Arthur Doyle - Las aventuras y misterios de Sherlock Holmes

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Las aventuras y misterios de Sherlock Holmes: краткое содержание, описание и аннотация

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El libro consta de doce cuentos: doce asuntos en los que Sherlock Holmes se valdrá de su deslumbrante inteligencia para dejar boquiabierto a su ayudante Watson —y también al lector— con su lógica implacable y sus certeras deducciones. Tabla de contenidos: 1. Escándalo en Bohemia. 2. La Liga de los Pelirrojos. 3. Un caso de identidad. 4. El misterio del valle Boscombe. 5. Las cinco semillas de naranja. 6. El hombre del labio torcido. 7. El carbunclo azul. 8. La banda de lunares. 9. El dedo pulgar del ingeniero. 10. El aristócrata solterón. 11. La corona de berilos. 12. El misterio de Copper Beeches. Sir Arthur Ignatius Conan Doyle (1859 – 1930) fue un médico y escritor escocés, creador del célebre detective de ficción Sherlock Holmes. Fue un autor prolífico cuya obra incluye relatos de ciencia ficción, novela histórica, teatro y poesía.

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Mientras él hablaba aparecieron, doblando la esquina de la avenida las luces laterales de un coche. Era este un bonito y pequeño landó, que avanzo con estrépito hasta detenerse delante de la puerta del Pabellón Briony. Uno de los vagabundos echó a correr para abrir la puerta del coche y ganarse de ese modo una moneda, pero otro, que se había lanzado a hacer lo propio, lo aparto violentamente. Esto dio lugar a una furiosa riña, que atizaron aún más los dos soldados de la guardia, que se pusieron de parte de uno de los dos vagabundos, y el afilador, que tomó con igual calor partido por el otro. Alguien dio un puñetazo, y en un instante la dama, que se apeaba del coche, se vio en el centro de un pequeño grupo de hombres que reñían acaloradamente y que se acometían de una manera salvaje con puños y palos. Holmes se precipitó en medio del zafarrancho para proteger a la señora; pero, en el instante mismo en que llegaba hasta ella, dejó escapar un grito y cayó al suelo con la cara convertida en un manantial de sangre. Al ver aquello, los soldados de la guardia pusieron pies en polvorosa por un lado y los vagabundos hicieron lo propio por el otro, mientras que cierto número de personas bien vestidas, que habían sido testigos de la trifulca, sin tomar parte en la misma, se apresuraron a acudir en ayuda de la señora y en socorro del herido. Irene Adler - seguiré llamándola por ese nombre-se había apresurado a subir la escalinata de su casa pero se detuvo en el escalón superior y se volvió para mirar a la calle, mientras su figura espléndida se dibujaba sobre el fondo de las luces del vestíbulo.

-¿Es importante la herida de ese buen caballero?-preguntó.

-Está muerto-gritaron varias voces.

-No, no, aún vive -gritó otra; pero si se le lleva al hospital, fallecerá antes que llegue.

-Se ha portado valerosamente -dijo una mujer-. De no haber sido por él, se habrían llevado el bolso y el reloj de la señora. Formaban una cuadrilla, y de las violentas, además. ¡Ah! Miren cómo respira ahora.

-No se le puede dejar tirado en la calle. ¿Podemos entrarlo en la casa, señora?

-¡Claro que sí! …Éntrenlo al cuarto de estar, donde hay un cómodo sofá. Por aquí, hagan el favor.

Lenta y solemnemente fue metido en el Pabellón Briony, y tendido en la habitación principal, mientras yo me limitaba a observarlo todo desde mi puesto junto a la ventana. Habían encendido las luces, pero no habían corrido las cortinas, de modo que veía a Holmes tendido en el sofá. Yo no sé si él se sentiría en ese instante arrepentido del papel que estaba representando, pero si sé que en mi vida me he sentido yo tan sinceramente avergonzado de mí mismo, como cuando pude ver a la hermosa mujer contra la cual estaba yo conspirando, y la gentileza y amabilidad con que cuidaba al herido. Sin embargo, el echarme atrás en la representación del papel que Holmes me había confiado equivaldría a la más negra traición. Endurecí mi sensibilidad y saqué de debajo de mi amplio gabán el cohete de humo. Después de todo pensé no le causamos a ella ningún perjuicio. Lo único que hacemos es impedirle que ella se lo cause a otro.

