El faro de Dédalo
Gloria Candioti
Ilustraciones:
Fernando Baldó
Índice de contenido
El faro de Dédalo
Portada El faro de Dédalo Gloria Candioti Ilustraciones: Fernando Baldó
Capítulo 1: ¡Qué será esto!
Capítulo 2: ¡Samantha, no te soporto!
Capítulo 3: Escuela Virtual Especial
Capítulo 4:La guía turística
Capítulo 5: Mensajes, pistas, ¿qué son?
Capítulo 6: Mensajes de mi abuelo
Capítulo 7: Descubrimientos
Capítulo 8: ¡Una idea loca!
Capítulo 9: ¿Y la salida?
Capítulo 10: El plan de Víctor
Capítulo 11: Más allá de las zonas
Capítulo 12: El faro
Capítulo 13: El hombre de los binoculares
Capítulo 14: Dédalo
Capítulo 15: Los comienzos
Capítulo 16: El viejo almacén
Capítulo 17: Por allá, salida
Capítulo 18: El objeto volador
Capítulo 19: Alas de tela
Capítulo 20: Decisiones
Capítulo 21: Los túneles
Capítulo 22: La montaña
Capítulo 23: Pista de despegue
Capítulo 24: El techo
Capítulo 25: El vuelo de Ícaro
Biografías
Legales
Sobre el trabajo editorial
Contratapa
"De todo laberinto se sale por arriba."
Laberinto de Amor, Leopoldo Marechal.
"...Yo, Asterión, soy un prisionero.
¿Repetiré que no hay una puerta cerrada,
añadiré que no hay una cerradura?"
La casa de Asterión, Jorge Luis Borges.
1. ¡Qué será esto!
En su habitación, Valentín Rov había terminado las clases virtuales y se disponía a abrir una caja que había encontrado escondida en los armarios de la habitación de su abuelo. ¡Lo extrañaba tanto! Hubiera querido volver a escuchar esas historias que le contaba sobre viajes extraordinarios. Le había mostrado imágenes de esos lugares en la red de información común, antes de que los gestores de contenidos las bloquearan por “innecesarias”, su abuelo siempre había sabido cómo buscar, burlar restricciones y recuperar documentos.
Valentín tenía 14 años y hacía siete que su abuelo había desaparecido misteriosamente después de que su esposa y su hija hubieran muerto de una rara enfermedad. Dijo que iba a caminar un rato y no lo volvieron a ver. La Central de Seguridad, después de unos días de búsqueda, abandonó la investigación.
Valentín recordaba a su abuelo decir que quería volver a viajar pero desde aquella epidemia, los controles sobre los viajes se hicieron más estrictos porque, según los Regentes, alguien había traído la enfermedad y la situación en el exterior representaba un serio peligro.
La ciudad en que vivían, se había construido para proteger a sus habitantes cuando comenzaron a ocurrir los desastres ecológicos y la desertización avanzaba. Científicos y millonarios la habían edificado y perfeccionado para que sus habitantes vivieran felices. Se podía tener un hijo o a lo sumo dos, esa cantidad era suficiente para formar una familia y no tener problemas de superpoblación. Todos los puestos de trabajo estaban perfectamente estudiados para que siempre hubiera para todos. Todo lo necesario para vivir se proveía.
Víctor, el padre de Valentín, era uno de los ingenieros de la Central de Suministro de Agua y Energía. El agua llegaba a las zonas por cañerías subterráneas desde cisternas ubicadas en la zona 10. El aire circulaba a través de un sistema de ventilación y acondicionamiento climático.
Valentín pasaba casi todo el día solo, cumplía con sus tareas rápido y después se conectaba con sus amigos Oracio y Luciana.
Oracio era de su misma edad y Luciana un poco menor. Con Oracio se habían conocido en los entrenamientos de deporte y Luciana era hija de una amiga de su padre. Todos vivían en la misma zona y eran de los pocos jóvenes que se veían “físicamente”. Por las tardes se sentaban a charlar en los jardines holográficos de las viviendas.
Una tarde, Valentín había descubierto una lupa en el Museo Virtual y le pareció genial para Luciana. Había aprendido a construir objetos con lo poco que tenía a disposición. En la ciudad era complicado conseguir elementos de descarte. La basura casi no existía, todo se volvía a procesar o se convertía en insumos para energía.
