Mira, esa es una pregunta interesante, aunque un tanto deprimente, que quizá te hagan tus amigos de la isla tropical: ¿verdad que todos, en algún momento u otro de una cena u otro acontecimiento social, hemos oído decir que las estrellas que vemos en el firmamento están todas extinguidas?
¿Es eso cierto? ¿Están muertas las estrellas?
Pues... No. No lo están. Al menos no todas.
Ahora lo veremos.
Vamos a suponer que una de tus tías abuelas, una pariente lejana a la que le gusta regalar jarrones espantosos a todo el mundo por Navidad, vive en Australia, concretamente en Sídney. Siendo como es una mujer chapada a la antigua, nunca manda noticias de sí misma a nadie excepto el día de su cumpleaños, en enero, cuando le envía a todo el mundo una foto de sí misma junto al buzón en el que está a punto de meter la foto. En el reverso de la postal escribe siempre lo mismo:
Hoy es mi cumpleaños.
Me encantaría oír tu voz.
Tu tía que te quiere.
Posdata: espero que te gustase el jarrón que te envié.
El problema está en que cada año te prometes que te acordarás de ella, pero no lo haces, y, como sucede siempre, cuando recibes la postal para ella ya no es hoy . Puede que ni siquiera sea enero. Y, como siempre, cruzas los dedos esperando que no se haya pasado el día entero junto al teléfono...
En cualquier caso, lo importante en esta historia es que es muy poco probable que la foto que se sacó a sí misma antes de enviar la postal, esa foto que tienes ahora en la mano, se corresponda con el aspecto que tiene ahora . Dada la poca información de que dispones, puede que incluso esté muerta, igual que algunas de las estrellas en el firmamento. No te preocupes: tu tía abuela está perfectamente, recibirás unos cuantos jarrones más y aún tendrás unas cuantas oportunidades más de convencerla de que se deje de postales y utilice el correo electrónico. Esa sería una opción más rápida, pero no sería instantánea. Nada es instantáneo. Con el correo electrónico, recibirías su foto algunas décimas de segundo después de que la enviase, con lo que una vez más existe la posibilidad de que haya muerto antes de que la recibas.
Con esto no pretendo sumirte en la paranoia ni hacerte creer que todas las personas que conoces han muerto. Intento más bien explicar lo que sucede en el espacio, donde el servicio de mensajería más rápido que existe utiliza la luz como instrumento de comunicación. Y esta, pese a ser muy rápida, está muy lejos de moverse instantáneamente. En el espacio exterior alcanza la inigualada, inigualable y vertiginosa velocidad de 299.792,458 kilómetros por segundo . La luz podría dar 26 veces la vuelta a la Tierra en el tiempo que te ha llevado leer esta frase. Es muy rápida, lo más rápido que existe, pero asombrosamente lenta si se consideran las distancias intergalácticas que estamos manejando.
Cuando una estrella brilla, su luz transporta una imagen de sí misma. Esta última avanza por el espacio a la velocidad de la luz y puede tardar mucho tiempo hasta que llega a nosotros. Eso significa que, efectivamente, es probable que las estrellas más distantes de nuestro firmamento se hayan extinguido ya. Pero no es el caso de todas ellas. El Sol, por ejemplo, todavía existe. Para ser más precisos, no sabemos qué tal le va ahora mismo pero hace ocho minutos y veinte segundos no se había extinguido.
Como vimos en la primera parte, la luz del Sol tarda unos ocho minutos y veinte segundos en recorrer los 150 millones de kilómetros que nos separan de él. Esto significa que si el Sol dejase de brillar en este preciso instante, tendríamos noticia de ese (considerable) problema en ocho minutos y veinte segundos. Significa también que desde la Tierra siempre veremos el Sol tal y como era hace ocho minutos y veinte segundos, y no como es ahora mismo . El Sol que reluce en lo alto de un día soleado nunca es tal y como lo ves cuando lo ves. Ni siquiera está donde lo ves. Durante los ocho minutos y veinte segundos que tarda en llegar a bañar tu piel, el Sol habrá recorrido aproximadamente 117.300 kilómetros en su órbita alrededor del centro de nuestra galaxia.
