Matías Villarreal - Parálisis onírica

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¿Qué lleva a un joven de 26 años a sentir la necesidad de escribir sobre su trastorno de sueño adquirido en la infancia? Un recorrido año por año, a modo de túnel oscuro, absorbe al lector al sumergirse de lleno en Parálisis onírica. Con el pasar de las páginas, logrará involucrarse de forma íntima con el autor del libro que, desligado de secretos y a modo de exorcismo autobiográfico, decide hacer un relato minucioso de su infancia transcurrida en el conurbano bonaerense, en el seno de una familia con los valores conservadores de los 90. Por momentos, podrá, además, husmear en su adolescencia y seguir de forma sistemática los vaivenes de su orientación sexual.
Entre los años escritos, queda en estado de completa exhibición el momento en que —sin saberlo— adquiere esa estrecha conexión mental y corporal que se le presenta a la hora de dormir o antes de despertar, con la única misión de infligirle miedo atroz, sumirlo en la desesperación de no poder moverse y convertir su vida en el núcleo de una pesadilla de la que no parece despertar nunca. Las presencias grotescas que lo acosan vienen cada noche en la que no puede decirle a nadie que es homosexual. También lo visitan las noches posteriores a la ingesta de LSD y éxtasis que, junto a la música electrónica, lo dirigen a un trance que potencia mucho más sus dolencia, al punto de poner en duda su cordura. No descansar de forma completa puede ser devastador, pero se intensifica más cuando no se sabe por qué.
Muchos son los motivos por los cuales la escritura se vuelve una salida de emergencia y esta recopilación de memorias es la clara demostración de lo que ocurre cuando no sabemos cómo administrar la cantidad de información y experiencia que atravesamos, creyendo que estamos solos en el camino.

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1990

El 25 de octubre de 1990, después de una temporada de romance intenso, Carlos Villarreal y Beatriz García contrajeron matrimonio.

Él, con veintiún años y ella pisando los dieciocho, decidieron pronunciarse votos y se prometieron amor en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza. Se juraron amor de por vida hasta que la muerte los separe. Sellaron la unión con aplausos, lágrimas y risas. Dejaron su marca en el tiempo con fotos, vestidos de gala, y comiendo a lo grande, bailando hasta el amanecer, interactuando con las dos familias involucradas en la unión. Ahora en sus dedos descansaban unas alianzas de oro, gemelas, que los vinculaba de forma directa y legal.

1991

El calendario hace hincapié en el día catorce del mes de febrero, cuando Beatriz empezó a sentir náuseas y que una vida se alojaba en su vientre. Lo sentí desde mi primer atraso . Creyó que había un bebé en su interior, y una prueba de embarazo le dio la razón. Esperó sentada a Carlos y cuando lo vio atravesar la puerta, lo hizo sentar en la mesa. Le hizo un mate y, con los ojos llenos de lágrimas, anunció que estaba embarazada. —Si es varón, le vamos a poner Carlos Fabián —le dijo él totalmente decidido. —Se va a llamar Matías. Es un varón, lo sé ya. Algo me lo dice en todo el cuerpo —le respondió Beatriz y se fue corriendo a vomitar. Cuando hubo terminado con sus espasmos, desde el baño gritó: —Se va a llamar Matías Ezequiel. Ah, Feliz Día de los enamorados. Su voz sonaba con eco. Carlos ya se había acostado en el sillón y estaba sumido en un profundo sueño reparador que acompañaba con ronquidos, que apagaron el trayecto de la voz de Beatriz.

