1 ...7 8 9 11 12 13 ...27 De haber existido en su niñez las escuelas de psicología que hoy conocemos, las endiabladas imágenes que contendían con su percepción de la realidad le habrían valido, sin lugar a dudas, un diagnóstico de esquizofrenia, sesiones de terapia y medicamentos incluidos, capaces quizá de “sanar” el núcleo mismo del que brotaba su creatividad.
Cuando, por fin, descubrió que las imágenes que tenía en la cabeza guardaban siempre relación con escenas reales que había contemplado previamente, pensó que había realizado un descubrimiento de capital importancia, y puso todo su empeño en identificar el estímulo externo que las había provocado. En otras palabras, antes de que los métodos de Freud alcanzasen notoriedad, practicaba una especie de análisis introspectivo que, al cabo del tiempo, llegó a ser casi reflexivo.
“No tenía que hacer ningún esfuerzo para encontrar una relación entre causa y efecto –señalaba– y, para mi sorpresa, no tardé en darme cuenta de que cuanto se me pasaba por la cabeza no era sino resultado de un estímulo externo”. [15]
La conclusión que extrajo de aquella experiencia no fue del todo alentadora, sin embargo. Si hasta entonces había considerado que sus afanes eran consecuencia de su libre albedrío, ahora no tenía otra salida que reconocer la influencia determinante de las circunstancias y los acontecimientos reales. De ser así, estaba claro que era poco más que un autómata, y siempre sería posible construir una máquina que funcionase como un ser humano, que actuase con la misma capacidad de juicio que nos procura la experiencia.
El joven Tesla desarrolló así dos conceptos que, si bien muy diferentes, resultarían cruciales para su futuro. El primero, que los seres humanos podían ser abordados como “máquinas revestidas de carne”. El segundo, que era posible humanizar las máquinas a efectos prácticos. Si, desde el punto de vista de las relaciones sociales, la primera hipótesis le haría muy pocos favores, la segunda lo zambulliría de cabeza en el enigmático mundo de los “autómatas teledirigidos”, como él los llamaba, o de la robótica, que diríamos ahora.
Cuando Nikola tenía seis años, los Tesla se trasladaron a la cercana localidad de Gospić. Allí fue a la escuela por primera vez, y tuvo ocasión de observar los primeros modelos mecánicos, entre ellos las turbinas movidas por agua. Construyó muchas y siempre disfrutaba a la hora de ponerlas en marcha. Leyó también una descripción de las cataratas del Niágara que lo impresionó hondamente. En su imaginación, sólo veía una inmensa rueda, movida por aguas que se precipitaban al vacío. Incluso le dijo a un tío suyo que, algún día, iría a América y pondría en marcha tal idea. Treinta años más tarde, al contemplar su sueño hecho realidad, exultante, Tesla se maravillaba de “los insondables vericuetos de la mente”.
A los diez años empezó a ir al instituto, un edificio de nueva construcción, dotado de un laboratorio de física bien pertrechado. Los experimentos que llevaban a cabo sus profesores lo dejaban boquiabierto. Aunque allí salieron a la luz sus increíbles dotes para las matemáticas, su padre “andaba de cabeza cambiándome de grupo”, porque no soportaba las clases de dibujo artístico.
A lo largo del segundo curso, se obsesionó con la idea del movimiento continuo producido por una presión constante de aire, así como con las posibilidades del vacío. Aunque ardía en deseos de meter en cintura tales fuerzas, la verdad es que durante mucho tiempo sólo dio palos de ciego. Hasta que, como recordaría más adelante, “mis inquietudes se concretaron en un invento que me llevaría hasta donde ningún otro mortal había llegado”. Todo encajaba con su quimérico sueño de poder volar.
