Mientras Oracio tomaba un jugo blanco con gusto a leche chocolatada y comía un cuadrado gris con sabor a bizcochos de vainilla, Samantha se encendió de nuevo y le recordó que si no comenzaba la conexión con la escuela virtual perdería ese día de clases. Oracio abrió la plataforma:
—El tema de hoy, alumno Oracio Lib es: “Sistemas de protección de virus cibernéticos”.
El tema no le interesaba. En la escuela una vez por semana tenían que estudiar cómo protegerse de las fallas e intrusiones de los sistemas informáticos. Se sonrió.
Desde chico, Oracio había desarrollado una capacidad increíble para la Informática. Sus amigos lo consideran un hacker genial. Lograba con mucha facilidad burlar los controles de los sitios de acceso denegado para chicos de su edad y otros con claves encriptadas. Así había visto videos antiguos y películas que mostraban que la vida había sido diferente: en las ciudades se podía visitar parientes, salir a pasear, jugar con los amigos en los parques. Descubrió los aviones y los trenes con los que se podía viajar. En las clases de Historia contaban que habían quedado pocos lugares habitables después de los desastres climáticos, la desertización y la inseguridad. De a poco, se construyeron ciudades cada vez más cerradas ycontroladas para que sus habitantes vivieran tranquilos y protegidos. Las nuevas tenían todo lo que un ciudadano normal necesitaba: alimentos, casa, trabajo, escuela, centro de salud, seguridad, entretenimientos. ¡Pero viajar, imposible! ¡¿Por qué no habré nacido en otro siglo?!, se lamentaba Oracio.
Cuando se desconectó de la escuela virtual y abrió la red social, Oracio no podía imaginar lo que ese chat con sus amigos le traería.
—¡Hola chicos!... ¿están por ahí?
3. Escuela Virtual Especial
El comienzo del día para Luciana Gad era parecido al de Oracio, con excepción de que su madre trabajaba desde su casa conectada directamente al DTH (Dispositivo de Trabajo en el Hogar) con la Central de Servicios de Salud. Verificaba datos de las personas que solicitaban intervenciones médicas, que fueran aptos, que hubieran pagado sus cuotas. Para eso no necesitaba ir la Central instalada en la zona 1. Trabajaba, como tantos otros adultos, en sus unidades habitacionales atendiendo al público desde las oficinas virtuales.
No podía entender por qué su mamá no extrañaba conocer gente y tener amigos. Después de que su marido hubiera muerto, Marga se había retraído y había empezado a usar “las pastillas de la felicidad” que el sistema de salud proporcionaba a las personas para evitar la depresión y la desdicha. La depresión debía ser una epidemia, creía Luciana, porque casi todos los adultos que conocía las tomaban. Luciana también extrañaba a su papá, pero Marga nunca logró convencerla de que le haría bien alguna pastillita de vez en cuando. Marga coleccionaba fotos de objetos antiguos. Era un hobby que tenían con su marido. “Ser tu mamá, las fotos y las pastillas me ayudan a ser feliz”, le decía Marga.
—¿No extrañás tener compañeros de trabajo?
—No, para nada, trabajar así es más seguro y protegido. Cada uno en su casa, sin riesgos de contagio de enfermedades, ni accidentes. Además, puedo compartir el día con mi hija –le contestaba Marga sin sacar la cabeza de la triple pantalla que la rodeaba y sin dejar de tocar aquí o allá en cada una de ellas.
Marga siempre estaba conectada en alguno de sus dispositivos. Cuando no trabajaba, se conectaba al Museo Virtual, de donde bajaba fotos y videos de objetos antiguos para su colección. En un cuarto de la unidad habitacional, tenía su propio museo. Cada tanto conseguía algo interesante de entre los objetos que dejaba los vecinos en las puertas de sus unidades para que el Sistema de Recolección se los llevara al Puerto de Reciclado.
