—No se contesta con la cabeza –dijo la señorita Leticia–. Se dice: “sí, señorita” o “sí, Leticia” o “sí, seño”.
—Sí, señorita, sí, Leticia, sí, seño –contestó al fin, todo junto porque no supo por cuál decidirse.
Esta vez la señorita Leticia sonrió y ya no parecía enojada.
—Bueno, entonces sacalo de la mochila.
Tico obedeció, sacó su cuaderno rojo y lo apoyó sobre el pupitre.
Fue en ese momento que miró, moviendo los ojos y no la cabeza, a Tiago, y se dio cuenta de que Tiago tenía hambre porque no había desayunado. Entonces, volvió a meter la mano en la mochila, sacó el paquete de galletitas que le había dado su mamá y se lo ofreció. A Tiago se le iluminaron los ojos y también la panza. Todo esto es una forma de decir, porque los ojos no se iluminan como si tuvieran una luz a pila, y la panza mucho menos, pero ustedes entienden lo que quiero decir. Tiago abrió el paquete y empezó a comer las galletitas.
—¡Tiago!
Esa era la señorita Leticia.
—No es el momento para comer. Las galletitas se comen en el recreo –dijo.
Tico vio que la señorita Leticia estaba cansada y que estaba pensando algo así: “Estoy harta de tener que educar a estos chicos que llegan del Jardín sin ningún hábito”. Tico no entendió lo que estaba pasando por la cabeza de la señorita Leticia porque no sabía lo que quería decir la palabra “harta” ni “hábito”, pero estaba seguro que la señorita Leticia había pensado eso.
Tiago dijo que las galletitas se las había dado Tico. La señorita le dijo que se las devolviera. Tiago se las devolvió. La señorita le dijo a Tico que las guardara. Tico las guardó, pero no entendió porqué no podía darle galletitas a su amigo (ya consideraba a Tiago su amigo) cuando este tenía mucha hambre, cuando no podía pensar en otra cosa que en su panza ruidosa, cuando se le cerraban los ojos de sueño, que no era sueño sino hambre. No entendió. Y ahí empezaron sus problemas.
Cerró la mochila y, enojado, la tiró al suelo con bronca. Después se cruzó de brazos y apretó los dientes, como hacía siempre que estaba enojado.
—Levante eso –dijo la señorita Leticia.
Se le había ido la sonrisa y era evidente que estaba enojada porque lo había tratado de usted.
Tico ni la miró. Se apretó las orejas con las manos, como en el partido de fútbol. Sabía que no podía contestar y mucho menos, contestar lo que estaba pensando.
—Levante eso, ¿no escuchó?
Apretó también los ojos, para no verla. La señorita Leticia pasó a la acción. Lo agarró del brazo y lo tironeó para que se parara y pudiera recoger su mochila. Le dolió. Tico se zafó de las garras de la señorita Leticia y le dijo lo que le pareció que se le podía decir a una maestra:
—¡Tonta! –seguido por un gruñido que quería decir todo lo otro que no se le podía decir a una maestra.
Para la señorita Leticia fue demasiado lo que para Tico había sido demasiado poco. Volvió a apretar las garras sobre su brazo, tironeó, logró que se parara y sin soltarlo se lo llevó a la Dirección, en castigo, en penitencia o de visita, Tico no lo sabía. Era la primera vez que entraba a una Dirección en su vida.
El lugar resultó ser mucho más agradable que el aula. Tenía sillones, flores sobre el escritorio, una señora de anteojos que se parecía a su abuela sentada detrás, una bandera demasiado grande y un globo terráqueo redondo y brillante que Tico no se animó a tocar, aunque se moría de ganas.
La señorita Leticia explicó, la señora de anteojos afirmó con la cabeza (Tico se dio cuenta de que no le gustaba nada lo que la señorita Leticia decía), la señorita Leticia se fue y Tico se quedó con la señora, que salió de atrás del escritorio y se le acercó.
—¿Sabés qué es eso? –preguntó señalando el globo terráqueo.
