segura de que Crutchfield sabía que tenía ese aparato, pero, aun así, se alegraba de que así fuera.

Agarró la llave electrónica, asintió a Kat indicando que estaba lista para pasar, y respiró profundamente. Kat abrió la puerta y Jessie pasó al interior.

Por lo visto, Crutchfield había anticipado su llegada. Estaba de pie, a solo unas pulgadas del cristal que dividía la habitación en dos, sonriéndole abiertamente.

CAPÍTULO SEIS

A Jessie le llevó un segundo despegar su mirada de sus dientes retorcidos y evaluar la situación.

En apariencia, no tenía un aspecto tan distinto de lo que ella recordaba. Todavía tenía su pelo rubio, esquilado casi al rape. Todavía llevaba su uniforme obligatorio de color turquesa. Todavía tenía la cara un poco más regordeta de lo que cabría esperar de un tipo que medía 1,75 metros y pesaba 80 kilos. Hacía que pareciera que estaba más cerca de tener veinticinco años que de los treinta y cinco que tenía en realidad.

Y aún tenía esos inquisitivos ojos marrones, casi avasalladores. Eran la única pista de que el hombre que tenía delante de ella había matado al menos a diecinueve personas, y quizás hasta el doble.

La celda tampoco había cambiado. Era pequeña, con una cama estrecha sin sábanas que estaba empotrada en la pared. Había un pequeño escritorio con una silla incorporada en la esquina de la derecha, junto a un pequeño lavabo de metal. Detrás de eso estaba el servicio, colocado en la parte trasera, con una portezuela deslizante de plástico para dar una mínima sensación de privacidad.

“Señorita Jessie,” ronroneó con suavidad. “¡Menuda sorpresa inesperada encontrarme contigo aquí!”.

“Y, aun así, estás de pie ahí como si estuvieras esperando mi llegada inminente”, le contradijo Jessie, que no quería darle a Crutchfield ni un momento de ventaja. Se acercó y se sentó en la silla detrás de un pequeño escritorio al otro lado del cristal. Kat tomó su posición habitual, de pie y completamente alerta en un rincón de la celda.

“Percibí un cambio en el aire de las instalaciones”, le contestó, con su tono de Luisiana más exagerado que nunca. “El aire parecía más dulce y pensé que podía escuchar cómo piaba un pájaro afuera”.

“Por lo general, no sueles tener tantos cumplidos”, notó Jessie. “¿te importa decirme qué es lo que ha conseguido que te pongas de un humor tan generoso?”.

“Nada en concreto, señorita Jessie. ¿Es que no puede un hombre apreciar la pequeña alegría que resulta de tener una visita inesperada?”.

Algo en el modo que pronunció la última línea hizo estremecer el cuero cabelludo de Jessie, como si el comentario estuviera cargado de significado. Se quedó allí sentada un momento, dejando a su mente que trabajara, ignorando por completo las restricciones temporales. Sabía que Kat le dejaría manejar la entrevista de la manera que ella quisiera.

Dándole vueltas a las palabras de Crutchfield en su cabeza, se dio cuenta de que podían referirse a más de una sola cosa.

“Cuando hablas de visitas inesperadas, ¿te refieres a mí, Crutchfield?”.

Él se la quedó mirando durante varios segundos antes de hablar. Finalmente, con lentitud, la amplia, forzada, sonrisa en su rostro se transformó en una expresión burlona más malévola, y también más creíble.

“No hemos establecido las reglas de juego para esta visita”, le dijo, girándose de repente sobre sus espaldas.

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