Luz Larenn - Á(r)mame

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Dos mujeres; dos tiempos; un mismo crimen Sin familia ni amigos y con licencia por estrés; la psicóloga Audrey Jordan se desliza lenta pero segura a la depresión. Hasta que un día; cuando menos se lo espera; un mensaje anónimo y el asesinato de una joven extrañamente parecida a ella le dan la posibilidad de asumir una nueva identidad. ¿Es posible reinventarnos? ¿Puede un giro del destino borrar nuestras acciones y elecciones; y las de nuestros padres? ¿O siempre habrá algo oscuro y persistente que nos persiga? Un thriller que no puede dejar de leerse y mantiene al lector en vilo; narrado con ritmo muy ágil y diálogos inteligentes. Una novela que sostiene el suspenso y la intriga; que se cruzan con conflictos personales que acechan desde el pasado; hasta un final sorprendente.

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Para cuando estaba asomándome a la escena del crimen sentí una mano sobre mi hombro.

El poder hipnótico de dos grandes ojos verdes logró suspenderme en el tiempo.

–Don Hardy, mucho gusto –sentí cómo reguló su apretón de fuertes manos con cautela. “Qué atento”, pensé, y “qué machista”, noté.

–Yo soy…

–Verá –el oficial que me acompañaba intervino sin saber que me salvaba de tener que mentirle al jefe de Policía–, ella es la doctora Morgan –incómoda, bajé la vista.

El jefe Hardy se quedó inmóvil, mientras me observaba por unos pocos segundos eternos . “Mierda, ¡me atrapó! –pensé nerviosa–, seguro conoce a la tal Morgan y ahora me llevarán detenida, el titular dirá: ‘La loca de los pijamas’. ¡Cómo no me quedé en la cama…!”, pero para mi sorpresa se ofreció a escoltarme hasta la escena, mientras me solicitaba mi punto de vista.

Mis ojos se cerraron por acto reflejo unos pocos segundos esperando que la imagen desapareciera. Cuando volví a abrirlos antes de que alguien notara mi incoherente reacción, ella seguía allí, inerte y pálida, compitiendo con un tono de piel semejante al mío, ese que me hacía lucir las venas más azules. Se encontraba en perfecta calma y hasta podía absorberse la eternidad en su quietud. Enseguida me llamaron la atención sus zapatos, me impresionó caer en la cuenta de que yo tenía un par similar, me los había regalado Alex para mi cumpleaños de treinta. Eran cerrados, color azul francia, de taco bajo y con ribetes dorados. Iguales a los míos. Una electricidad me recorrió la nuca. Lo segundo que no pude evitar observar fue, a grandes rasgos, el gran parecido que teníamos, ambas con cabello oscuro pasando los hombros, ondas probablemente naturales, a juzgar por la falta de prolijidad, nariz pequeña y mentón aún más fino. De alguna manera, me parecía conocida. ¿La habría visto antes en algún lugar, o era solo un falso recuerdo de mi posible imagen en el espejo?

–¿Qué opina, doctora? –preguntó con soltura el jefe Hardy. ¡Y es que, desde luego, ellos estaban acostumbrados a algo así, yo en cambio me encontraba debutando!

Su trato era cálido, nada parecido a lo que hasta ahora había visto en la pantalla, bueno, y en la captura de mi padre, aunque era demasiado pequeña como para recordarlo con nitidez.

De hecho, noté que su trato era opuesto al de mi área de estudios, donde abundaban los hombres. Mientras que la mitad de ellos se creía Sigmund Freud reencarnado en el siglo XXI, la otra mitad se consideraba Jacques Lacan. Y por supuesto que de osar aspirar a formar parte del grupo selecto antes debía hacerme de una carrera colmada de premios con pie de mármol –jamás acrílico– y reconocimientos por mis tantos descubrimientos. Para los hombres, desde siempre, esto había sido más sencillo. Bastaba con saber qué hilos mover, así fuera jugando al golf.

Presa de la ansiedad, estaba a punto de soltar una sarta de respuestas sin sentido, cuando apareció uno de los detectives y de nuevo fui rescatada de la situación: “¿Ella es la psiquiatra forense que reemplaza a Richardson?”. Sonreí airosa, aparentemente aquel día todos los planetas parecían alinearse en mi provecho: aquello sí podría hacerlo, era psicóloga, pero además me habían entrenado para cosas por el estilo, ¿cuán difícil podría resultar?: no me solicitarían que medicase a la muerta. Mi ingenua conjetura me causó gracia e hice un gran esfuerzo por ocultar una sonrisa.

Mi reciente salvador se trataba de Cole Craighton, agente del jefe Hardy. A juzgar por su aspecto, tendría mi edad o un poco más, no mucho. Su rostro se encontraba endurecido y no era para menos: ninguno podía reír a carcajadas ante una escena como aquella.

