—Tengo que hablar con él —dijo Frank—. A solas.
—¿Por qué? —preguntó Billy.
—No se puede asegurar la confidencialidad abogado-cliente si hay terceras personas presentes. Se te podría llamar para testificar durante el juicio.
—Pero yo soy su entrenador.
—Lo siento, Billy. No existe ningún privilegio legal por ser entrenador de baloncesto.
—No me parece justo.
Frank les repitió su petición a los padres de Bradley.
—Yo me quedo —dijo el padre—. Quiero oír lo que tienes que decir. Yo soy el que te va a pagar.
—Si acepto el caso. Y no puedo decidir si lo hago o no hasta que no hable con su hijo, señor Todd. A solas.
El padre se quedó mirando fijamente a Frank, hasta que se rindió.
—El juez se ha negado a fijar una fianza. Dice que es un peligro público. Si acepta el caso, ¿podrá sacarlo de ahí?
—Podré.
—Es inocente, Frank.
Un padre creerá siempre a su hijo, pase lo que pase. El señor Todd salió de la sala. Su mujer fue detrás de él. Scooter y Billy los siguieron. Frank se sentó delante de Bradley Todd. Su expresión era la de un cervatillo que estaba siendo alumbrado por una linterna, parecía estar a punto de salir corriendo. Es lo que siempre ocurría cuando detenían a un ciudadano estadounidense. Cuando aparecía la policía, te esposaban, te leían los derechos Miranda, luego te llevaban a prisión, cogían tus huellas dactilares y una muestra de ADN con un frotis bucal. Te atenaza el miedo a Dios. El miedo a perder tu libertad. El miedo a prisión. A Bradley Todd le embargaban todos esos miedos. Frank descolgó el teléfono que tenía en su lado tras el metacrilato que les separaba y, con señas, le pidió a Bradley que descolgara el de su parte.
—Bradley, soy FrankTucker. Soy abogado penalista. Normalmente defiendo a hombres de negocios, no a jóvenes acusados de violación y asesinato. Así que, si voy a representarte, tienes que contarme la verdad, toda la vedad y nada más que la verdad. ¿Has entendido?
—Sí, señor.
—¿Violaste y asesinaste a Rachel Truitt?
Rachel Truitt era una estudiante de primer año en la Universidad de Texas, Austin. Tenía dieciocho años. Había sido brutalmente violada y estrangulada hasta la muerte detrás de un bar en la calle Sexta.
—No, señor Tucker. No la violé. No la maté.
—La policía encontró tu ADN en su cuerpo. Tu semen. ¿Mantuvisteis una relación sexual?
Bradley bajó la mirada.
—Sí, señor.
—¿El mismo día que fue asesinada?
—Sí, señor.
—¿Dónde?
—En el campo de baloncesto, después del partido,
—¿En el campo? ¿Dónde?
—En el vestuario de las chicas. No había nadie.
—Creía que estabas comprometido.
—Sí, con Sarah Barnes. Ella es estudiante de segundo año de universidad también.
—¿Pero mantuviste una relación sexual con Rachel?
—Intenté resistir la tentación, pero ellas se acercan mucho. Solo tengo veinte años, señor Tucker. En el instituto no me miraban. Pero en la universidad, si eres un deportista famoso, eres como una estrella de Hollywood.
—¿No te pusiste un condón?
—Nadie lo hace.
—¿No has oído hablar del sida? ¿O de las enfermedades de transmisión sexual?
—No nos preocupan esas cosas.
—Podrías contagiarle algo a tu prometida.
—No lo haré.
—¿Cuándo la conociste?
—¿A mi prometida?
—A Rachel.
—Diez minutos antes de acostarnos. No sabía ni su nombre hasta que lo leí en el periódico.
—Así que, ¿se acercó a ti cuando acabó el partido y diez minutos después estabais teniendo sexo en el vestuario femenino?
—Sí, señor. Me fijé en ella durante el partido. Me sonrió y me esperó hasta que terminó el partido.
—¿Te pasa eso a menudo?
—Sí, señor. Y no solo a mí.
—¿Cuántas veces te ha pasado?
—Puede que cinco.
—Encontraron su cuerpo ese mismo día, a medianoche. En la calle Sexta. ¿Dónde estabas aquella noche?
