El poder argentino y la oposición se asomaron en esos días posteriores al horror vacui. ¿Quién gobierna Argentina si el peronismo falla? Este miedo al vacío era compartido incluso por quienes lo detestaban. El país de la poscrisis y de los cinco presidentes en poco más de una semana, apreciaba por sí mismo el valor de la estabilidad y la continuidad institucional, incluso de una que considerasen negativa. Por eso lo que pasó luego fue la segunda sorpresa importante: nada.
La pregunta sobre la viabilidad de un gobierno sin peronismo empezó a responderse esa noche. En el seno del PRO, fue un triunfo intelectual de aquellos que, como Marcos Peña o Jaime Durán Barba, sostenían la necesidad de una política pura y despegada “del pasado”, de un macrismo emancipado de las tradiciones políticas argentinas y de la tutela malevolente del universo ideológico peronista. El peronismo empezaba a ser paulatinamente ese Otro a derrotar, en vez del “elemento” de gobernabilidad a incorporar. Y ahora parecía posible. 29 de junio de 2009: la fecha de nacimiento extraoficial de Cambiemos. Y la intuición de un nuevo reflejo popular: será posible asociar el sentimiento antipolítico con el antiperonismo.
Cuerpo 4: El jefe
El 27 de octubre de 2010, en una noche fría en El Calafate, murió el último jefe que tuvo el peronismo. Las hagiografías posteriores, que brotarían como hongos luego de la reelección de Cristina Fernández en 2011, hablarían de un Néstor Kirchner militante, prístino, setentista y soñador. En la repetición infinita de sus imágenes adolescentes junto a la Presidenta se lo ve alto, desgarbado y jodón. Todas parecen insistir en el retrato de El flaco (11), “El Presi” de bic azul, el Kirchner de José Pablo Feinmann. En otro vértice está “El Furia”, como lo apodó Jorge Asís con desprecio, aunque con la altura sobria del escritor y su ética: pegarles a los que tienen poder cuando lo tienen, y encariñarse en su caída. Pero el peronismo podía recordar, a la vez, a otro Kirchner: el jefe disciplinador, persistente al límite de la violencia, de mano de hierro y puño de acero, que les exigía obediencia y algo más en esa obediencia (una suerte de apego a las líneas ideológicas del proyecto). El tipo que uno jamás desearía tener del otro lado de la mesa. El energúmeno. Flores cortadas con los dientes en los jardines de Olivos (12).
La valoración histórica suele pararse en uno u otro lado de esta “grieta”: o el Néstor “Silvio Rodríguez” o el Néstor “Mr Burns” (13). El Nestornauta de la Revolución o el Kirchner de la Guita. En realidad, el patagónico era las dos cosas, un animal bifronte. Comprendía perfectamente a la Argentina posterior al 2001, y entendía que con uno solo no bastaba. Para la sociedad en pie de guerra contra “la política”, Kirchner se presentaba como un outsider, el gobernador del Sur olvidado, el hombre que nunca estuvo. Un antisistema inesperado que sabía que sólo se podía gobernar Argentina siendo un cacerolero más, como si desde la misma Plaza se hubiese encaramado a la Casa Rosada. El Néstor de los baños de masas y moretón en la frente. Ese que, como decía la clase media entusiasmada de los primeros 2000, “era bueno porque se salteaba el protocolo”.
El peronismo y el resto del “poder constituido” conocieron a otro Kirchner. Un Néstor maltratador, abusivo, de rienda corta y despiadado, obsesionado por el dinero, por el poder, por las obras y por las listas. Siendo él mismo oriundo de la clase dirigente peronista que había cortado la luz en Chapadmalal y terminado con la presidencia de Rodríguez Saá, no podía sentir sino la más profunda desconfianza por el resto de sus congéneres, a los cuales en líneas generales sospechaba de reaccionarios y conspiradores. Este patrón se extendía a lo que quedaba de la clase política y el círculo rojo de empresarios e “influyentes” en general, con los cuales solía no tener la más mínima consideración. Tanto como Macri después, los sospechaba berretas y corporativos, de vuelo corto y negocios largos. Al revés de Duhalde, que amaba las mediaciones y corporaciones, Kirchner creía que éstas ya no representaban nada más que a sí mismas. Néstor presidente procedía como un padre de familia de los años 50: encantador y seductor hacia afuera, y duro y severo hacia adentro del núcleo familiar. Mucho más condescendiente con las expresiones de la “sociedad civil” (organismos de derechos humanos, intelectuales, militancia social) que con los subordinados de la clase política.