22 de octubre de 1991

Beatriz García se despierta a las cuatro de la madrugada. Su panza es enorme y un bebé ya formado del todo nada por sus entrañas y le recuerda que está vivo. Que están vivos los dos. Ella se toca la panza y sonríe. ¿Hoy salís, no? , se pregunta en voz alta. Carlos, a su lado, descansa con olor a alcohol en la boca. Ella lo mira, lo observa cuando duerme y se da cuenta de que puede amarlo sólo cuando está así de inerte y cuando no está haciendo estupideces o volviendo tarde a casa con los ojos enrojecidos. Se da cuenta de que está dejando de sentir ese lazo que los unía. Mientras tanto, toca su panza y sonríe. No quiere amar a un hombre borracho y pestilente. Ella sólo tiene amor incondicional para el hijo que lleva en el vientre. El sol amenaza con salir muy tímido y ella siente una punzada que le asegura que las contracciones no van a parar. Intenta despertar a Carlos y, como no consigue resultados, se levanta para preparar el bolso. Mete pañales, ropita de recién nacido, un perfume Baby Johnson , mientras se sostiene contra la pared porque una contracción asestó contra su estabilidad. Abre la canilla de la ducha y pone la radio a todo volumen en el equipo de música que ambos habían recibido como un regalo cuando se casaron. Carlos salta de la cama sin entender nada. Como si depositaran a un ser vivo en una olla llena de realidad líquida e hirviente, libre de toda anestesia y borrachera que apaga el cuerpo junto con la cabeza. La mira y abre grande los ojos. Entiende lo que está pasando y comienza a ayudarla. Las contracciones se vuelven más constantes a eso de las seis y media. Pero le llama la atención que no le duele como pensaba que le iba a doler. Quizás, sus expectativas del dolor de parir eran muy altas. También revolotea, en su cabeza, la idea de que si su bebé no le hace doler es porque algo malo está sucediendo. Piensa en un bebé flaco y sin fuerzas. Sin ganas de salir a conocer el mundo. La angustia invade su pecho. No siente dolores. Las contracciones disminuyen, pero el médico no puede entenderlo, el bebé parece venir en camino de todas formas. Siendo las 07:32 de la mañana, y con una tormenta de primavera que estallaba en el cielo con relámpagos parecidos a raíces de luz, Beatriz alzó su grito de guerra en el mundo sólo dos veces para que su bebé pudiera ser expulsado de su cuerpo y así poder transitar el camino de la maternidad, al que adornaría con gemas de experiencia. Un camino que ya se había descubierto desde los inicios, con esas nauseas tan premonitorias, y que ahora estaba preparado para ser transitado. La ausencia de dolor extremo que imaginaba sólo le dejó más tiempo para sonreír mientras se lo acercaban. Vio un cuerpo con muchos pelitos, un pelo negro azabache que adornaba la cabeza del recién nacido, que solamente lloró cuando le cachetearon las nalgas. Quedó enamorada de tan preciosa e hinchada creación que tenía en sus brazos. Le besó la frente para darle inicio al mismo lazo que los unía cuando él. Ahora estaban juntos para caminar en la vida. Carne con carne. Unidos para siempre en un mundo que se caía a pedazos, y del que mucho no importaba. Eran ellos dos, contra lo que pudiera pasar. Beatriz lloró de felicidad y bañó a su hijo en lágrimas. Carlos no había hecho el curso para presenciar el parto. Se adjudicó débil para esas cosas. Y durante esas horas se la pasaba tomando vino y comiendo asados con amigos nuevos que conseguía todo el tiempo. Cuando por fin pudo ver a su bebé en brazos, un brillo le iluminó los ojos, aunque no parecía entender lo que veía. —Está hinchado, ¿no? —dijo el reciente padre, dudando, pero siendo sincero. Se notaba a leguas que jamás había tenido un bebé en brazos, ni a sus hermanos menores. —Sí. Y es hermoso. Ahora está hinchado —le dijo Beatriz, reacia con cualquier crítica que pudiera deformar el concepto de su obra de arte viviente y chiquita. —Se va a llamar Matías Ezequiel —dijo Carlos para apaciguar la cara de ira de su esposa—. Tiene carita de Matías. Mi flaquito, hermoso. Con su pelo negro, parece un renacuajo. Ambos rompieron en llanto y besaron al bebé en la frente. Sus corazones palpitaban excitados y los hilos de sus almas empezaron a enredarse los unos con los otros, a unirse en un mundo que era uno y parte de los tres al mismo tiempo, en una burbuja y una comunicación eterna entre sus miembros. La familia se había formado. Unidos para siempre. Tres que eran uno. ¿El amor era eso?, se preguntaron los dos por dentro. Cada uno por su lado volvió a mirar al bebé de pelo negro que respiraba profundo y casi ni había llorado. No hizo falta responderse nada. La respuesta estaba presente siempre que posaran sus ojos sobre ese pequeño ser.

1996

Primeras parálisis

Papá tiene un gran problema con el alcohol y la cocaína, y yo estoy pisando los seis años de edad y sé que hay algo malo en mi casa. Ya no somos tres en la familia, mi hermana Belén llegó al mundo la calurosa mañana del veintisiete de febrero. Pero ni su neonata presencia, ninguna espada, pistola con sebitas ni los chasquibum pueden ahuyentar a semejante monstruo. Lo siento asomarse por la noche y caminar por la casa. Es una sombra negra, con olor a cerveza, que balbucea en un idioma desconocido.

La primera vez que lo vi fue cuando mamá estaba sumida en un sueño profundo y yo esperaba a que papá volviera de su noche de euforia y reviente. Tenía esperanzas de que lo iba a escuchar entrar por la puerta del living antes de poder apagar mis ojos.

Mi papá siempre aparecía cuando yo estaba dormido y después lo encontraba desmayado en la cama. Pero esa noche lo vi por primera y única vez. Entró en la casa y yo estaba espiando por la puerta de mi habitación. Su mirada, perdida; su paquete de cigarros, casi vacío.

Estaba sentado en la mesa y jugaba con una tarjeta. Daba golpes frenéticos y después apoyaba su nariz acompañada de lo que parecía un tubo chiquito. Respiraba profundo y tomaba cerveza.

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