El colegio al que llegué a dar clase era, por otra parte, mixto. Chicos de clase media baja con pocas esperanzas de llegar a la universidad. Si les preguntabas por su futuro profesional, te miraban como si estuvieses burlándote de ellos. Estaban allí por una «absurda» obligación: la de estudiar. En ese pueblo no había una sola librería. Tenías que acomodarte con un anacrónico libro de texto lleno de citas copiadas al azar. Cómo enseñarles el valor de una novela si jamás habían visto una, si nunca habían abierto un libro de verdad. Para ellos la literatura era una cosa rara que hacía un desocupado con las palabras. No estaban muy lejos de la verdad. Sus padres eran casi todos pescadores o comerciantes, en menos grado verduleros, agricultores, mecánicos, electricistas, albañiles o emigrantes. Gente práctica que había reproducido gente práctica, por camadas.
Nadie se preocupaba, entonces, por sus problemas. Lo que les pasaba por la cabeza, lo que verdaderamente sentían, se encontraba a kilómetros de distancia de las clases. Para unos, el colegio era un refugio, un lugar donde esconderse. Para otros, era una cárcel, y la educación, un castigo. Allí se nace con un sentido funcional de la opresión. No se discute que has venido para trabajar, para servir. Los jóvenes lo entienden, por eso tienen rabia. Y esa rabia se transforma en desidia frente al sistema. Dar clases a almas muertas, esa era nuestra tarea.
Sus preocupaciones básicas eran el sexo, el trago y la droga H, que expendían a las afueras del colegio unos tipos gordos y aindiados, de pantalones anchos, camisetas de equipos gringos de básquet y gorras de visera plana con la etiqueta pegada, como chicanos, pero en el culo del mundo. La H los convertía en seres bipolares y salvajes, en incontrolables animales del monte. Enseñarles algo resultaba un reto fatigoso. Yo no quería enseñarle nada a nadie, menos a esos adolescentes atontados por la droga y la necesidad de tener cosas. Nunca he querido seguidores ni súbditos, borregos consecuentes con una idea fija. Yo era docente por necesidad, que es la peor razón para serlo.
Aquello que llaman cultura artística o alta cultura era inasequible para ellos, porque su relación con el mundo estaba hecha de deseos básicos o adquiridos. Adquirir es un verbo que denota esfuerzo, que es la más triste condición cuando quieres tenerlo todo de inmediato. Pero ese todo estaba absolutamente reducido a olvidar momentáneamente una vida miserable, a escapar de la violencia diaria de sus existencias. Por ello la H, esa deformación de la heroína, era sinónimo de dicha. Como la base de coca, la H estaba mezclada con mil porquerías, entre ellas la mierda de gato. Fumaban mierda literalmente o cal o harina o máchica o ceniza. Sus ropas olían a vinagre y sus pupilas se constreñían hasta volverse como diminutos agujeros de la noche. H exhalaba su cuerpo esquelético, H ocupaba el espacio y era el aire que se encendía en sus cerebros aturdidos por la náusea de la resaca. La droga más barata que el agua, la droga más barata que una caja de chicles, la droga más barata que el pan, se pasaba de mano en mano con ansiedad y desesperación, como es lógico, en medio de la clase de literatura.