Tico afirmó con la cabeza. Lo había visto en la tele y también en la compu. Había buscado con su papá un país que ya no se acordaba, una vez que este se había ido de viaje a ese país que ya no se acordaba. Lo celeste era el agua. Los colorcitos eran los países. La Tierra era redonda y daba vueltas alrededor del Sol. Tico sabía todo eso, pero ante la pregunta de la señora de anteojos solo movió la cabeza para decir que sí.
—No se contesta con la cabeza, Vicente –dijo la señora. ¡Y dale!
Tico le hubiera explicado que nadie le decía Vicente, sino Tico, pero no tenía ganas de hablar.
—¿Vos le dijiste “tonta” a la señorita? –volvió a preguntar la señora.
No se contesta con la cabeza.
—Sí –dijo Tico.
—¿Vos sabés que eso está muy mal?
—Sí –dijo Tico. Se lo había dicho su mamá una vez que también le había dicho tonta.
—¿Y por qué le dijiste tonta?
—Porque me dolió.
La señora abrió los ojos. Grandes. Incrédula. Casi preocupada.
—¿Te dolió? ¿Qué te dolió?
—El brazo.
Tico iba largando la información con cuentagotas. Y los ojos de la señora se abrían cada vez más.
—¿El brazo? ¿Te golpeaste?
—No.
La señora de anteojos dejó escapar un suspiro, de esos suspiros que no son de cansancio, ni de esperanza, ni de amor. Un suspiro de infinita paciencia.
—¿Entonces por qué te dolió el brazo?
—Porque ella me apretó.
—Ah –dijo la señora de anteojos y apartó la mirada, pero igual Tico se dio cuenta de que la señora pensaba que estaba muy mal que le hubieran apretado el brazo. Ella también pensaba que la señorita Leticia era tonta–. La señorita Leticia no quiso lastimarte –aclaró la señora–, pero estaba muy enojada porque vos tiraste la mochila cuando ella te pidió que guardaras las galletitas. ¿Fue así? ¿Tiraste la mochila?
—Sí.
—¿Y por qué tiraste la mochila?
—El niño tenía hambre.
Otra vez los ojos de la señora de anteojos se abrieron como huevos fritos.
—¿El “niño” tenía hambre?...
“Uy, está pensando que estoy medio loco”, se dio cuenta Tico, pero no sabía cómo explicarle que no estaba ni medio ni del todo loco.
—¿Qué niño?...
—El que se sienta al lado mío. No sé cómo se llama porque recién lo conocí. Pero tenía mucha hambre y yo quería darle las galletitas y la señorita Leticia no me dejó y el niño todavía tiene hambre y ella es una tonta –reafirmó por las dudas, para que la señora se diera cuenta de que no había cambiado de opinión.
La señora de anteojos tuvo ganas de sonreír, pero disimuló, Tico se dio cuenta. Entonces lo hizo sentar en una silla, se sentó junto a él y le explicó lo que todos ya sabemos: que a la maestra no se le dice tonta, que no se arrojan las cosas, que hay que hacer caso en la escuela, que no se come en clase aunque uno esté muerto de hambre (¿por qué será?) y que esperaba que este fuera el primer y último día que lo “mandaran a la Dirección”, frase que Tico no entendió, porque la Dirección era un lugar relindo y le hubiera gustado ir muchas veces para mirar el globo terráqueo.
—Si querés podés mirarlo –dijo la señora cuando terminó, pegó la vuelta al escritorio y se sentó en su silla.
Tico se entretuvo con el globo hasta que tocó el timbre. No pudo leer los nombres de los países porque recién había empezado primero y no sabía leer, pero se aprendió de memoria los colores de cada uno.
—Ya podés ir al recreo, Vicente –dijo la señora.
Tico no quería ir a ningún recreo. Quería quedarse ahí.
—¿Me puedo quedar acá?
Otra vez los ojos de huevo frito y la sonrisa que esta vez la señora no disimuló.
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