Solo superficialmente puede verse en esta dualidad una incongruencia. En realidad, los dos aspectos constituían una única política. Y esta era encarnada por Él. En aquella década de los 2000, la legitimidad estatal y política poseía todavía unos agujeros que la hacían ver como un queso gruyère. Sin clase política, Estado ni economía, el Presidente debía realizar el esfuerzo titánico de representarlos a todos para poder gobernarlos. Ser todo para todo el mundo. Kirchner parecía “agrandarse” más con los que más poder tenían, y esos enojos con el círculo rojo, esa intransigencia sin fin, funcionaban como un mecanismo compensador de su debilidad política de origen. El traumático 22% con que llegó al poder y que transpiró del mejor modo: “Tengo más desocupados que votos”, reconoció en la que quizás fue su mejor frase, la más interpretativa del desafío y del país que heredaba. Pero ese fue el Kirchner presidente. Su versión solista.
El año 2009 fue clave en su trayectoria política. “Voy a renunciar indeclinablemente a la conducción del Partido a nivel nacional”, dijo entonces en un breve mensaje televisado. Acababa de perder las elecciones legislativas en la provincia de Buenos Aires frente al empresario Francisco de Narváez. Y al día siguiente abrió la etapa política por venir. Hizo con el Partido Justicialista lo mismo que hizo con todas las instituciones (como la Vicepresidencia o la Gobernación de la Provincia de Buenos Aires) que quería ver dormidas o neutralizadas: se lo dio a Daniel Scioli.
Sin la carcaza asfixiante y libre de la mochila de la conducción justicialista, Kirchner protagonizaría sus años más altos en términos de creatividad política, como si su mejor “yo” apareciese siempre ante la minoría electoral. Kirchner en 2009 se sacaba de encima por un rato el protocolo institucional, y mientras el grueso del periodismo dictaba que el poder estaba vacante, se disponía a crear el segundo tiempo de ese partido.
Los años previos a su muerte son los de la última reconstrucción, basada en un mixturado de la energía e inventiva de la primavera 2003 con las temáticas surgidas al calor del 2008. Néstor jugará a “la Néstor” en su propia versión rock del teorema de Baglini: cuanto menos poder se tiene, más alto se desafía. Con los temas que plantea, el kirchnerismo vuelve a la sociedad civil. Se había institucionalizado y radicalizado demasiado al mismo tiempo. Matrimonio igualitario, ley de medios, estatización de fondos de pensión aparecen como puntos clave que le permiten romper la barrera de sus propios fieles, interpelando una agenda de reforma desde el Estado al conjunto del pueblo argentino y con una fórmula de interpelación parlamentaria: mantener su bloque disciplinado e impulsar temas transversales que trastocaran los bloques opositores. Seguir produciendo conflicto con una innumerable actividad legislativa y de política pública. Una grieta con sentido que marcaba las fronteras y ordenaba bajo su propia égida los términos del debate, como pudo cristalizarse legislativamente en las mayorías que acompañaron todos los proyectos de ampliación de derechos. Los socialistas, radicales, pinosolanistas que acompañaron lo hicieron a pesar del kirchnerismo, no por su causa. Un ejercicio virtuoso de política que tendrá su acompañamiento en los sondeos, que mostraban ya para fines del 2010, un oficialismo en franca recuperación y una (nueva) atomización opositora. Unión PRO había sobrevivido escasamente a su propio éxito, y la era en que los periodistas chequeaban la partida de nacimiento de Francisco de Narváez para analizar la factibilidad de su candidatura a la Presidencia se había consumido ya como una vela.
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