Claudio Bertoni - Sentado en la cuneta - Una carta

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Sentado en la cuneta - Una carta: краткое содержание, описание и аннотация

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Sentado en la cuneta se publicó originalmente en 1990, en Santiago de Chile. El texto ha sido incluido, con muchas modificaciones, en las antologías Dicho sea de paso (UDP, 2006), y Qué culpa tengo yo (U. de Talca, 2012).Esta edición se basa en la versión original e incorpora algunos elementos acordados con el autor de la reedición de 2006. A su vez, Claudio Bertoni sugirió varios cambios nuevos que pretenden agilizar algunas asperezas de la obra sin comprometer su atmósfera inicial.Sentado en la cuneta, Una carta y se queda en su ritmo, su tristeza compartida e inefable a la vez, que alivia y corroe, que es rencor y es amor, olvido e insistencia, que es enfermedad y vigor, reclamo y suplica, que es ausencia y es presencia de los amigos, de los conocidos, de las mujeres. En especial de una mujer que nos destruye. De la destrucción que nos ejercemos nostros mismos. No es porque crea queambos textos se construyan en base a dicotomías. Es, en realidad, justo lo contrario: las oposiciones no se concretan porque todo es igualmente importante.Tanto la ausencia como la presencia. Tanto la identificación con quien padece como su opacidad que nos separa y, en esa separación, produce el hambre que genera lo inasible. Porque no es solo que todo sea igualmente importante. Es que todo se alimenta con todo, se afirma, se desarma, se hace invisible en las palabras de Claudio Bertoni.Y a la vez decir las palabras suena demasiado concreto, definitivo para un texto que se juega en lo indecible. ¿Cómo se cuenta el deseo? Nos condena a estar en un eterno balbuceo, en un tartamudeo que es la fuerza de estos textos -que son la vida también-y que nos nutren y que nos roen y nos tragan.

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y del Juanito

enamorado el pobrecito

¡Qué será!

y de su nariz de Pomponio y de ebrio consuetudinario

¡Qué será!

y de su enanismo

¡Qué será!

de su transpiradismo, de su alientismo, de su feísmo y hasta

de su monstruismo

¡Qué será!

un día le sobró pintura roja

y nos esperó feliz con la brocha en una mano

y con el tarro en la otra.

Había pintado las ampolletas

de la terraza, de la entrada de la cocina, de la entrada del living y del garage

con pintura roja como un lupanar

y se reía ji ji ji con su risita de Mishkin

como si las hubiera hecho de oro.

Y una memorable vez y enamorado

se hizo un “solo”

pero no de clarinete.

Estaba perdidamente enamorado

(¿y no está uno siempre perdida- mente

enamorado?)

de la María Q

una mapuche de película

enorme

buenamoza

peleadora

y un día que perdió el “dominio de los cinco sentidos”

como después nos dijo

al oler una enagua de la María sobre la cama

se hizo la que usted tanto se hace

ahí mismo sobre la cama y lo pilló la dueña de la prenda del desvarío

y enmudeció.

Pero después no enmudeció

enrojeció de ira

y no sabía cómo decir

cómo nombrar lo que había sucedido

y se lo dijo así a mi mami:

“Sra. Bertita

el Juanito se hizo un solo en mi cama”.

Yo no lo podía creer.

Al principio creí que se trataba de un instrumento

que el Juanito –por amor a la María– había tomado clases de quena

o de flautín

o de algo.

Pero no.

Se trataba de la vieja y dulce manflinfa

de nuestra tierna y el amiga: de la infaltable paja.

De todas maneras Juanito marchó al exilio.

Creo que desapareció por un tiempo.

La María no lo quería ver ni en pintura.

Después, creo, después de no sé cuánto

(si de meses, si de un año)

volvió

empezó a limpiar los vidrios de nuevo

empezó a virutillar y a limpiar los vidrios de nuevo.

Y un día la María Q –también de nuevo– le habló, le dirigió

la palabra y lo miró.

No me acuerdo cuánto duró esto.

Ni cu ándo partió el uno ni cuándo

partió el otro. Pero de que los dos partieron de eso sí

me acuerdo.

De Juanito supe que lo habían atropellado. Que había

quedado cojo y que había venido un día con su mamá. Que

ahora trabajaba estacionando autos frente al Congreso y que

había entrado una vez más –y salido– del manicomio y del

delirium tremens.

A veces uno veía al Juanito con la vista ja como un guijarro delante suyo.

Daba miedo verlo. ¡Quién sabe qué es lo que estaba pensando!

Quién sabe qué es lo que pensaba. Qué es lo que podía pensar

el Juanito. ¡El vericueto del pensamiento del Juanito!

