Su cabello todavía era castaño, pero parecía algo más vibrante, menos lacio de lo que estaba cuando había salido de L.A. todas esas semanas atrás. A pesar de sus largos días en el FBI, sus ojos verdes resplandecían con energía y ya no tenía esas sombras oscuras debajo de ellos que se habían hecho tan familiares para ella. Todavía era una esbelta mujer de metro ochenta de alto, pero se sentía más fuerte y más muscular que antes. Sus brazos estaban más torneados y su zona abdominal estaba tensa de las interminables sesiones de abdominales y de lagartijas. Se sentía… preparada.
Pasando a la sala de estar, por fin encendió las luces. Le llevó un segundo recordar que todos los muebles que había en ese espacio eran suyos. Había comprado la mayoría de ellos antes de salir para Quantico. No había tenido muchas opciones. Había vendido todas las cosas de la casa que poseía junto con su exmarido sociópata, en este momento encarcelado. Durante un tiempo después de eso, se había estado quedando a vivir con su vieja amiga de la universidad, Lacy Cartwright. Sin embargo, cuando alguien allanó el lugar para enviarle un mensaje a Jessie cortesía de Bolton Crutchfield, Lacy había insistido en que se marchara, básicamente de inmediato.
Así que ella había hecho exactamente eso, alojándose en un hotel durante semanas hasta encontrar un lugar, este lugar, que encajara con sus necesidades de seguridad. Pero estaba desamueblado, así que se había fundido de golpe una buena parte del dinero de su divorcio en muebles y electrodomésticos. Como se había tenido que ir a la Academia Nacional poco después de comprarlo todo, no había tenido oportunidad de disfrutar de nada de ello.
Ahora esperaba hacerlo. Se sentó en una butaca y se reclinó, relajándose. Había una caja de cartón que decía en su exterior “cosas que revisar” asentada en el suelo junto a ella. La recogió y empezó a revolver en su interior. La mayoría de ello era papeleo con el que no tenía ninguna intención de lidiar en este instante. Al fondo de la caja había una foto de 8x10 de su boda con Kyle.
Se la quedó mirando casi como si no la entendiera, asombrada de que la persona que tenía esa vida fuera la que estaba sentada aquí ahora mismo. Casi una década antes, durante su segundo año en USC, había empezado a salir con Kyle Voss. Se habían ido a vivir juntos poco después de la graduación y se habían casado hacía tres años.
Durante mucho tiempo, la cosa pareció ir sobre ruedas. Vivían en un apartamento genial bastante cerca del centro de Los Ángeles, o D.T.L.A. como se le llamaba a menudo. Kyle tenía un buen puesto en la industria financiera y Jessie estaba sacando su máster. Tenían una vida cómoda. Iban a inauguraciones de restaurantes y pasaban por todos los bares de moda. Jessie era feliz y seguramente hubiera podido continuar así durante largo tiempo.
Entonces, Kyle consiguió una promoción a la oficina de su firma en Orange County e insistió en que se mudaran a una mansión de la zona. Jessie había accedido, a pesar de sus temores. Y no fue hasta este momento que la auténtica naturaleza de Kyle salió a la luz. Se obsesionó con hacerse miembro de un club secreto que resultó ser una fachada para un anillo de prostitución. Comenzó una aventura con una de las mujeres que había allí. Y cuando salió mal, la mató y trató de inculpar a Jessie por ello. Para coronar todo esto, cuando Jessie descubrió su trama, también intentó matarla a ella.
Hasta en este momento, mientras examinada la foto de su boda, no había ni un indicio de lo que su marido era capaz de llegar a hacer. Parecía un apuesto, amigable y tosco futuro amo del universo. Hizo una bola con la foto y la tiró hacia la papelera que había en la cocina. Cayó justo en el centro, lo que le provocó una inesperada sensación de catarsis.
¡Vaya! Eso debe de ser significativo.
