José Calvo-González - Proceso y Narración

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Considerar que las identificaciones fáctico-jurídicas se encuentran prefiguradas por el propio marco de información factual que las reglas del proceso instruyen, simplifica la complejidad del problema de los hechos, mas no lo resuelve. Para su comprensión no basta con comprimirlos —mediante subsunción simple o doble (ponderación)– en figuras jurídicas. Es necesario recurrir, además, a la teoría de la norma y la teoría de la prueba. Pero para delimitar el perímetro de incertidumbre normativa, así como para conocer qué y cómo probar un hecho, antes se debe elaborar una reconstrucción en historia capaz de mostrar los hechos en acción y no sólo la acción de estos.Temas como el control narrativo de la coherencia de la cuestión fáctica, el artificio y las condiciones narrativas en que los hechos se construyen procesalmente, estándares de discursividad narrativa en las retóricas partidarias y retóricas de la imparcialidad desenvueltas por los protagonistas procesales, el compromiso del proceso con la verdad de los hechos, son parte del contenido que esta edición hace visible bajo el título de Proceso y Narración. Teoría y práctica del narrativismo jurídico.

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Sin embargo, y esto no debe obviarse, en ese relato que, como se ha visto, procede por acomodación o composición aproximativa entre las versiones de parte, o incluso si al cabo fuere un relato que tal vez no guardase demasiado parecido con ninguna de ellas —de ahí, en tal caso, el que resulta en un “reajuste narrativo”35— es lo cierto que no existe mérito narrativo más cabal que en las versiones precedentes.

Por tanto, si este narrador fija la ocurrencia histórica de los hechos que es su veredicto (de vere, con verdad, y dictus, dicho) y en cuanto tal una verdad contada junto o entre otras más, pero ya como la que dirime y zanja, como la “verdad judicial”, como la que hay que “tener por verdad”, traza precisamente allí la frontera de lo narrativo con la particularidad de hacerlo del otro lado de la misma frontera que diseña, de su lado “paranarrativo”.

Las consecuencias de esta detención o solución de continuidad en el estatuto narrativo de la “fijación” o “esclarecimiento” de los hechos, que proyectivamente venía siendo el de “verdad histórica”, son muy importantes, porque franqueada esa frontera no sólo se estabiliza o dilucida el pasado, sino que el pasado se decide dando a ver con ello una manifiesta voluntad de dominio que afecta al presente y, sobre todo, alcanza al porvenir en la condición de cosa juzgada36.

Es por eso que el sendero que bien pudo conducir al jardín del historiador o del crítico literario bifurca aquí haciendo que el ramal del narrador judicial marche por separado y en un rumbo diferente que nunca más volverá a reconducirse a aquel común punto de encrucijada. Ciertamente, por muchas que fueren las semejanzas entre aquellos y el narrador de la verdad judicial, lo que ésta tiene de “última palabra”37, unido a su incardinamiento en el ejercicio de un poder público que en la fuerza autoritativa de longo silentio con que la impone38 hace ante ella signo de adhesión, reconocimiento y obediencia39, constituye en efecto una diferencia poco borrosa; más aún, diría que imborrable40. No obstante, en favor al enfoque narrativista que he procurado desarrollar, me parece conveniente, tomando presupuesto en lo anterior, dibujar otro perfil de interés, porque creo que aquella diferencia debería explorar, además de la dimensión institucional y funcional de poder como verdad extrínseca y fluyente en la verdad de la verdad judicial, también lo relativo a la estructura motivadora de la decisión como verdad intríseca y fundante en la verdad de la verdad judicial.

Toda motivación, según la entiendo, en cuanto llamada a “dar cuenta” o “justificar”, tiene siempre una estructura narrativa, e incluso el revestimiento de un relato. Pues bien, si no parece muy problemático entender que la “última palabra” en las —llamémoslas así— “justicias” interpretativas de un historiador encuentra en la narración el soporte justificatorio del por qué, el para qué y el cómo se cuenta41, es claro también que las del crítico literario únicamente superan la arbitrariedad o el capricho cuando sus razones y argumentos son el relato que da cuenta de su lectura y, al mismo tiempo, el que sirve para justificarse ante los lectores en su tarea crítica. En ambos casos, tales narrativas creo que satisfacen de este modo, en cuanto a “la verdad” que proponen, las exigencias de justificación ad intra, para con el relato en que se formulan, como ad extra, respecto a la suspensión de incredulidad y adhesión del público narratario al que van destinadas.

