Mireya se levanta, toma el vaso que le ofrezco. Mucha espuma, reclama. La espuma hace que la cerveza se conserve, explico. Se toma el vaso de un solo trago. Hace el ademán de tirar la espuma al piso pero se da cuenta de que recién ha barrido. Pareces albañil, le digo. Se ríe. La biela se toma así, papi, es para refrescar. Dame otro, que hace mucho calor. Se toma la blusa y la estira hacia adelante para mostrarme las tetas. Lleva un sostén oscuro que no hace juego con lo que tiene encima. Se recoge el cabello en una cola y lo sostiene con una liga de esas que se usan para ordenar billetes. Su cuello es largo y blanco. Tiene un lunar muy cerca de la división de sus senos. Presiente que la miro. ¿Te gustan? Más o menos, respondo. Imbécil, dice. Se me acerca y saca la lengua. Tiene un piercing negro de mercado artesanal. Sin duda es más sexi en su oficina. Ahora es un poco vulgar. Veo sus manos y no puedo olvidar la imagen de sus dedos sosteniendo el miembro de su hijo. Le abrazo. Me muevo como en un vals. Ella hace lo propio. Recuesta su cabeza sobre mi hombro y suspira. ¿No es un sueño hecho realidad? Me toma de la mano y me lleva hasta la cocina. Arrima su espalda contra el mesón y me ofrece su boca mientras cierra los ojos. Aquello es una cueva húmeda. El secreto está en no meter la lengua de golpe, como en la penetración. Boca, sexo y ano son entradas frágiles, pienso. Méteme la lengua, pide ella. Entonces sí.
A ella le gusta hablar y dominar. Me quita la camisa y me recorre los pezones con su lengua. ¿No debería ser al revés?, digo. Le quito la blusa, zafo el seguro de su corpiño, y sus tetas caen como de una rama. Ella posa su mano en mi bragueta, arriba, abajo, arriba, abajo. Está dura, exclama. Mete la mano hasta el fondo y juega con sus dedos. Con su otra mano desabrocha mi pantalón y baja el cierre. Sigue jugando. Hago lo mismo. Tiene el sexo completamente rasurado, los labios grandes y un clítoris duro como un micropene desafiante. Allí ha entrado y salido mucho, considerando que tiene un hijo. Le doy la vuelta. Miro su culo enorme. Es un contrabajo. Ella sigue acariciando mi verga que está a punto de explotar. Retiro su mano porque si sigue así esto va a terminar muy pronto. Bajo su pantalón hasta las rodillas. Métemela, dice. Entonces sí.
Llego al billar a eso de las nueve de la noche. Un tipo en chanclas y bermuda me dice: Dame la quince, viejo Willy. Asiento. Pero no quiero apostar, digo. Vamos, bróder, interviene otro. Tú le ganas. De acuerdo, digo. Aunque no te he visto jugar. Yo sí, dice el retador, por eso pido la quince. Me animo. Vamos diez dólares por mesa y tres cervezas, propongo. Así me gusta, responde. Entonces empieza el juego. Le doy la apertura y finge que no sabe tirar. Me río. Le pega a la bola blanca muy arriba, se estrella contra la banda y cae en la tronera. Intenta de nuevo y entonces sí le pega de lleno en el centro y las bolas salen todas en distintas direcciones. No cae ninguna. Parece que no estoy de suerte, dice. Le toca la seis. En Ecuador se juega de la seis a la quince, en orden. Es la modalidad más divertida. Si un jugador no roza siquiera la que le toca, el otro se la lleva. Se llama «bola robada». Por ello a veces la mejor jugada es esconder la bola entre las otras o ponerla muy difícil para «robarla». Geometría y estrategia. Y un poco de buena suerte, como en todo.
El tipo se llama Fernando y es pescador. Aquí el que no pesca, al menos vende marisco o lo cocina para la venta. La vida gira en torno al marisco. En las noches muy oscuras se ven las luces de los pequeños botes como estrellas sobre el manto del mar. Yo he visto sirenas, dice Fernando. Son animales horribles. Todos se ríen. A mí me gusta jugar en silencio; a ellos, no. Parte de la estrategia es perturbar al otro, burlarse de él. Es difícil concentrarse así. Son bulliciosos como monos, y esta es su jungla. El tipo golpea la bola seis, que está casi en el centro de la mesa. Apenas la roza para que se desvíe hacia la diez, muy pegada a la tronera del medio. La diez cae lentamente como una lágrima feliz. El hombre salta y golpea el taco contra el piso. El resto de espectadores aplaude. Sigue con la seis, a la que le pega muy fuerte porque su emoción le impide planear la siguiente jugada. Hay gente que se conforma con poco. La seis queda muy arrinconada arriba. Me sudan las manos. Me acerco a la taquera, donde hay una bolsa de tela con harina para mantener las manos secas. La harina se siente como una crema. Vuelvo a la mesa. Debo tocar la seis con un juego a dos bandas. El tiro no es muy difícil, pero es posible que regale la bola seis dejándola muy cerca del hoyo. Toco la seis en el centro, se desliza por toda la banda y cae silenciosamente. Los aplausos no se hacen esperar. Veo cómo los labios de Fernando se vuelven hacia abajo en un gesto de desprecio. No le gusta perder. Hay gente a la que perder la enloquece. Él es esa clase de gente.
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