Benito Pérez Galdós - Marianela

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Marianela, joven huérfana y de pobres atributos físicos, sirve de lazarillo de Pablo, joven ciego y de cómoda posición social, quien se enamora de la huérfana. Pablo, que sólo conocía el mundo a través de las descripciones que le hacía Nela y de las abundantes lecturas que le hacía su padre y que él recibía con avidez, jura a Nela que sus sentimientos hacia ella serán los mismos. Bajo la promesa de una vida juntos, Nela se entrega a la construcción de las más cándidas fantasías de vivir a su lado. Golfín, médico de mundo que llega a las minas para visitar a su hermano, se presenta a la vista del padre de Pablo como la encarnación de la providencia: Golfín es la única esperanza que posee Pablo para recuperar la vista.

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Moviose entonces ligero vientecillo, y Teodoro creyó sentir pasos lejanos en el fondo de aquel desconocido o supuesto abismo que ante sí tenía. Puso atención y no tardó en adquirir la certeza de que alguien andaba por allí. Levantándose, gritó:

—Muchacha, hombre, o quien quiera que seas, ¿se puede ir por aquí a las minas de Socartes?

No había concluido, cuando oyose el violento ladrar de un perro, y después una voz de hombre, que dijo:

—Choto, Choto, ven aquí.

—¡Eh!—gritó el viajero—. Buen amigo, muchacho de todos los demonios, o lo que quiera que seas, sujeta pronto ese perro, que yo soy hombre de paz!

—¡Choto, Choto!

Golfín vio que se le acercaba un perro negro y grande; mas el animal, después de gruñir junto a él, retrocedió llamado por su amo. En tal punto y momento, el viajero pudo distinguir una figura, un hombre, que inmóvil y sin expresión, cual muñeco de piedra, estaba en pie a distancia como de diez varas más abajo de él, en una vereda trasversal que aparecía irregularmente trazada por todo lo largo del talud. Este sendero y la humana figura detenida en él llamaron vivamente la atención de Golfín, que dirigiendo gozosa mirada al cielo, exclamó:

—¡Gracias a Dios!, al fin salió esa loca. Ya podemos saber dónde estamos. No sospechaba yo que tan cerca de mí existiera esta senda.... Pero si es un camino.... ¡Hola!, amiguito, ¿puede usted decirme si estoy en las minas de Socartes?

—Sí, señor, estas son las minas de Socartes, aunque estamos un poco lejos del establecimiento.

La voz que esto decía era juvenil y agradable, y resonaba con las simpáticas inflexiones que indican una disposición a prestar servicios con buena voluntad y cortesía. Mucho gustó al doctor oírla, y más aún observar la dulce claridad que, difundiéndose por los espacios antes oscuros, hacía revivir cielo y tierra, cual si se los sacara de la nada.

Fiat lux —dijo descendiendo—. Me parece que acabo de salir del caos primitivo. Ya estamos en la realidad.... Bien, amiguito, doy a usted gracias por las noticias que me ha dado y las que aún ha de darme.... Salí de Villamojada al ponerse el sol. Dijéronme que adelante, siempre adelante....

—¿Va usted al establecimiento?—preguntó el misterioso joven, permaneciendo inmóvil y rígido, sin mirar al doctor, que ya estaba cerca.

—Sí, señor; pero sin duda equivoqué el camino.

—Esta no es la entrada de las minas. La entrada es por la pasadera de Rabagones, donde está el camino y el ferro-carril en construcción. Por allá hubiera usted llegado en diez minutos al establecimiento. Por aquí tardaremos más, porque hay bastante distancia y muy mal camino. Estamos en la última zona de explotación, y hemos de atravesar algunas galerías y túneles, bajar escaleras, pasar trincheras, remontar taludes, descender el plano inclinado; en fin, recorrer todas las minas de Socartes desde un extremo, que es este, hasta el otro extremo, donde están los talleres, los hornos, las máquinas, el laboratorio y las oficinas.

—Pues a fe mía que ha sido floja mi equivocación—dijo Golfín riendo.

—Yo le guiaré a usted con mucho gusto, porque conozco estos sitios perfectamente.

Golfín, hundiendo los pies en la tierra, resbalando aquí y bailoteando más allá, tocó al fin el benéfico suelo de la vereda, y su primera acción fue examinar al bondadoso joven. Breve rato estuvo el doctor dominado por la sorpresa.

—Usted...—murmuró.