Y su cara no era de rapto ni de dulzura. Su expresión era dura

fija

detenida.

Era la del que se encontraba

frente a su inexorable erro. Ahí tenía su guerra

–él y su erro–

La guerra con su erro.

Juanito y su fierro.

Y otras veces muy ebrio también

se quedaba así

mirando jo delante de sí. Entonces su expresión era de pena.

De una pena que arrastraba y que conocía y que nos decía

que nadie conocía como él y que no le importaba o viceversa

ni concebía el tipo de penas que uno decía pensar

que conocía. Esta pena suya era de erro también.

Lamentablemente para él, que la habría deseado sin duda y

probablemente blanda como el lóbulo de una oreja –¿el de

una oreja de la María Q tal vez?–.

En estos casos y en estas meditaciones el Juanito al final se

deshacía, perdía la cabeza, quedaba acéfalo, llegaba hasta el

cuello no más. Y así descansaba el Juanito: lloraba y se aliviaba

al n un poco y eran unas pocas lágrimas que le caían como

piedras. Duras como el erro y porosas y ariscas y unidas

por el agua dulce al ojo.

Y verlo llorar lo aliviaba un poco a uno también.

y de la María Q

¡Qué será!

(tuvo una guagüita incluso más bonita –si eso es posible–

que la misma María Q: ¡la Llanquirai!)

y del Alfonsito

y sus tapitas de gaseosa con el asiento de bicicleta Spur

clave para ganar una, dos, tres y más bicicletas y que

canjeaba por cajas de zapatos llenas de otras tapitas

y por dinero

y de la mamá del Alfonsito –vieja catete no más– tocando la radio a todo chancho

y con la ventana abierta el papá del Juanito diciéndole:

“¿Por qué no apaga su huevadita, señora?”

¡Qué será!

y del papá del Jaimito

(Jaimito que murió a los doce años de edad de leucemia

–y nos da miedo y eriza los pelos

el solo verla morder a un niño–

y que me prestaba su bicicleta roja de gruesas negras ruedas

y que fue el primer muerto que yo vi

el primer amigo muerto que yo vi)

¡Qué será!

(años después

lo vi un día dando la vuelta

desde Irarrázaval por Román Díaz

con un cambuchito de café en la mano

como el doctor Chapatín)

y de la Mirenchu

que cuando creció se transformó según Marcelo en “asesina”

¡Qué será!

y de la Rucia del primer piso del bloque dos pisos debajo del

Nano, de la Marilyn Monroe, de la Zsa Zsa Gabor, de la Jayne

Mansfield de los edi cios que andaba con el C. R. cuando era

entrenador del Iberia (o del Palestino) y después o

simultáneamente con el moreno de anteojos de la camioneta

roja pick-up Ford 56 y casado y casada ella también y con gafas

sobre un ojo morado y que nos tenía a todos locos con sus

faldas ceñidas. ¡Sin ropa interior fue un día a la verdulería

en su falda ceñida blanca! ¡¿Qué quería esa mujer?!

Piiicooo

responde suave como la brisa el coro.

Y de su nariz puntiaguda de cirugía

¡Qué será!

y de la costurera de los G

esa vieja colorina con huecos de cráneo al descubierto y patuleca

como esa muñeca de trapo, la Patila

¡Qué será!

y del mismo dueño de la casa y don P

¡Qué será!

y de sus estampillas

cuando le preguntaban si era filatélico

decía que sí

–que era “sifilítico”–

y se reía

A mí me convirtió a la filatelia

y al Rucio Fernández

¡y a cuántos más!

Incluso llegué al extremo de comprar pinzas

unas con la punta tableadita y plana

especiales para tomar estampillas que hay.

Me compré un álbum de sellos chilenos

y abandoné la frivolidad de coleccionar sellos extranjeros por lo “bonito”

y por los pajaritos y ores multicolores que traían

y me dediqué a coleccionar parcos y fomes –aunque sin duda

profundos y al hueso–

sellos nacionales.

Me compré los dos catálogos de (la) SOCOPO

y aprendí a ver la filigrana

ese timbre de agua al reverso de las estampillas

filigrana uno, dos, tres y cuatro

depende para dónde mire la punta del escudo chileno que constituye la filigrana

y sin filigrana también, claro, como todo en la vida.

Donde don P la tina de baño era siempre una laguna sobre la que

cual nenúfares o envoltorios de caramelo

otaban sobres y papelitos de los que se despegarían las estampillas

que después había que poner a secar en vidrio

en las ventanas del baño

en el lavatorio

en los ancos del lavatorio

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