Por eso decido renunciar. Voy hasta la oficina del rector. Es un hombre flaco y pálido que habla con la mano en la boca, como si tuviera problemas de aliento. Siempre lleva un traje cruzado, una corbata delgada y pantalones de basta ancha que le cubren unos zapatos negros, relucientes, encharolados. Tengo la renuncia irrevocable en mis manos. Solo quiero entregársela e irme. Hace demasiado calor en su oficina. Hay un ventilador justo frente a su escritorio para que el aire le llegue a la cara y pueda mantener su traje puesto. Pocas veces hemos hablado. Sospecha de mí como creo que sospecha de todos los que vienen de fuera. Cree que le van a robar el puesto. Su inseguridad se muestra cuando le hablas porque se toma las manos con insistencia, las gira todo el tiempo como si estuvieran bajo un lavabo. Se toca los nudillos. Le digo que vengo a dejarle la renuncia. Por qué se va, dice, fingiendo que le da pesar, pero se le nota el brillo en los ojos. Siento que mi vocación está en otra cosa, respondo. El sistema, este sistema educativo, recalco, forma ciudadanos útiles, ciudadanos a quienes luego el Estado o el mercado pueda explotar. Me niego a ser parte de la educación mediocre de este país. En efecto, responde el rector, visiblemente enojado. Queremos seres productivos, con valores. Ciudadanos comprometidos con la patria. Cuando dice patria, algo le late en el cuello. La palabra patria lo vuelve loco. Siempre la ha usado en los discursos. Siente a la patria como a una madre a la que no se puede defraudar. La patria es un invento para configurar una identidad, le digo. Estos chicos no saben cómo se ha construido esta nación, no tienen ni idea. Las clases de historia se la pasan dormidos o amodorrados por la droga. ¡Qué droga!, grita, molesto. Todos lo saben, respondo. Pero es mejor hacerse el tonto. Y el problema no es ni siquiera la droga que circula. El problema, si me lo permite, y me acerco a él para mirarle a los ojos, es un sistema ingenuo que cree que está formando seres humanos. Es un sistema mentiroso y cruel que premia a quien cumple los estándares, a quienes moralmente se alinean con sus valores éticos. Usted no sabe nada, dice, se la pasa en los billares con puros malandrines. Y me quiere dar clases de educación. Deje su renuncia con mi secretaria y váyase. No lo necesitamos, enfatiza. Me doy la vuelta hacia la puerta. El aire del ventilador me da en la cara. Entonces lo pateo con fuerza y cae, se desconecta. Lentamente deja de dar vueltas. Se lo voy a cobrar de su liquidación, me grita, cuando estoy a punto de salir. No respondo. Solo pienso que soy libre, que los presos son ellos.
Mireya, una funcionaria de la Casa de la Cultura de Manabí, es grande y despierta como ella sola. Blanca y sensual. Atiende una oficina diminuta de una extensión de un núcleo que no sirve para nada. Camina alrededor de su escritorio meneando la cabeza y el culo con estudiado ademán. Siempre está fumando, y un par de veces me la he encontrado con la mano en la entrepierna, dentro de su pantalón, mientras escribe con la otra. Me mira y no deja de hacerlo. Se sonríe y saca la mano suavemente. Parece que nada le sorprende. Toma el teléfono con los mismos dedos con los que ha acariciado su clítoris y contesta con gran seriedad. Ya se lo paso, dice. Me atiende. No sé qué decirle. Presiente mi nerviosismo. Qué quieres, papi, me pregunta. ¿Cuándo vienes a mi casa? Cuando quieras, respondo. Esta tarde, propone. De acuerdo. Qué querías. Nada, respondo. Solo verte. Conversar. Mejor anda a mi casa. Te hago unos bolones, papi.
Odio ese «papi» tan desenfadado, pero voy a su casa. Toco la puerta. Pasa, grita. Está sentada sobre el sillón y tiene a su hijo, al lado, desnudo. Le acaricia el pene y me observa con curiosidad. Mira cómo se le pone, dice. Muy duro. Lo toma del tórax, lo levanta y lo besa en la boca. Tienes hijos, pregunta. No lo sé, digo, y ella se ríe. Voy a dejar al bebe en su cuna. Sale y va hasta la habitación. El niño no llora. Es muy tranquilo, anota. Solo jode cuando tiene hambre. Es una casa de dos ambientes. En la cocina hay cuatro platos recién lavados, dos vasos de aluminio y una olla de presión boca abajo. Todo está limpio, demasiado limpio para ser verdad. Hago un barrido de la casa. Qué miras, pregunta. Nada, tu casa. Está todo muy ordenado. Es que soy maniática, responde. Para todo. Siéntate, ponte cómodo, tengo cerveza en la refri, sugiere. Abro la nevera. Solo hay seis cervezas, dos cebollas, una bolsa de leche y un frasco de mermelada. Saco una botella. Está muy fría. La destapo con los dientes y ella se ríe. Te vas a cagar las muelas, advierte. Ya las tengo hechas mierda, respondo.
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