Uriel Quesada - La invención y el olvido

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En este libro Uriel Quesada despliega su talento narrativo y aguda percepción de las personas para explorar, con compasión y humor, los avatares de clarividentes, cantantes que alimentan su arte de tragedias ajenas, vagabundos perdidos en ciudades imaginarias o burócratas a cargo de sofisticadas tecnologías y organizaciones que capturan y modifican la realidad. Siete cuentos cuentos sobre la vida como una constante invención y sobre las muchas formas en que la memoria retiene o deja ir nuestras vivencias.

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Jueves 13 de julio de 1994, 7:15 a.m.

Para algunos pacientes, la terapia de hipnosis es un gozo. Se dejan ir, son dóciles, nos abren todas las puertas a los hipnotistas. Por esos pacientes también, el establishment médico desconfía e incluso nos detesta. Muchas personas me han contado que sus doctores les recomiendan nunca hacer hipnosis. Afirman que no hay resultados científicamente probados, pero de inmediato advierten del peligro de que los hipnotistas podamos meterles ideas a los pacientes. Lo que se presenta como un dilema ético es, a final de cuentas, un asunto de poder. ¿Quién dice que un psiquiatra o un psicólogo no impone sus ideas en la mente (y el corazón) de quien lo visita? Cuando alguien viene a verme usualmente ya ha pasado por muchas sesiones de terapia regular sin haber logrado el menor alivio. Somos personas como yo quienes les permitimos a quienes sufren llegar a respuestas, aunque estas puedan parecer poco convencionales. Ahora bien, si el paciente no quiere o no puede dejarse ir por la hipnosis, poco se puede hacer. Me ha tocado tratar a algunos desesperados que ni aún después de muchos intentos han sido capaces al menos de relajarse y disfrutar la sensación entre el sueño y la vigilia que provee una sesión de hipnosis. No puedo evitar esa reflexión cuando pienso en Q (he decidido llamarlo así para aplacar su desconfianza; me ha dicho que podríamos seguir adelante únicamente si no usaba su nombre en este cuaderno de notas. Y aunque usualmente trato de ser muy estricto en mis políticas respecto a los pacientes, por alguna razón que no me explico he preferido ceder, al menos por ahora).

Hoy Q estaba a las puertas de mi consultorio unos minutos antes de que yo abriera. Parecía ansioso por empezar su terapia, pero perdimos tiempo valioso en el relato de un sueño. “Es una de mis pesadillas recurrentes”, me dijo. “Siempre ocurren en un hotel. A veces es un edificio moderno, a veces es muy modesto. En esta ocasión, era realmente lamentable: sucio, se caía a pedazos, no tenía ni siquiera ascensor. Yo me asomaba por las ventanas y el paisaje al otro lado era seco, sin nada de vegetación. En un momento me dije: ‘Tengo que irme, no voy a soportar quedarme aquí una semana’. Pero no más decirlo, otra voz en mi interior (¿sería yo mismo?) me regañó con un ‘si lo hacés te vas a arrepentir’”. Yo le pregunté por el significado del sueño, lo cual le sorprendió pues esperaba que fuera yo quien lo interpretara. Entonces se quedó pensando, y luego dijo: “El hotel es el presente, son cosas como este momento, esta hora, usted y yo. Es feo el presente, es fea mi relación con usted. A través de ella, sin embargo, voy a ver lo importante, aunque no me guste. Tengo la opción de huir, de simplemente tomar mis cosas y no volver, pero algo me dice que solamente tengo esta oportunidad…” Muy impresionante, le respondí, pero él me interrumpió diciendo que yo ya sabía o al menos era capaz de intuir su interpretación, a fin de cuentas mucho de mi trabajo se refería a la elaboración de los sueños. Es verdad, hube de admitir, pero usted ha hecho todo el trabajo solo. Usted sabe muy bien las razones para estar aquí y lo que busca. En ese sentido, yo solamente soy un mediador, alguien que puede ayudarle a encontrar las respuestas que anda buscando. “Pero tengo miedo de las respuestas”, me dijo.

Jueves 13 de julio de 1994, 11:43 p.m.

