–Adolfo Pérez Esquivel
Buenos Aires, 12 de septiembre de 2017
ADVERTENCIA PRELIMINAR
Escribí esta crónica en castellano, pero pensando en la traducción francesa (Milagro Sala. L’étincelle d’un peuple será publicado en noviembre de 2017 por Editions des Femmes), lo cual justifica cierto exceso de información, acaso inútil para el lector argentino. Sin embargo, he decidido dejar el texto tal como será leído en otras comarcas: la experiencia me indica que no todo lector está al corriente de todo y, como decíamos en la Argentina de mis tiempos, “mejor que zozobre y no que fafalte”. Cuando hace más de veinte años escribí mi biografía de Eva Perón, esa vez en francés, supuse que en mi país los datos que allí daba resultarían pan comido –hasta llegué a decirme que ese libro no era para los argentinos–, pero no ha sido así. Invito al lector que no necesite tantas explicaciones a salteárselas sin el menor empacho, y hago votos por que el que sí las necesite se entere de una historia alucinante que está sucediendo en la Argentina de hoy.
Pensamientos de ida
¿Cómo no comprender la irritación provocada por la indiecita de un metro cincuenta que, de buenas a primeras, implementando un “Estado paralelo”, hacía ella lo que el gobierno se olvidaba de hacer?
Acto por los quince años desde la fundación de la Tupac Amaru, en 2014.
“Yo no la voy a liberar”, dijo el gobernador, martilleándose el pecho con el índice. Yo. Lo rodeaban sus ministros y los jueces, designados, es de suponer, según las reglas del arte, tal como el propio gobernador –miembro de ese viejo Partido Radical que, salvo deshonrosas excepciones, fue digno de respeto– había sido votado por una importante mayoría. Sin embargo, ni él dudaba en pronunciar el pronombre personal, ni a nadie a su alrededor se le ocurrió murmurar, aunque fuera en sordina, la palabra “ley”.
Rumio la escena, sacada de algún diario argentino, a bordo de un largo vuelo París-Buenos Aires, seguido de inmediato por un breve, aunque azaroso, Buenos Aires-Jujuy. Quince horas de viaje que deberán acercarme al escenario de los acontecimientos, allí donde Milagro Sala está presa porque un gobernador llamado Gerardo Morales lo ha decidido. Él, en persona. Algo en ese “yo”, lanzado tranquilamente ante unos periodistas que no demostraron la más mínima sorpresa (de lo contrario le habrían preguntado por qué lo dijo, cómo era posible que un hombre político se arrogara el derecho de señalarse a sí mismo declarando, muy suelto de cuerpo, sus intenciones secretas), ha logrado arrancarme del apacible campito donde vivo, en el centro de Francia, y me ha impulsado a ir. A ver qué pasa, quién es ese señor que se autodenomina Yo y, por encima de todo, quién es Milagro. Sé muy poco sobre ella, apenas lo que todo argentino, sea cual fuere su lugar de residencia, ha leído en la prensa. Que está en la cárcel por asesina y por ladrona, según algunos y, según otros, por haberse atrevido a realizar aquello que creímos perdido entre las nieblas de la Historia: una revolución. En mi país, el abismo abierto entre una versión y otra no proviene de ahora: conocí desde siempre lo que en la actualidad se denomina “grieta”, hondo tajo que en los orígenes de nuestra ciudadanía separaba a federales de unitarios, luego a peronistas de antiperonistas y hoy, a kirchneristas de antikirchneristas. Étnicamente hay varias Argentinas, por suerte, pero política (y periodísticamente), solo dos.