Luciana, por su parte, pasaba muchas horas del día estudiando. Investigar le apasionaba. Quería calificar para que la Central de Asignación de Empleos la destinara al Centro de Investigaciones. Le molestaba no tener cerca a sus compañeros de la escuela virtual. Se podía conectar con ellos en los foros y chats online, pero nunca se encontraban personalmente para estudiar. Ella quería discutir temas con otros chicos, cara a cara, y en los foros los alumnos la abandonaban. Preferían hacer las tareas básicas y tener más tiempo para las competencias de juegos en red. También la comunicación con amigos a través de la red social se controlaba. Para ingresar a la red personal había que llenar muchos formularios, averiguar los antecedentes de los candidatos y de sus familias. Si se lograba la incorporación, durante algún tiempo, los padres monitoreaban las conexiones con el programa obligatorio de protección parental. En la escuela virtual estudiaron los abusos a menores que habían ocurrido en el pasado con las redes sociales.
La escuela virtual la ponía de mal humor, aunque por motivos diferentes a los de Oracio. A Luciana le fastidiaba que los responsables de la educación determinaran qué podían leer de acuerdo a la evolución psicológica y coeficiente intelectual estándar. Ella ya había superado la franja de los quince a dieciséis años y solo tenía 13. No se tomaban en cuenta intereses, inquietudes o temperamentos más inclinados al estudio como el de ella. Luciana usaba un programa de estudio voluntario que la Comisión de Escuela Virtual había creado para satisfacer exigencias de padres y alumnos que superaban el estándar. Se había inscripto hacía tiempo y había obligado a sus dos amigos a que hicieran lo mismo. Así podían charlar de algún un tema que les interesara a todos. Luciana detestaba las conversaciones sobre películas, programas y actores de moda. Con Oracio, cada tanto, entraban a la Biblioteca Central Superior y leían libros y documentos antiguos. Estaban cansados de los libros digitales, les hubiera gustado leer libros, pero ya no había.
Cuando terminó la sesión de la Escuela Virtual Especial, quería conversar con sus amigos, pero, aunque vivían en la misma zona, no era tan fácil verse. Las salidas, que no fueran por trabajo, estaba muy reglamentadas: a determinadas horas no se podía salir por tareas de mantenimiento, limpieza de las calles y de purificación del aire.
No había lugares de encuentro, salvo algún bar y los pabellones de deportes. Oracio y Valentín jugaban en el equipo de básquet, que todavía se mantenía. Luciana jugaba al vóley, hasta que de a poco sus compañeras abandonaron y no hubo forma de reemplazarlas.
En realidad, la gente prefería encontrarse virtualmente. Las posibilidades de verse con amigos quedaban limitadas a los pórticos de los edificios de las unidades habitacionales. Al bloque de viviendas solo podían entrar sus residentes; no se recibían visitas. Había sistemas de seguridad muy estrictos para evitar robos y asesinatos. Pasear por las calles de la zona no era bien visto. Los adultos decían que era peligroso y cada tanto las noticias contaban algún hecho delictivo. Cuando Luciana salía a caminar, algún agente de seguridad le preguntaba si estaba perdida. Luciana sabía por las enciclopedias virtuales que, en las ciudades antiguas, había espacios naturales con toda clase de animales. El parque que estaba en el centro de su zona era un holograma. Con Oracio y Valentín habían optado por encontrarse en los pórticos de sus edificios.
A Luciana le hubiera gustado conocer toda la ciudad. ¡Imposible! Cada zona tenía una oficina de seguridad, negocios para comprar los sobres de alimentos y todo lo que los robots sintetizadores no podían proveer. El resto de lo que se necesitaba para vivir se compraba en las Tiendas Virtuales. Solamente los adultos, y por trabajo, podían trasladarse a otra zona. Lo hacían en los UTA, Unidades de Trasporte Automatizados que circulaban por las pistas subterráneas. Marga le decía que todas las zonas eran parecidas, nada diferente o distinto que valiera la pena ver. Pero a Luciana no la conformaban esas explicaciones.
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