A diferencia de lo anterior, parece que la motivación judicial de una decisión que establece por “la verdad“ una determinada verdad cumple otro objetivo. Desde luego, el narrador de la “verdad judicial” también razona y argumenta y así, dialéctica y consecuencialmente42, construye la ratio decidendi como relato justificatorio suficiente y razonable,43 aunque no siempre ni en todo caso; por ejemplo, de acuerdo a la doctrina constitucional, en especial al emplear las llamadas técnicas de “socorrismo”44 que —a veces sin demasiada garantía para el inherente riesgo que algunas de ellas comportan, aun in articulo mortis [de la motivación]— dispensan de motivar exhaustivamente, admiten la motivación por remisión o per relationem, o toleran la no explícita y hasta la tan siquiera no dicha45. Sin embargo, el esfuerzo narrativo de la motivación como expediente justificatorio que “da cuenta” de la preferibilidad de una determinada verdad como la verdad judicial será todavía deficiente, esto es, representará sólo una imperfecta motivación narrativa, si no revierte ad extra buscando contagiar la convicción electiva de su decisión a los narratarios directos, inter partes (partes y terceros procesales), y también, ultra partes, a los “indirectamente” interesados en la litis (comunidad jurídica, comunidad política, mass media); en definitiva, a toda la ciudadanía. Así ocurre cuando la motivación se pliega nuevamente ad intra, mostrando una función narrativa jurisdiccional donde “lograr la convicción de las partes en el proceso sobre la justicia y corrección de una decisión judicial” evita la formulación de recursos y, para el caso de que éstos lleguen a interponerse, facilita el control por Tribunales Superiores, incluido el constitucional a través del recurso de amparo46.

Así pues, la necesidad de suspender la incredulidad (suspension of disbelief)47 parecería que o bien se contempla únicamente de modo muy secundario, o bien cae fuera del propósito narrativo último de la motivación. Y esto no sólo puede observarse en términos generales. Se detecta también en los recursos llamados de aclaración (arts. 363 LEC, 161 LECr. y 267.1 LOPJ)48 y en el extraordinario de revisión (arts. 1796 LEC y 954. 3º y 4º LECr)49 que, conjugados al principio de intangibilidad de las sentencias firmes (ita ius esto)50, se hallan previstos para matizar o integrar más perfectamente esa verdad judicial. Porque ni la ininteligibilidad, ni la posible comisión de un delito como la prevaricación o el falso testimonio, ni la sobrevenida o ulterior aparición de pruebas o elementos desconocidos en su momento y suceptibles de modificar sustancialmente la apreciación de los hechos y el fallo subsiguiente, vedan —aparte otros problemas51— que las partes52 puedan continuar y permanecer incrédulas y hasta descreídas (frente a una verdad “inconvincente”, o peor aún, ante una verdad “sospechosa”).

Se ha de concluir, entonces, que el problema de la aceptación privada de la verdad judicial puede ser distinto y hasta independiente al de su aceptación pública, y más si aquélla posee fuerza ejecutiva para imponerse al exterior, tanto en lo privado como en lo público. Pero en tal caso, es igualmente preciso reconocer que para situar “la verdad de la verdad judicial”, excepción hecha de existir, ser admisibles y bajo qué condiciones determinados criterios de verdad empírica,53 quepa también acudir a criterios de oportunidad jurídica, o simplemente política, disponiéndolos en un artificio narrativo al servicio de la tutela de determinadas relaciones sociales y a las necesidades derivadas de ellas, lo que a mi juicio es en toda esta historia, de hecho, el metarrelato.

MÁS ALLÁ DE “LA VERDAD DE LA VERDAD JUDICIAL”

Ignoro si habré acertado a tejer la trama, a componer la intriga54 —conjunción de un explicar y un comprender— en torno a “la verdad de la verdad judicial”. Confío, al menos, haber alimentado y mantenido adecuadamente cierta inquietud.

Desde luego, inquietud es, en cualquier caso, lo que se experimenta tras encontrar siquiera haya sido sólo parte de lo que afanosamente se anduvo buscando. Mis hallazgos son, no me empacha el reconocerlo, muy modestos: así, he llegado a explicar que cierto tipo de verdad, la verdad judicial, se puede imponer como verdad, pero que esto no debe hacer perder de vista el tipo de verdades que pueden imponerse como verdad judicial; también, a comprender que cuando hablamos de la “santidad de la cosa juzgada”, como al hacerlo de otras cosas que en Derecho —y quizás no sólo en Derecho— juzgamos santas, tampoco debemos peder de vista, si no es a riesgo de descalificar cualquier proceso teórico, el carácter simulado, fingido, inventado, ideal de los conceptos más sagrados55.

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