El Salmo 120 es la canción de semejante persona, cansada de las mentiras y paralizada por el odio, una persona doblada en dos por el dolor que siente por lo que está ocurriendo en el mundo que la rodea. Pero no es un simple clamor, es un dolor que penetra a través de la desesperación y estimula un nuevo comienzo: un viaje hacia Dios que se convierte en una vida de paz.
Los quince cánticos de los peregrinos describen elementos comunes a todos aquellos que se colocan a sí mismos de aprendices con el Señor Jesucristo y que viajan por la senda cristiana. El primero de ellos es el que los empuja a marchar. No es un cántico bonito—no hay nada ni inquietantemente melancólico ni líricamente feliz en él. Es duro. Es discordante. Pero logra que las cosas empiecen.
En mi angustia invoqué al Señor es la primera frase. La última palabra es guerra . No es una canción feliz, pero es honesta y necesaria.
Los hombres están enemistados entre sí. Las mujeres están como perros y gatos. Desde el vientre de nuestra madre, se nos enseña a tener rivalidad. El mundo anda revuelto, siempre buscando pelea. Nadie parece saber cómo vivir en una relación sana. Insistimos en convertir a cada comunidad en una secta, cada iniciativa en una guerra. Nos damos cuenta, en momentos fugaces, que fuimos creados para algo diferente y mejor—«yo estoy totalmente a favor de la paz»—pero no hay ninguna confirmación de esa comprensión en nuestro medio ambiente, ningún estímulo en nuestra experiencia. «Yo estoy totalmente a favor de la paz; pero no bien se los digo, ¡van a la guerra!»
La angustia que abre y cierra al salmo es el doloroso despertar a la realidad inevitable de que se nos ha mentido. El mundo, de hecho, no es como nos lo habían representado. Las cosas no están bien, y no están tampoco mejorando.
Desde que tenemos memoria, se nos ha mentido: los seres humanos son básicamente amables y buenos. Todos nacemos iguales e inocentes y autosuficientes. El mundo es un lugar placentero e inofensivo. Nacemos libres. Si estamos ahora encadenados, es por culpa de alguien y, con sólo un poco más de inteligencia o esfuerzo o tiempo, lo podremos corregir.
Es difícil entender cómo podemos seguir creyendo esto después de tantos siglos de evidencia que prueban lo contrario, pero nada de lo que hagamos y nada que puedan hacer los demás parece desencantarnos del hechizo de la mentira. Seguimos aguardando que, de alguna manera, las cosas van a mejorar. Y cuando no lo hacen, lloriqueamos como niños malcriados que no obtienen lo que quieren. Anidamos un resentimiento que se va acumulando como una ira que desemboca en violencia. Convencidos por la mentira de que lo que estamos experimentando no es natural, que es una excepción, concebimos maneras de escapar a la influencia de lo que nos hacen los demás, yéndonos de vacaciones lo más frecuentemente posible. Cuando se terminan las vacaciones, volvemos una vez más al flujo de los acontecimientos, con nuestra inocencia renovada, creyendo que todo va a funcionar bien—para vernos una vez más sorprendidos, heridos, apabullados cuando eso no ocurre. La mentira («todo está bien») tapa y perpetúa el profundo mal, disfraza la violencia, la guerra, la rapacidad.
La conciencia cristiana comienza con la comprensión dolorosa de que lo que nosotros habíamos supuesto que era la verdad es en realidad una mentira. La oración es inmediata: «SEÑOR, líbrame de los labios mentirosos y de las lenguas embusteras.» Rescátame de las mentiras de los anunciantes que afirman saber lo que necesito y deseo, desde las mentiras de los animadores que prometen una forma económica de hacerme feliz, desde las mentiras de los políticos que pretenden instruirme en cuestiones de poder y de moralidad, desde las mentiras de los psicólogos que ofrecen moldear mi conducta y mi ética de manera que pueda vivir por mucho tiempo con felicidad y éxito, desde las mentiras de los religiosos que «sanan las heridas de este pueblo superficialmente,» desde las mentiras de los moralistas que pretenden promoverme al cargo de capitán de mi destino, desde las mentiras de los pastores que «desobedecen los mandamientos de Dios para poder seguir enseñanzas humanas» (Marcos 7.8). Rescátame de la persona que me habla de la vida y omite a Cristo, que tiene sabiduría según la forma de ser del mundo, pero que ignora los movimientos del Espíritu.