Me extrañó su aspecto. Vestía pantalones pinzados color caqui, tirantes en la misma gama y una camisa cuadrillé debajo. Nada que luciese como un agente común.

Para cuando el breve cruce de palabras finalizó, Cole Craighton se retiró dejándome nuevamente a solas con Hardy, que me lanzó una mirada expectante.

–Necesito unos minutos –atiné a articular con voz armada y protocolar. La “nueva” voz de Morgan. Asintió y, dando algunos pasos hacia atrás, me invitó a apropiarme del lugar.

Observé el cuerpo como quien hace de cuenta que analiza un cuadro de museo. Muchos pueden pagar la entrada y merodear por sus pasillos, mientras que unos pocos entienden realmente de arte. Aquello me hizo ganar tiempo, tiempo que invertí en recordar lo aprendido en la universidad. Aunque mi carrera se había orientado hacia el psicoanálisis desde el inicio y solo trabajaba con vivos –sonreí de nuevo–, durante mi formación había pasado por cátedras de Criminología y había estudiado diferentes abordajes de la psicología criminal. No podía ser tan difícil. Tomatos, tomatoes.

La médica forense tomaba muestras al mismo tiempo que señalaba focos de interés para los fotógrafos, que se encontraban concienzudamente en plena tarea.

La víctima se trataba de una mujer en sus veinte, delgada y de estatura media. Más puntos que teníamos en común, exceptuando la edad. A su manera, ambas estábamos solas. Cuando llegué a Manhattan desde Gibraltar Lake, no había sido el acontecimiento más feliz, pero mi madre enferma me requería y supuse que, con el tiempo, terminaría por acostumbrarme a vivir aquí; después de todo, era el sueño de miles de personas, ¿qué podía salir mal? Y por un tiempo lo creí, cuando todavía mamá estaba con vida y parecía mejorar, cuando conocí a Alex y pensé que podía ser el indicado. Pero, como todo en mi vida, un golpe inesperado provocó que un día las cosas se fueran al cuerno: primero, la muerte de mi madre y, un tiempo después, el mal trago de darme cuenta de que Alex no se trataba del hombre de mi vida, ni cerca.

Alex parecía no conocerme, me planteaba ideas y hasta proyectos de vida –un bebé, como claro ejemplo– que me hacían dudar de si realmente estaba enamorado de mí o si necesitaba a alguien a su lado para cumplirlos, como un empleado que debía fichar su asistencia.

A menudo solía frustrarse y echarme la culpa por no querer sumarme a sus propuestas, su frase de cabecera era la típica: que yo estaba rota o que me faltaba una parte. Que me encontraba rota no era noticia nueva, pero no se llevaría los laureles por descubrirlo, sino que lo había estado desde hacía demasiado tiempo, desde el día en que mi padre había dejado de ser mi padre para convertirse en un “famoso” asesino serial norteamericano. A mis escasos siete años habíamos tenido que escapar, literalmente, de nuestra vida tal y como la conocíamos. Mi madre se ocupó de buscarnos un nuevo sitio para vivir y tramitamos el cambio de mi apellido por el de ella, Jordan. Ben Atwood se convertiría entonces en un completo desconocido para esa dupla de mujeres que comenzaba una nueva vida en Gibraltar Lake.

Pero las cosas en aquella época no se desenvolvieron de manera sencilla, nuestros últimos ahorros se habían escurrido en mi matrícula universitaria y mi madre terminó instalándose en Manhattan, movida por una oferta laboral que prometía un gran futuro para las dos.

La decisión de mudarme no fue difícil. Con Ezra habíamos terminado hacía algunos años y él parecía estar muy bien con Beatrice. Leanne ya tenía su propia familia y yo me limitaba a visitarlos una vez a la semana, ocupando el lugar de tía moderna que les llevaba los dulces que su madre no les compraba y respondía preguntas que sus padres no se animaban a contestar.

Pero un buen día me di cuenta de que mi rol allí se trataba de un relleno que todos los demás necesitaban para completar su existencia. Debía ir en busca de mi propia historia, lo irónico era que en Manhattan parecían estar pasándome las mismas cosas o incluso peores. Ciudad más grande o, al menos, con muchas más personas, tantas que me convertí en una cabeza más deambulando por las grises calles de altos edificios amurallados y rascacielos. Todo muy bonito para quien viniera de paseo una o dos veces, pero perdía la gracia para quien, como yo, lo tenía como un constante recordatorio de la falta de disfrute en su vida, de la culpa que provocaba no poder siquiera valorar el hecho de vivir en un lugar como este por, y ahora sí citando al contemporáneo ex novio, “estar rota”.

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