Entró a la habitación de su abuelo buscando algo que le sirviera para armarla. Víctor había cerrado ese cuarto después de la desaparición de su padre, pero Valentín había encontrado la llave y lo había convertido en su lugar favorito mientras su papá trabajaba. Había estantes con frascos llenos de clavos, telas, maderas, tornillos. Valentín recordaba que la abuela se quejaba de las “porquerías inútiles” que juntaba su marido. Él contestaba que alguna vez las necesitaría.
Dos días atrás había encontrado una caja de madera vieja cerrada. Era muy antigua.
Esa mañana, esperó que su padre se fuera al trabajo. Hizo la clase de la escuela virtual. Sacó la caja del cuarto del abuelo. Se sentó en el piso del pequeño jardín artificial que tenían las unidades habitacionales. Valentín no sabía, todavía, que ese descubrimiento le cambiaría la vida para siempre.
Con cuidado y con una herramienta pequeña parecida a un destornillador (había visto una foto de algo parecido en el Museo Virtual) rompió la cerradura. ¿Qué guardaría su abuelo en esa caja? y ¿por qué estaba tan escondida? ¿Víctor sabría?
En una bolsa transparente, había un libro de hojas amarillentas. La tapa tenía una foto: “Torre Eiffel, París”, logró leer las letras. Había un título más grande: Guía turística. Sacó el libro cuidadosamente de la bolsa y lo abrió.
—¡Hola chicos! ¿Están por ahí? –la voz de Oracio los llamaba por la red social.
2. ¡Samantha, no te soporto!
A Oracio le gustaba dormir por la mañana; odiaba el sonido del DCF (Dispositivo de Comunicación Familiar). Sus padres dejaban todo programado: sistemas de limpieza, de alimentación, de ventilación y, por supuesto, la actividad que Oracio tenía que hacer en el día. Él intentaba demorar lo más posible la conexión con la escuela virtual. El DCF, esa mañana, estaba insoportable (¿o lo estaba él?): “Son las 9.30 horas AM. La conexión con la escuela será en 15 minutos”. Así había estado Samantha desde las ocho. El programa del asistente virtual con voz grave, le hablaba cada quince minutos. Repetía los mensajes de su mamá y le recordaba sus obligaciones: “No te olvides de comer, te dejamos comida lista”, "Volvemos tarde”, “Tu padre tiene un evento y yo lo acompaño”... Todos los días lo mismo. El holograma de Samantha se colocaba a los pies de su cama y no paraba de repetir lo mismo.
—YA VOOOY. ¡BASTA!
Samantha dejaba de dar órdenes cuando Oracio comenzaba a moverse por la casa. Muchas veces quiso eliminarla de los sistemas pero sus padres se lo tenían prohibido. “Es para que cuidarte”, le decían.
Su papá trabajaba en la Central de Entretenimientos de los sistemas centrales de cada hogar. Era el responsable de la programación de películas, noticias y de los juegos. Su mamá trabajaba en la Central de Verificación de Sistemas de la ciudad. Desde allí se controlaba que la seguridad y el abastecimiento de los habitantes funcionaran a la perfección. Se examinaban que los programas de alimentación produjeran comidas cada vez más nutritivas, aunque Oracio protestaba por los alimentos asquerosos que se fabricaban con la CHC14.5 (Comida Hecha en Casa). Los alimentos sintetizados contenían las calorías y los nutrientes que cada persona necesitaba, según sus actividades. Los padres de Oracio habían comprado el sintetizador CHC 4.5. “Con gusto a lo que usted prefiera y con formas geométricas de diferentes colores para que combinen con su vajilla”, decía la publicidad. Solamente había que agregar unos sobres con polvos, un poco de agua y listo el cubo con sabor a pollo, carne o fideos. “¡Y súper aburrido! No se puede ser original con estas máquinas”, decía Oracio, las pocas veces que cenaba con sus padres. La alimentación orgánica era casi imposible de conseguir. Había una sola huerta-granja en el centro de la ciudad. Allí se clonaban verduras y animales comestibles. “¡Carísimos!”, decía su madre cuando Oracio pedía algunos de esos productos. Algunas veces, había ido con sus amigos al “Bar antique” dónde hacían comidas de siglos pasados, también sintetizadas con un CHC14.9 muy sofisticado que producía alimentos con gusto y aspecto de hamburguesas, pollo, fideos, salchichas. A juicio de Oracio eran más divertidas que los cuadrados de colores.
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