Las mentiras se atienen de manera impecable a los hechos. No contienen errores. No hay distorsiones ni datos falsificados. Pero son, de igual forma, mentiras, porque afirman que ellas son las que nos dicen quiénes somos y omiten todo lo relacionado a nuestro origen en Dios y nuestro destino en Dios. Hablan del mundo sin decirnos que Dios lo ha creado. Nos platican acerca de nuestro cuerpo sin decirnos que es el templo del Espíritu Santo. Nos instruyen en amor sin decirnos que Dios nos ama y que entregó su vida por nosotros.
La luz que ilumina las encrucijadas
En este salmo, la palabra SEÑOR aparece sólo dos veces. Es, no obstante, la clave para el resto del salmo. Dios, una vez que lo admitimos en nuestra conciencia, llena todo el horizonte. Dios, revelado en su obra creativa y redentora, expone todas las mentiras. En el momento en que pronunciamos la palabra SEÑOR, la imponente falsedad del mundo queda al descubierto: vemos la verdad. La verdad acerca de mí es que Dios me ha creado y me ama. La verdad acerca de aquellos que están sentados junto a mí es que Dios los ha creado y los ama, y cada uno de ellos es, por consiguiente, mi semejante. La verdad acerca del mundo es que Dios gobierna y suministra todo lo necesario. La verdad sobre lo que está mal en el mundo es que yo y la persona que está sentada junto a mí hemos pecado al impedir que Dios esté con nosotros, sobre nosotros y dentro de nosotros. La verdad sobre lo que se encuentra en el centro de nuestras vidas y de nuestra historia es que Jesucristo fue clavado en la cruz por nuestros pecados y resucitado de la tumba para nuestra salvación, y que nosotros podemos participar en la vida nueva cuando creemos en él, aceptamos su misericordia, respondemos a su amor y prestamos atención a sus mandamientos.
John Baillie escribió: «Estoy seguro de que la parte del camino que más requiere iluminación es el punto donde se bifurca.» 10El SEÑOR del salmista es un haz de luz que ilumina dicha bifurcación. El Salmo 120 es la decisión de tomar un camino y no el otro. Es el momento crucial que marca la transición desde la nostalgia que sueña en una mejor vida a la peregrinación escabrosa del discipulado de fe, desde el quejarse sobre lo mal que anda todo a la búsqueda de todo lo bueno.
Se dice y se canta esta decisión en todos los continentes y en todos los idiomas. Esta decisión se ha llevado a cabo en toda clase de vida, durante todos los siglos de la extensa historia de la humanidad. La decisión es calladamente (y a veces no tan calladamente) anunciada desde miles de púlpitos cristianos por todo el mundo cada domingo en la mañana. La decisión es testimoniada por millones de personas en hogares, fábricas, escuelas, negocios, oficinas y campos cada día de cada semana. La gente que toma la decisión y se deleita en ella es la llamada cristiana.
El primer paso hacia Dios es un paso para alejarse de las mentiras del mundo. Es la renuncia a las mentiras que se nos han dicho sobre nosotros mismos y nuestros semejantes y nuestro universo. «¡Ay de mí, que soy extranjero en Mésec, que he acampado entre las tiendas de Cedar! ¡Ya es mucho el tiempo que he acampado entre los que aborrecen la paz!» Mésec y Cedar son nombres de lugares: Mésec es una tribu lejana, a miles de millas de Palestina en el sur de Rusia; Cedar es una tribu errante de reputación salvaje a lo largo de las fronteras de Israel. Ellas representan lo extraño y hostil. Si lo parafraseamos, el clamor es: «Vivo en medio de matones y bárbaros violentos; este mundo no es mi hogar y yo me quiero ir.»
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