Holmes se había incorporado en el sofá, y le vi que accionaba como si le faltase el aire. Una doncella corrió a la ventana y la abrió de par en par. En ese mismo instante le vi levantar la mano y, como respuesta a esa señal, arrojé yo al interior el cohete y di la voz de ¡fuego!. No bien salió la palabra de mi boca cuando toda la muchedumbre de espectadores, bien y mal vestidos, caballeros, mozos de cuadra y criadas de servir, lanzaron a coro un agudo grito de ¡fuego! Se alzaron espesas nubes ondulantes de humo dentro de la habitación y salieron por la ventana al exterior. Tuve una visión fugaz de figuras humanas que echaban a correr, y oí dentro la voz de Holmes que les daba la seguridad de que se trataba de una falsa alarma. Me deslicé por entre la multitud vociferante, abriéndome paso hasta la esquina de la calle, y diez minutos más tarde tuve la alegría de sentir que mi amigo pasaba su brazo por el mío, alejándonos del escenario de aquel griterío.

Caminamos rápidamente y en silencio durante algunos minutos, hasta que doblamos por una de las calles tranquilas que desembocan en Edgware Road.

-Lo hizo usted muy bien, doctor -me dijo Holmes-. No hubiera sido posible mejorarlo. Todo ha salido perfectamente.

-¿Tiene ya la fotografía?

-Sé dónde está.

-¿Y cómo lo descubrió?

-Ya le dije a usted que ella me lo indicaría.

-Sigo a oscuras.

-No quiero hacer del asunto un misterio -exclamó, riéndose-. Era una cosa sencilla. Ya se daría usted cuenta de que todos cuantos estaban en la calle eran cómplices. Los había contratado para la velada.

-Lo barrunté.

-Pues cuando se armó la trifulca, yo ocultaba en la mano una pequeña cantidad de pintura roja, húmeda Me abalancé, caí, me di con fuerza en la cara con la palma de la mano, y ofrecí un espectáculo que movía a compasión. Es un truco ya viejo.

-También llegué a penetrar en ese detalle.

-Luego me metieron en la casa. Ella no tenía más remedio que recibirme. ¿Qué otra cosa podía hacer? Y tuvo que recibirme en el cuarto de estar, es decir, en la habitación misma en que yo sospechaba que se encontraba la fotografía. O allí o en su dormitorio, Y yo estaba resuelto a ver en cuál de los dos. Me tendieron en el sofá, hice como que me ahogaba, no tuvieron más remedio que abrir la ventana, y tuvo usted de ese modo su oportunidad.

-¿Y de qué le sirvió mi acción?

-De ella dependía todo. Cuando una mujer cree que su casa está ardiendo, el instinto la lleva a precipitarse hacia el objeto que tiene en más aprecio. Es un impulso irresistible, del que más de una vez me he aprovechado. Recurrí a él cuando el escándalo de la suplantación de Darlington y en el del castillo de Arnsworth. Si la mujer es casada, corre a coger en brazos a su hijito; si es soltera, corre en busca de su estuche de joyas. Pues bien: era evidente para mí que nuestra dama de hoy no guardaba en casa nada que fuese más precioso para ella que lo que nosotros buscábamos. La alarma, simulando que había estallado un fuego, se dio admirablemente. El humo y el griterío eran como para sobresaltar a una persona de nervios de acero. Ella actuó de manera magnífica. La fotografía está en un escondite que hay detrás de un panel corredizo, encima mismo de la campanilla de llamada de la derecha. Ella se plantó allí en un instante, y la vi medio sacarla fuera.

Cuando yo empecé a gritar que se trataba de una falsa alarma, volvió a colocarla en su sitio, echó una mirada al cohete, salió corriendo de la habitación, y no volví a verla. Me puse en pie y, dando toda clase de excusas, huí de la casa. Estuve dudando si apoderarme de la fotografía entonces mismo; pero el cochero había entrado en el cuarto de estar y no quitaba de mí sus ojos. Me pareció, pues, más seguro esperar. Con precipitarse demasiado quizá se echase todo a perder.

-¿Y ahora? -le pregunté.

-Nuestra investigación está prácticamente acabada. Mañana iré allí de visita con el rey, y usted puede acompañarnos, si le agrada. Nos pasarán al cuarto de estar mientras avisan a la señora, pero es probable que cuando ella se presente no nos encuentre ni a nosotros ni a la fotografía. Quizá constituye para su majestad una satisfacción el recuperarla con sus propias manos.

-¿A qué hora irán ustedes?

-A las ocho de la mañana. Ella no se habrá levantado todavía, de modo que tendremos el campo libre. Además, es preciso que actuemos con rapidez, porque quizá su matrimonio suponga un cambio completo en su vida y en sus costumbres. Es preciso que yo telegrafíe sin perder momento al rey.

Habíamos llegado a Baker Street, y nos habíamos detenido delante de la puerta. Mi compañero rebuscaba la llave en sus bolsillos cuando alguien le dijo al pasar: -Buenas noches, señor Sherlock Holmes.

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