—Soy ciego, sí, señor—añadió el joven—; pero sin vista sé recorrer de un cabo a otro las minas de Socartes. El palo que uso me impide tropezar, y Choto me acompaña, cuando no lo hace la Nela, que es mi lazarillo. Con que sígame usted y déjese llevar.

II.

Guiado

Índice

—¿Ciego de nacimiento?—dijo Golfín con vivo interés que no era sólo inspirado por la compasión.

—Sí, señor, de nacimiento—repuso el ciego con naturalidad. No conozco el mundo más que por el pensamiento, el tacto y el oído. He podido comprender que la parte más maravillosa del universo es esa que me está vedada. Yo sé que los ojos de los demás no son como estos míos, sino que por sí conocen las cosas; pero este don me parece tan extraordinario, que ni siquiera comprendo la posibilidad de poseerlo.

—Quién sabe...—manifestó Teodoro—¿pero qué es esto que veo, amigo mío, qué sorprendente espectáculo es este?

El viajero, que había andado algunos pasos junto a su guía, se detuvo asombrado de la fantástica perspectiva que se ofrecía ante sus ojos. Hallábase en un lugar hondo, semejante al cráter de un volcán, de suelo irregular, de paredes más irregulares aún. En los bordes y en el centro de la enorme caldera, cuya magnitud era aumentada por el engañoso claro-oscuro de la noche, se elevaban figuras colosales, hombres disformes, monstruos volcados y patas arriba, brazos inmensos desperezándose, pies truncados, desparramadas figuras semejantes a las que forma el caprichoso andar de las nubes en el cielo; pero quietas, inmobles, endurecidas. Era su color el de las momias, un color terroso tirando a rojo; su actitud la del movimiento febril sorprendido y atajado por la muerte. Parecía la petrificación de una orgía de gigantescos demonios; y sus manotadas, los burlones movimientos de sus desproporcionadas cabezas habían quedado fijos como las inalterables actitudes de la escultura. El silencio que llenaba el ámbito del supuesto cráter era un silencio que daba miedo. Creeríase que mil voces y aullidos habían quedado también hechos piedra, y piedra eran desde siglos de siglos.

—¿En dónde estamos, buen amigo?—dijo Golfín—. Esto es una pesadilla.

—Esta zona de la mina se llama la Terrible—repuso el ciego indiferente al estupor de su compañero de camino—. Ha estado en explotación hasta que hace dos años se agotó el mineral de calamina. Hoy los trabajos se hacen en otras zonas que hay más arriba. Lo que a usted le maravilla son los bloques de piedra que llaman cretácea y de arcilla ferruginosa endurecida que han quedado después de sacado el mineral. Dicen que esto presenta un golpe de vista sublime, sobre todo a la luz de la luna. Yo de nada de eso entiendo.

—Espectáculo asombroso, sí—dijo el forastero deteniéndose en contemplarlo—, pero que a mí antes me causa espanto que placer, porque lo asocio al recuerdo de mis neuralgias. ¿Sabe usted lo que me parece? Me parece que estoy viajando por el interior de un cerebro atacado de violentísima jaqueca. Estas figuras son como las formas perceptibles que afecta el dolor cefalálgico, confundiéndose con los terroríficos bultos y sombrajos que engendra la fiebre.

—¡Choto, Choto, aquí!—dijo el ciego—. Caballero, mucho cuidado ahora, que vamos a entrar en una galería.

En efecto, Golfín vio que el ciego, tocando el suelo con su palo, se dirigía hacia una puertecilla estrecha, cuyo marco eran tres gruesas vigas.

El perro entró primero olfateando la negra cavidad. Siguole el ciego con la impavidez de quien vive en perpetuas tinieblas. Teodoro fue detrás, no sin experimentar cierta repugnancia instintiva hacia la importuna excursión bajo la tierra.

—Es pasmoso—dijo—que usted entre y salga por aquí sin tropiezo.

—Me he criado en estos sitios y los conozco como mi propia casa. Aquí se siente frío; abríguese usted si tiene con qué. No tardaremos mucho en salir.

Iba palpando con su mano derecha la pared, formada de vigas perpendiculares. Después dijo:

—Cuide usted de no tropezar en los carriles que hay en el suelo. Por aquí se arrastra el mineral de las pertenencias de arriba. ¿Tiene usted frío?

—Diga usted, buen amigo—interrogó el doctor festivamente—. ¿Está usted seguro de que no nos ha tragado la tierra? Este pasadizo es un esófago. Somos pobres bichos que hemos caído en el estómago de un gran insectívoro. ¿Y usted, joven, se pasea mucho por estas amenidades?

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