“No había día en que no me desplazase por los aires hasta regiones remotas, sin llegar a entender cómo me las componía –recordaría más tarde–. Hasta que di con algo tangible: una máquina voladora, que consistía en un eje rotatorio, unas alas abatibles y […] un vacío que proporcionaba una energía inagotable”. [16]
Lo que construyó en realidad fue un cilindro que giraba sobre dos cojinetes, rodeado de una especie de artesa rectangular en la que quedaba perfectamente encajado. Una plancha cerraba la cara diáfana del cajón y dividía el eje cilíndrico en dos secciones completamente estancas, gracias a unas juntas deslizantes que ajustaban herméticamente. Puesto que una de las secciones quedaba aislada y sin aire, mientras la otra seguía abierta, el resultado final, en opinión del inventor, sería el movimiento continuo del cilindro. Cuando lo hubo concluido, el eje giró levemente.
A partir de aquel momento, realizaba mis cotidianas excursiones aéreas en un vehículo cómodo y lujoso, digno del rey Salomón –aseguraba–. Hubieron de pasar unos cuantos años antes de que cayese en la cuenta de la presión directa que la atmósfera ejercía sobre la superficie del cilindro y de que una rendija era la causante del leve movimiento giratorio que había observado. Aunque me llevó tiempo comprender lo que había sucedido en realidad, el choque fue muy doloroso. [17]
Durante la época del instituto, lugar que probablemente no estaba a la altura de sus capacidades, se vio aquejado de “una grave dolencia o, más bien, de varias; tan malo me puse que los médicos me desahuciaron”. Pero mejoró y, durante la convalecencia, le permitieron leer. Pasado un tiempo, le pidieron que catalogase los libros de la biblioteca de la localidad, tarea que, como más tarde recordaría, le puso en contacto con las primeras obras de Mark Twain. Atribuía su milagrosa recuperación al profundo regocijo que le brindaron. Por desgracia, esta anécdota tiene todas las trazas de ser espuria porque, en aquella época, Twain no había escrito casi nada que fuera tan sobresaliente como para cruzar el océano y recalar en una biblioteca pública de Croacia. Sea verdad o no la anécdota, el caso es que a Tesla le hacía gracia y la daba por buena. Veinticinco años más tarde, tuvo la oportunidad de conocer al gran humorista en Nueva York, le habló de aquella experiencia y, según refería, se llevó la sorpresa de ver que el escritor se echaba a llorar.
El chaval continuó los estudios en el instituto superior de la localidad croata de Karlstadt (Karlovac), un paraje llano y pantanoso donde, como era de esperar, sufrió repetidos ataques de paludismo. Gracias a su profesor de física, sin embargo, las fiebres no fueron un obstáculo para que desarrollase un enorme interés por la electricidad. Cada experimento que presenciaba despertaba “miles de ecos” en su cabeza, y soñaba con seguir una carrera que le permitiera investigar y experimentar.
Cuando volvió a casa de sus padres, se había declarado una epidemia de cólera en la región y contrajo la enfermedad. Obligado a guardar cama, casi sin fuerzas para moverse durante nueve meses, por segunda vez se temió por su vida. Recordaba cómo su padre se sentaba junto a su lecho para darle ánimos, mientras él aún sacaba fuerzas de flaqueza para insistirle: “Si me dejases estudiar ingeniería, a lo mejor me ponía bueno”. El reverendo Tesla, que siempre se había obstinado en que Nikola siguiera la carrera eclesiástica, movido a compasión en circunstancias tales, cedió.
Lo que sucediera a continuación no deja de ser un poco confuso. Tesla fue llamado a filas para un servicio militar de tres años, panorama que le disgustaba más si cabe que la vida religiosa. Más adelante, nunca volvió a referirse a ese periodo, salvo para recordar que su padre le había aconsejado que se pasara un año vagando y durmiendo en las montañas para restablecerse por completo. El caso es que anduvo durante ese año perdido en el monte y no hizo el servicio militar. Algunos de sus familiares, por línea paterna, eran oficiales de alta graduación. Es muy probable que movieran los hilos precisos para eximirle de sus obligaciones militares por razones de salud. [18]
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