—Con mi prometida. En su apartamento.
—¿Está ella dispuesta a testificar?
—Sí, señor.
—¿Te someterías a la prueba del polígrafo?
—Sí, señor Tucker. Por supuesto que sí.
—¿Aceptas el caso?
El fiscal del distrito, Dick Dorkin, estaba sentado en el despacho del juez al lado de Frank. El juez Harold Rooney estaba sentado en su mesa, frente a ellos. Era por la tarde. Harold había ido porque Frank se lo había pedido; el fiscal del distrito lo hizo porque no tenía familia con la que pasar el sábado.
—Es culpable, Frank, y tú no representas a clientes que son culpables —dijo Dick—. ¿O no es así?
—Es inocente.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo miré fijamente a los ojos y le pregunté si había violado y asesinado a Rachel Truitt. Me dijo que no.
—Está mintiendo.
—Un chaval de veinte años no miente tan bien.
E fiscal del distrito miró al juez.
—Harold, no puedes dejar que Todd salga de prisión. Es culpable y un peligro para la sociedad. Se le ha pedido la pena de muerte, por el amor de Dios.
—Frank —dijo el juez—, podría fijar la fianza en cinco millones de dólares, pero su padre podría pagarlo con su tarjeta de crédito.
—¿A dónde quieres llegar? Eso es lo que pretendo, que salga de prisión bajo fianza.
—¿Que salga de prisión bajo fianza? —preguntó el fiscal del distrito, sin creérselo—. ¿Un acusado de violación y asesinato? Harold, no puedes hacer eso.
El juez exhaló.
—Frank, todos conocemos tu reputación. Tu regla. Estoy depositando mi confianza en ti. No me hagas parecer un tonto.
—No pasará, Harold.
—Fianza fijada —sentenció el juez.
«Tu palabra contra la mía». Pero ella estaba muerta. Él, en el estrado.
—Bradley, ¿violaste a Rachel Truitt? —preguntó Frank a su cliente.
—No, señor.
—¿Te acostaste con ella?
—Sí, señor.
Frank condujo a su cliente a que relatara todos los detalles del encuentro con Rachel en el vestuario de la cancha de baloncesto.
—Después de que se marchara, ¿volviste a ver a Rachel?
—No, señor.
—Aquella noche, ¿estrangulaste a Rachel hasta matarla?
—No, señor.
Hacía tan solo dos semanas que la victoria del equipo de fútbol americano de la UT y del campeonato nacional en el estadio Rose Bowl había desaparecido de todas las portadas de los periódicos de Austin, reemplazándolo por «el estado de Texas contra Bradley Todd». Los periodistas y los cámaras estaban apostados en la plaza, a las puertas de los juzgados del condado de Travis, en el centro de Austin. Los más curiosos habían madrugado para estar en primera fila, como si ese juicio por violación y homicidio fuese un reality show. Quizá lo fuera en Estados Unidos en el 2006. Frank pensaba que el caso Enron había sido un circo mediático, y lo había sido; pero un caso de un deportista famoso era un circo de tres pistas.
Eran los primeros días del mes de enero, y Frank se encontraba otra vez en el juzgado con un caso penal entre sus manos ante el juez Harold Rooney y contra el fiscal del distrito del condado de Travis, Dick Dorkin. Este no se había recuperado desde la absolución de la senadora de hacía dos años. La audiencia previa al juicio había sido polémica. El fiscal del distrito estaba decidido a condenar a Bradley Todd. Vencer a Frank Tucker. Convertirse en gobernador.
Frank había solicitado que el juicio se celebrara lo antes posible, de acuerdo con la ley de juicios rápidos, y rechazó todas las prórrogas que pidió el fiscal. Cuando la acusación no tiene pruebas, se presiona la celebración del juicio. Se fuerza a que se retiren todos los cargos o se acelera el proceso. La vida de Bradley Todd se había detenido: lo habían suspendido del equipo de baloncesto después de que las feministas y que la facultad acampara en protesta por el campus; era inocente hasta que se demostrara su culpabilidad en cualquier parte, con excepción de la Universidad de Artes Liberales; y seguiría siendo así hasta que el jurado llegara a un veredicto. Algo que ocurriría en cuestión de días.
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