Eugene Peterson - Una obediencia larga en la misma dirección

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"En la sociedad instantánea actual, se ha dicho que la evangelización nunca ha sido tan fácil–es el discipulado el que nunca ha sido tan difícil. Eugene Peterson no sólo nos instruye con su considerable sabiduría sobre el auténtico discipulado, sino que también nos ayuda a ver la pasión y el entusiasmo de vivir una vida plenamente entregada a Jesús. Y con el torrente actual de interés en la espiritualidad, su guía sobre lo que constituye la espiritualidad auténtica vale oro." – Rebecca Manley Pippert

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El único error serio que podemos cometer cuando nos sobreviene una enfermedad, cuando nos amenaza la ansiedad, cuando los conflictos enturbian nuestras relaciones con los demás es sacar la conclusión de que Dios se ha aburrido de cuidarnos y ha volcado toda su atención en un cristiano más interesante, o que Dios se ha disgustado con nuestra obediencia fluctuante y ha decidido que nos cuidemos a nosotros mismos por un tiempo, o que Dios está demasiado ocupado cumpliendo la profecía en el Medio Oriente como para tomarse ahora el tiempo de resolver el complicado embrollo en el que nos hemos metido. Ese es el único error serio que podemos cometer. Es el error que previene el Salmo 121: el error de suponer que el interés de Dios en nosotros sube y baja en respuesta a nuestra temperatura espiritual.

El gran peligro del discipulado cristiano es creer que deberíamos tener dos religiones: un evangelio glorioso y bíblico de los domingos que nos libera del mundo, que en la cruz y la resurrección de Cristo hace que la eternidad cobre vida en nosotros, un magnífico evangelio de Génesis y Romanos y Apocalipsis; y, luego, una religión cotidiana que llevamos a cabo durante la semana entre el momento que dejamos el mundo y llegamos al cielo. Guardamos el evangelio de los domingos para las grandes crisis de nuestra existencia. Para las trivialidades mundanas—los momentos en que nuestro pie se resbala sobre la piedra floja, o que el calor del sol nos calcina, o que la influencia de la luna nos tira abajo—usamos la religión diaria de una reimpresión de la revista Reader’s Digest , el consejo de un amigo, los artículos del consejero de moda, y la sabiduría charlatana de una celebridad en su programa de entrevistas. Practicamos la religión de la medicina patentada. Sabemos que Dios creó el universo y que ha logrado nuestra salvación eterna. Pero no podemos creer que él se digne a mirar la telenovela de nuestras pruebas y tribulaciones diarias; de manera que adquirimos nuestros propios medicamentos para ello. El pedirle que se ocupe de aquellas cosas que nos afligen a diario sería como pedirle a un famoso cirujano que le ponga yodo a un rasguño.

Sin embargo, el Salmo 121 dice que la misma fe que obra en las grandes cosas, lo hace en las pequeñas. El Dios de Génesis 1 que creó la luz a partir de la oscuridad es el mismo Dios que este día nos guarda de todo mal.

El compañero de viajes

La vida cristiana no es un escape silencioso a un jardín donde podemos caminar y hablar sin interrupciones con nuestro Señor, ni es un viaje de fantasía a una ciudad celestial donde podemos comparar nuestros galardones y medallas de oro con los de los demás que hayan logrado entrar en el círculo de ganadores. El suponer lo anterior, o esperarlo, es dar vuelta el tornillo hacia el lado equivocado. La vida cristiana es dirigirnos hacia Dios. Al dirigirse hacia Dios, los cristianos viajan sobre el mismo suelo que todos los demás, respiran el mismo aire, beben la misma agua, hacen las compras en las mismas tiendas, leen los mismos periódicos, son ciudadanos bajo los mismos gobiernos, pagan los mismos precios por los comestibles y la gasolina, temen los mismos peligros, están sujetos a las mismas presiones, tienen las mismas aflicciones, son enterrados en el mismo suelo.

La diferencia es que cada paso que damos, cada respiro que inhalamos, sabemos que somos resguardados por Dios, que él nos acompaña, que él nos gobierna; y por lo tanto, no importa qué dudas soportemos o qué accidentes experimentemos, el Señor nos guarda de todo mal, cuida nuestra vida misma. Sabemos esta verdad del himno de Lutero:

Y aunque este mundo, de demonios lleno

Amenazara con destruirnos,

No temeremos, porque Dios ha dispuesto

Que triunfe en nosotros su verdad.

Ante el príncipe de la inexorable oscuridad,

No temblamos;

Su ira soportamos,

Porque, ¡he aquí! su fin es certero;

Y nuestro pequeño mundo, sobre él caerá.

Nosotros, los cristianos, creemos que la vida es creada y moldeada por Dios, y que la vida de la fe es una exploración diaria de las constantes e innumerables maneras en que experimentamos la gracia y el amor de Dios.

El Salmo 121, cuando lo aprendemos temprano y lo cantamos repetidas veces al caminar con Cristo, define claramente las condiciones bajo las cuales expresamos nuestro discipulado—el cual, en breves palabras, es Dios. Una vez que incorporamos este salmo a nuestro corazón, nos será imposible suponer con desaliento que ser un cristiano es una batalla incesante en contra de fuerzas siniestras que en cualquier momento pueden irrumpir y vencernos. La fe no es un asunto precario de un escape fortuito de los asaltos satánicos. Es la experiencia de Dios, sólida, masiva y segura, que evita que el mal penetre a nuestro interior, que guarda nuestra vida, que nos cuida cuando salimos y cuando regresamos, que nos guarda ahora mismo, que nos cuida siempre.

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