He necesitado cierto tiempo para digerir la sesión de esta mañana con Q. Definitivamente hay algo, aunque no sea lo que uno puede concluir basado en las apariencias o en los primeros síntomas. Muchos vienen a hipnosis porque creen que nada les ocurre, porque una manera de resolver el aburrimiento o las limitaciones del presente es buscar una compensación en otras vidas. Hay en el ser humano una gran necesidad de usar el pasado para redimirse de su mediocridad, o para ponerse en paz con sus miedos. Por esa razón muchos de mis pacientes se ven a sí mismos librando batallas heroicas o dando respuesta a grandes misterios –todos esos hechos terminan de una forma u otra nuevamente enterrados en el anonimato, pues los pacientes no pueden precisar el lugar o la época de esos eventos excepcionales, como si lo realmente importante fuera el recuerdo de algo supuestamente ocurrido, nunca su verdad–. Muy pocos me cuentan de un pasado creativo, pues suele ser más importante la fuerza que la inteligencia o la sensibilidad. La gran mayoría visualiza escenas donde lo que triunfa es la capacidad de ejercer violencia sobre otros, y donde el éxito y la admiración son las mayores recompensas.

Con Q mi estrategia fue empezar con sensaciones. Se fue encorvando como si cayera, pero a una orden mía se puso derecho; a la siguiente se fue meciendo como si ascendiera por una carretera llena de curvas. Aunque le era relativamente fácil relajarse y seguir mis indicaciones, el mirar su vida presente no parecía generar muchos resultados. Contaba algunas escenas de su niñez, pero eran más bien como instantáneas de gente en un parque, o que miraba los ventanales de las tiendas en San José. Sus recuerdos resultaban tan anodinos como una vieja película casera filmada en Súper 8, decolorada por el tiempo y por la falta de una trama significativa. Yo le pedía buscar el origen de su angustia en esas escenas inconexas: niños en un columpio, familiares saludando a la cámara, una procesión de Viernes Santo… Q no podía hallar nada. ¿Acaso estaba lidiando con un hombre básicamente feliz, pero que no podía admitirlo?

Finalmente le pedí que abriera los ojos. Cuando lo hizo, sentí como si mi rostro se deshiciera, y fui yo quien vio imágenes inconexas. “Usted me está tratando de leer, doctor”, dijo Q con una voz distinta a la que yo ya conocía. “Está sacando secretos de mí, y yo de usted”. Yo mismo empecé a sentir que la sala de hipnotismo giraba, como si las órdenes de dejarse llevar por las curvas del camino me las estuviera dando a mí mismo. Las imágenes seguían sucediéndose (aún en este momento no me siento capaz de digerirlas todas), y no me quedó otro remedio que intentar salvarme antes de quedarnos los dos en un estado donde la información (¿o tendría que decir, más bien, la energía?) fluyera de uno al otro hasta perdernos. Le ordené empezar a despertar, pero lo hice de un modo un tanto violento, y Q volvió del trance muy asustado. Le pedí que me contara lo último que había percibido, por si acaso recordaba lo que me había dicho. “No había nada excepto gente a la que yo no debía mirar a los ojos. Soy un niño y estoy en una sala o comedor en medio de un grupo de adultos. Oigo una voz, mi papá, creo. La voz me dice al oído: ‘No se quede viendo a los demás como si supiera lo que están pensando. Usted no lo sabe, ¿entiende?’” Cuénteme su lectura de esa escena, le dije. “Es como vivir siempre con anteojos muy oscuros para no ver a los demás como son”. Q parecía estar agotado, de hecho tenía algo de sudor en las manos y la frente. “Yo me pregunto si lo que uno ve y siente cuando está en trance hipnótico realmente existió", me dijo cuando se hubo recuperado. ¿Importa?, fue mi respuesta. Para mí lo esencial es el significado que tiene la experiencia para usted, sea real o no.

Viernes 14 de julio de 1994, 8:36 a.m.

Como siempre, he subido a mi apartamento para desayunar. Cuando me levanto, a eso de las cuatro de la mañana, solamente necesito un café. Con tan poco en el estómago despacho a los pacientes madrugadores. Después subo, leo los periódicos, hablo con la señora que cuida de mí, tomo mi café con algo ligero. Comer a eso de las ocho me permite recuperar fuerzas y meditar. Pues bien, hoy me he encontrado varios mensajes de Q. Lo llamé al terminar: “He tenido pesadillas”. Le respondí que eso no era anormal cuando se empezaba un proceso de revisión profunda del pasado. “¿Y no deberíamos vernos antes? Tengo mucha ansiedad”. No, de ninguna manera. Seguidamente me disculpé por la brusquedad, pero quería explicarle por qué no podía verlo antes de la fecha programada. Estuve a punto de agregar que yo también había tenido malos sueños, pero me contuve. Le recomendé tomar nota antes de que olvidara detalles de lo soñado. No se preocupe, todo está bien, le mentí a sabiendas que no me iba a creer. Por mi parte haría lo mismo: escribir los sueños, pensarlos, tratar de establecer conexiones. Por supuesto, agregué antes de cortar, si la crisis se hace peor no dude en llamarme.

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