La luz más distante que hemos sido capaces de detectar en nuestro universo ha tardado 13.800 millones de años en llegar a nuestros telescopios, directamente desde el instante en que nuestro universo se hizo transparente.
Las enormes estrellas que empezaron a brillar unos pocos centenares de millones de años después de aquel momento han dejado de existir con casi total seguridad, pese a que su luz nos llega ahora y las hace visibles a nuestros ojos.
Puede decirse lo mismo de muchas otras estrellas situadas entre el Sol y los confines más lejanos de nuestro universo.
El 24 de enero de 2014, por ejemplo, los astrónomos vieron cómo una estrella explotaba en el firmamento nocturno en una galaxia muy, muy lejana. Lo vieron en directo, a medida que la luz de la explosión llegaba hasta sus telescopios. Por lo que a nosotros respecta, la estrella se apagó el 24 de enero de 2014. Pero alguien que viviese junto a ella habría presenciado la explosión tal y como se produjo in situ... hace 12 millones de años.
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Nadie puede viajar al otro lado del universo. Nadie puede teletransportarse hasta allá de manera instantánea. Bien mirado, explorar el cielo nocturno es como recibir postales individuales desde todos los puntos del firmamento, selladas en distintos lugares y momentos de la historia de nuestro universo, en función de cuándo y cómo emprendieron su viaje. Solo cuando combinamos el conjunto de esas postales desde las márgenes mismas del tiempo podemos reconstruir un mero fragmento del universo al que pertenecemos tal y como lo vemos desde la Tierra.
En la primera parte del libro viajamos a través de ese fragmento.
Hasta septiembre de 2015, si queríamos obtener información sobre el espacio exterior, la tecnología de que disponíamos no ofrecía muchas alternativas: había que usar la luz, sí o sí. No había otra forma de asomarse a los confines del cosmos. Eso ha cambiado, sin embargo. Ahora contamos con una herramienta capaz de detectar señales que hasta ahora nos habían sido esquivas. Una señal que se vale de la luz para viajar. El 11 de febrero de 2016 saltaba la noticia: se habían detectado, medido y analizado ondas en el tejido mismo que compone el universo. Se trataba de ondas no compuestas de luz. Como verás en breve, estaban compuestas de espacio y tiempo, que las ondas estiraban y comprimían a medida que fluían a través de todo a la velocidad de la luz. Los nuevos y especiales detectores de ondas han abierto una ventana a través de la que podemos explorar nuestra realidad: ahora estamos en condiciones de percibir cosas que no podemos ver mediante la luz. Y si te estás preguntando de qué se trata... No irías desencaminado si piensas en agujeros negros y el Big Bang.
Es cierto que todavía no sabemos qué percibirá este nuevo ojo. Por eso, antes de ponerte a aprender más sobre esas ondas y el desorbitado poder de sus fuentes, veamos qué es lo que hemos podido comprender capturando las luces que llegan hasta nosotros desde el espacio exterior.
Repito: a día de hoy, todo lo que sabemos del universo remoto proviene de la luz que llega hasta nosotros.
Para descifrarla y entenderla tenemos que descubrir exactamente qué información transporta la luz y cómo interactúa con la materia y los componentes de esta (los átomos) que encuentra a su paso en el espacio.
En capítulos posteriores de este libro te sumergirás directamente en el corazón de los átomos, pero de momento no necesitas saber nada sobre ellos. Dejémoslo en que los átomos pueden describirse como núcleos redondos rodeados por electrones rotatorios, y que estos últimos no están desperdigados al azar, sino organizados en capas alrededor del núcleo.
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