Acerca de esa provincia de Jujuy, al noroeste del país y casi boliviana a ojos porteños, tampoco sé gran cosa, exceptuando la imagen de tarjeta postal con la llama y el cardo, aunque quizás me ayude el haber vivido justamente en Bolivia durante mi adolescencia. En los años cincuenta tuve el privilegio de asistir muy desde adentro a una de las primeras revoluciones latinoamericanas del siglo xx, la del MNR –Movimiento Nacionalista Revolucionario–, cuando los mineros armados desfilaban frente al Palacio Quemado, en La Paz. (Desde adentro, ya que mi propio padre trabajaba junto a esa revolución boliviana que, como tantas, terminó por caer). Entre varios otros pecados, cometidos o no, a Milagro se la acusa, sin ir más lejos, de haber atesorado quinientas armas para defender su movimiento, o para ir al ataque. Han de ser silenciosas, las armas, si se piensa que ni uno solo de sus seguidores –los militantes de la asociación barrial Tupac Amaru, creada por ella en homenaje al dirigente indígena alzado contra el poder colonial en 1780 y desmembrado en la plaza pública por cuatro caballos atados a sus brazos y sus piernas, lanzados hacia los cuatro puntos cardinales–, ni uno, decía, disparó un tiro desde que ella está detenida en el Penal de Alto Comedero, junto a la capital de la provincia.
Poco más tarde, a mi llegada a la ciudad norteña, el marido de Milagro, Raúl Noro, me entregará unas páginas de su autoría que servirán para ilustrarme acerca de una historia poco desarrollada en nuestros libros escolares, al menos los de mi época, donde la civilización del noroeste ocupaba un par de líneas, y eso con suerte. Historia que, de no ser por Milagro, tampoco ahora preocuparía a nadie.
El texto de Noro me permitirá refrescar ciertas nociones, bienvenidas para entender las diferencias entre el noroeste y “nosotros”, vale decir, los argentinos del centro y del sur. Diferencia geográfica, diferencia histórica: entre mis pampas originarias –las de Buenos Aires, las de Santa Fe, las de Entre Ríos, donde se aposentó, en el siglo xviii, mi familia materna y, a comienzos del xx, la paterna– y esta región reseca, enclavada entre montañas violetas, no hay muchos puntos en común. Llanuras húmedas, infinitas, las de la pampa, donde las vacas escapadas de los barcos españoles se volvieron un ganado salvaje y donde el caballo pareció convertir a los indios tehuelches o pampas en lo que de verdad eran, como si desde siempre les hubiera estado faltando entre las piernas y al montarlo se completaran. Indígenas que nunca habían construido nada, ¿para qué?, si bastaba con hacerse una carpa, que nunca habían sembrado nada, ¿para qué?, si era suficiente con enlazar una vaca sin dueño y, cuando lo tuvieron, con organizar malones que se alzaban con esas vacas y, de paso, con las mujeres blancas, pero que adoptaron el animal venido de lejos como si lo reconocieran. Ellos robaban caballos, vacas y mujeres; los españoles y después los argentinos les robaban las tierras: el origen de las estancias argentinas fue la “oreja de indio”, prueba fehaciente a presentar ante las autoridades a fin de recibir, por cada indígena debidamente desorejado, inmensos territorios. Libres, señores del desierto, y condenados a no dejar ni un rastro de su paso, pampas o tehuelches desaparecieron hasta el último durante la Campaña del Desierto del General Roca que, hacia 1870, los eliminó del mapa a fin de permitir el trazado del ferrocarril inglés. Último episodio, la inmigración. Al aprovechar las posibilidades de una tierra donde todo crece, italianos, judíos, alemanes, gallegos, suizos, galeses, búlgaros, sirio libaneses iniciaron una era desconocida en un país donde nadie había visto hasta entonces una lechuga.
En Jujuy hubo más burros o mulas que caballos, difícil galopar por terreno escarpado. Tampoco hubo inmigrantes, lo que equivale a decir que no hubo sangres múltiples: exceptuando a las clases altas de origen español, la población es indígena pura, o bien, un puro producto del mestizaje indígena-español. Dicho en otras palabras, un genuino producto de la violación. Lo que sí hubo, retrocediendo en el tiempo, fue un imperio, el incaico, que edificó ciudades y dominó a otros pueblos, entre ellos los aymaras. Imperio cuya organización demasiado perfecta (Carlos Fuentes calificó de fascistas a los regímenes inca y azteca) dejaba escaso margen para la libertad individual, lo que sirvió a los españoles para someter a una población acostumbrada a la obediencia. Muerto el Inca, y con alguna salvedad –la sublevación de Tupac Amaru o la que en Jujuy culminó en la batalla de Quera con la derrota indígena–, los súbditos del imperio vencido siguieron inclinándose igual que siempre.
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