“No me vengas con esas”, dijo Eliza, cerrándole la boca. “Las dos sabemos que te puedes alterar, pero ¿así es cómo te enfrentas a ello?”.
“Ya sé que esto no va a servir de ayuda”, insistió Penny. “Pero iba a cortar con él. No he hablado con él en tres días. Estaba tratando de encontrar la manera de terminar las cosas con él sin estropearlo todo contigo”.
“Parece que vas a necesitar un plan nuevo”, le escupió Eliza, reprimiendo las ganas de arrojarle las esquirlas de la taza del café a su amiga. Solo sus pies descalzos se lo impedían. Se agarró a su ira, sabiendo que era lo único que evitaba que se derrumbara del todo.
“Por favor, deja que encuentre la manera de arreglar esto. Tiene que haber algo que pueda hacer”.
“Lo hay”, le aseguró Eliza. “Vete ahora mismo”.
Su amiga se le quedó mirando por un instante, pero debió de sentir lo seria que estaba Eliza porque su titubeo no duró mucho.
“Muy bien”, dijo Penny, recogiendo sus cosas y apresurándose para salir por la puerta principal. “Me iré, pero vamos a hablar más tarde. Hemos pasado por muchas cosas juntas, Lizzie. No podemos dejar que esto lo arruine todo”.
Eliza se obligó a sí misma a no soltar vituperios por respuesta. Puede que esta fuera la última vez que veía a su “amiga” y necesitaba que entendiera la magnitud de la situación.
“Esto es diferente”, le dijo lentamente, poniendo énfasis en cada palabra. “En todas las demás ocasiones éramos nosotras frente al mundo, cubriéndonos las espaldas la una a la otra. Esta vez me has apuñalado en la mía. Nuestra amistad se ha terminado”.
Entonces cerró la puerta de golpe en la cara de su mejor amiga.
Jessie Hunt se despertó sobresaltada, sin saber a ciencia cierta dónde se encontraba durante unos instantes. Le llevó un momento recordar que estaba en el aire, en el vuelo del lunes por la mañana desde Washington, D.C., de regreso a Los Ángeles. Echó una ojeada a su reloj y vio que todavía tenía dos horas más antes de aterrizar.
Tratando de no quedarse dormida de nuevo, se despejó con un trago de la botella de agua que había metida en el bolsillo del asiento delantero. Se enjuagó la boca con ella, intentando deshacerse de la sequedad que atenazaba su lengua.
Tenía buenas razones para echarse una siesta. Las diez semanas pasadas habían sido de las más agotadoras de toda su vida. Acababa de completar la Academia Nacional del FBI, un programa de formación intensiva para personal de las fuerzas de seguridad, diseñado para familiarizarles con las técnicas de investigación del FBI.
El exclusivo programa solo estaba disponible para aquellos que fueran nominados por sus supervisores. A menos que le aceptaran en Quantico para convertirse en una agente oficial del FBI, este curso intensivo era la segunda mejor opción.
En circunstancias normales, Jessie no hubiera sido elegible para hacerlo. Hasta hace muy poco, solo había trabajado como criminóloga en ciernes para el L.A.P.D. Entonces, tras resolver un caso célebre, sus activos subieron como la espuma.
En retrospectiva, Jessie entendía por qué la academia prefería oficiales con más experiencia. Durante las dos primeras semanas del programa, se sintió completamente abrumada por el mero volumen de información con que le habían recibido. Había clases de ciencia forense, ley, mentalidad terrorista, y su área de especialidad, ciencia del comportamiento, que enfatizaba la idea de penetrar las mentes de los asesinos para entender mejor sus motivaciones. Y nada de eso incluía el imparable entrenamiento físico que le dejaba todos los músculos doloridos.
Con el paso del tiempo, se empezó a sentir cómoda. Los cursos, que le recordaban a su trabajo como recién graduada en psicología criminal, empezaron a tener sentido. Después de un mes más o menos, su cuerpo había dejado de gritarle por las mañanas. Y lo mejor de todo, el tiempo que se había pasado en la Unidad de Ciencias del Comportamiento le había permitido interactuar con los mejores expertos en asesinos en serie de todo el mundo. Algún día, esperaba formar parte de ese grupo.