Había algo liberador en este sitio. Todo ello, los muebles nuevos, la carencia de recuerdos de carácter personal, incluso las medidas de seguridad que bordeaban la paranoia, le pertenecían a ella. Había conseguido un comienzo nuevo.
Se estiró, permitiendo que sus músculos se relajaran después del largo vuelo en un avión que iba hasta la bandera. Este apartamento era suyo, el primer lugar en más de seis años del que podía decir algo así. Podía comer pizza en el sofá y dejar la caja tirada sin preocuparse de que alguien se quejara de ello. Y no es que ella fuera de las que hacía ese tipo de cosas. Pero la cuestión era, que podía hacerlo.
El pensamiento de la pizza despertó su hambre repentinamente. Se levantó y miró en el frigorífico. No solo estaba vacío, ni siquiera estaba enchufado. Entonces recordó que lo había dejado así a propósito, al no ver razón alguna por la que pagar la cuenta de la electricidad si no iba a estar por aquí en dos meses y medio.
Lo enchufó y, sintiéndose nerviosa, decidió ir de compras al supermercado. Entonces tuvo otra idea. Como no empezaba a trabajar hasta el día siguiente y no era demasiado tarde, había otra parada que podía hacer: un lugar, y una persona, que sabía que acabaría visitando.
Aunque había conseguido sacárselo de la cabeza la mayor parte del tiempo que había pasado en Quantico, estaba el asunto de Bolton Crutchfield. Sabía que tenía que olvidarlo, que él le había estado poniendo un cebo durante su última reunión.
Aun así, tenía que saberlo: ¿Habría encontrado Crutchfield la manera de verse con su padre, Xander Thurman, el Ejecutador de los Ozarks? ¿Habría encontrado la manera de contactar con el asesino de innumerables personas, incluida su madre, el hombre que le había abandonado, con solo seis años, dejándola atada junto al cadáver para que sufriera una muerte inevitable por congelación en una cabaña aislada?
Estaba a punto de descubrirlo.
Eliza estaba esperando cuando Gray llegó a casa esa noche. Llegó a tiempo para cenar, con una mirada en el rostro que sugería que sabía lo que le aguardaba. Como Millie y Henry estaban allí sentados, comiendo sus macarrones con queso con rebanadas de salchicha, ninguno de los padres mencionó una palabra sobre la situación.
No fue hasta que los niños estuvieron acostados que surgió la conversación. Eliza estaba de pie en la cocina cuando Gray entró después de acostar a los niños. Se había quitado su abrigo deportivo, pero todavía llevaba puesta la corbata aflojada y sus pantalones. Eliza sospechaba que era para parecer más creíble.
Gray no era un hombre muy alto. Con un metro ochenta de altura y ochenta y cinco kilos de peso, solo era una pulgada más alto que ella, aunque pesara quince kilos más. Sin embargo, los dos sabían que resultaba bastante menos imponente con camiseta y chándal. El traje formal era su armadura.
“Antes de que digas nada”, comenzó, “te ruego que me dejes explicarme”.
Eliza, que se había pasado gran parte del día dándole vueltas a cómo podía haber pasado esto, se alegró de dejar que su angustia pasara temporalmente a un segundo plano y permitirle que se retorciera mientras trataba de justificarse a sí mismo.
“Adelante”, le dijo.
“En primer lugar, lo siento. No importa qué otras cosas te vaya a decir, quiero que sepas que te pido disculpas. Jamás debería haber dejado que sucediera. Fue un momento de debilidad. Me ha conocido durante años y sabe de sobra mis vulnerabilidades, lo que despertaría mi interés. Debería haber estado alerta, pero caí en ello”.
“¿Qué es lo que estás diciendo?”, preguntó Eliza, tan confundida como dolida. “¿Qué Penny es una loba que te manipuló para que cometieras una infidelidad con ella? Los dos sabemos que eres un hombre débil, Gray, pero ¿me estás tomando el pelo?”.
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