Había un beneficio añadido. Como había trabajado tan duro, tanto mental como físicamente, durante casi cada momento de su vida de vigilia, apenas tenía ningún sueño. O al menos, no tenía pesadillas.
En su casa, a menudo se despertaba gritando con un sudor frío cuando los recuerdos de su infancia o sus traumas más recientes se reproducían en su inconsciente. Todavía recordaba su fuente más reciente de ansiedad. Fue su última conversación con el asesino encarcelado Bolton Crutchfield, en la que le dijo que iba a charlar con su padre el asesino muy pronto.
Si hubiera estado en L.A. durante las últimas diez semanas, se hubiera pasado la mayoría de tiempo obsesionándose con la duda de si Crutchfield le estaba diciendo la verdad o le estaba tomando el pelo. Y si estaba siendo honesto, ¿cómo se las iba arreglar para coordinar una conversación con un asesino prófugo si estaba detenido en un hospital mental con medidas de seguridad?
Sin embargo, como había estado a miles de millas de distancia, enfocada en tareas implacablemente difíciles durante casi cada segundo de vigilia, no había podido concentrarse en lo que le había dicho Crutchfield. Seguramente lo volvería hacer muy pronto, pero todavía no. Ahora mismo, estaba simplemente demasiado cansada como para que su mente le jugara una mala pasada.
Mientras se asentaba de nuevo en su sitio, permitiendo que le envolviera el sueño de nuevo, a Jessie se le ocurrió una cosa.
Así que lo único que tengo que hacer para dormir como un bebé el resto de mi vida es pasarme todas las mañanas entrenando hasta que casi vomite, para seguirlo con diez horas de instrucción profesional sin pausa. Suena genial.
Antes de que formara del todo la sonrisa que le empezaba a asomar en los labios, se volvió a quedar dormida.
*
Esa sensación de acogedora incomodidad desapareció en el instante que salió al exterior del aeropuerto de Los Ángeles poco después del mediodía. A partir de ese momento, necesitaba estar en constante alerta de nuevo. Después de todo, como se había enterado antes de dejar Quantico, un asesino en serie al que nunca habían atrapado estaba acechándole. Xander Thurman le llevaba buscando varios meses. Y resulta que Thurman también era su padre.
Tomó un taxi compartido para ir del aeropuerto a su lugar de trabajo, que era la Comisaría de Policía de la Comunidad Central en el centro de Los Ángeles. Oficialmente, no empezaba a trabajar de nuevo hasta mañana y no estaba de humor para charlar, así que ni siquiera se acercó al patio principal de la comisaría.
En vez de eso, se dirigió al cubículo del buzón que le habían asignado y recogió su correo, que le habían reenviado desde un apartado de correos. Nadie, ni siquiera sus compañeros de trabajo, ni sus amigos, ni siquiera sus padres adoptivos, conocían su dirección actual. Había alquilado el apartamento a través de una compañía de alquileres, su nombre no figuraba en ninguna parte del contrato y no había papeleo que le conectara con el edificio.
Cuando recogió su correo, caminó a lo largo del pasillo lateral hasta el parque de vehículos, donde siempre había taxis a la espera en el callejón de al lado. Se montó en uno de ellos y le dijo que le llevara a la zona comercial que estaba situada junto a su edificio de apartamentos, a unas dos millas de distancia.
Una de las razones por las que había escogido este lugar para vivir después de que su amiga Lacy insistiera en que se mudara era lo difícil que era de encontrar y lo todavía más difícil que era entrar al edificio sin permiso. En primer lugar, su estructura de aparcamiento estaba debajo del complejo comercial en el mismo edificio, así que cualquier persona que le siguiera lo tendría muy difícil para determinar hacia dónde se dirigía en realidad.
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