Arthur Doyle - Las aventuras y misterios de Sherlock Holmes

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Las aventuras y misterios de Sherlock Holmes: краткое содержание, описание и аннотация

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El libro consta de doce cuentos: doce asuntos en los que Sherlock Holmes se valdrá de su deslumbrante inteligencia para dejar boquiabierto a su ayudante Watson —y también al lector— con su lógica implacable y sus certeras deducciones. Tabla de contenidos: 1. Escándalo en Bohemia. 2. La Liga de los Pelirrojos. 3. Un caso de identidad. 4. El misterio del valle Boscombe. 5. Las cinco semillas de naranja. 6. El hombre del labio torcido. 7. El carbunclo azul. 8. La banda de lunares. 9. El dedo pulgar del ingeniero. 10. El aristócrata solterón. 11. La corona de berilos. 12. El misterio de Copper Beeches. Sir Arthur Ignatius Conan Doyle (1859 – 1930) fue un médico y escritor escocés, creador del célebre detective de ficción Sherlock Holmes. Fue un autor prolífico cuya obra incluye relatos de ciencia ficción, novela histórica, teatro y poesía.

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Eran ya cerca de las cuatro cuando se abrió la puerta y entró en la habitación un mozo de caballos, con aspecto de borracho, desaseado, de puntillas largas, cara abotagada y ropas indecorosas. A pesar de hallarme acostumbrado a la asombrosa habilidad de mi amigo para el empleo de disfraces, tuve que examinarlo muy detenidamente antes de cerciorarme de que era él en persona Me saludó con una inclinación de cabeza y se metió en su dormitorio, del que volvió a salir antes de cinco minutos vestido con traje de mezclilla y con su aspecto respetable de siempre.

-Pero ¡quien iba a decirlo! -exclamé yo, y él se rió hasta sofocarse; y rompió de nuevo a reír y tuvo que recostarse en su sillón, desmadejado e impotente.

-¿De qué se ríe?

-La cosa tiene demasiada gracia. Estoy seguro de que no es usted capaz de adivinar en qué invertí la mañana, ni lo que acabé por hacer.

-No puedo imaginármelo, aunque supongo que habrá estado estudiando las costumbres, y hasta quizá la casa de la señorita Irene Adler.

-Exactamente, pero las consecuencias que se me originaron han sido bastante fuera de lo corriente. Se lo voy a contar. Salí esta mañana de casa poco después de las ocho, caracterizado de mozo de caballos, en busca de colocación. Existe entre la gente de caballerizas una asombrosa simpatía y hermandad masónica. Sea usted uno de ellos, y sabrá todo lo que hay que saber. Pronto di con el Pabellón Briony. Es una joyita de chalet, con jardín en la parte posterior, pero con su fachada de dos pisos construida en línea con la calle. La puerta tiene cerradura sencilla. A la derecha hay un cuarto de estar, bien amueblado, con ventanas largas, que llegan casi hasta el suelo y que tienen anticuados cierres ingleses de ventana, que cualquier niño es capaz de abrir. En la fachada posterior no descubrí nada de particular, salvo que la ventana del pasillo puede alcanzarse desde el techo del edificio de la cochera. Caminé alrededor de la casa y lo examiné todo cuidadosamente y desde todo punto de vista, aunque sin descubrir ningún otro detalle de interés. Luego me fui paseando descansadamente calle adelante, y descubrí, tal como yo esperaba, unos establos en una travesía que corre a lo largo de una de las tapias del jardín. Eché una mano a los mozos de cuadra en la tarea de almohazar los caballos, y me lo pagaron con dos peniques, un vaso de mitad y mitad, dos rellenos de la cazoleta de mi pipa con mal tabaco, y todos los informes que yo podía apetecer acerca de la señorita Adler, sin contar con los que me dieron acerca de otra media docena de personas de la vecindad, en las cuales yo no tenía ningún interés, pero que no tuve más remedio que escuchar.

-¿Y qué supo de Irene Adler? -le pregunté.

-Pues verá usted, tiene locos a todos los hombres que viven por allí. Es la cosa más linda que haya bajo un sombrero en todo el planeta. Así aseguran, como un solo hombre, todos los de las caballerizas de Serpentine. Lleva una vida tranquila, canta en conciertos, sale todos los días en carruaje a las cinco, y regresa a las siete en punto para cenar. Salvo cuando tiene que cantar, es muy raro que haga otras salidas. Sólo es visitada por un visitante varón, pero lo es con mucha frecuencia. Es un hombre moreno, hermoso, impetuoso, no se pasa un día sin que la visite, y en ocasiones lo hace dos veces el mismo día. Es un tal señor Godfrey Norton del colegio de abogados de Inner Temple. Fíjese en todas las ventajas que ofrece para ser confidente el oficio de cochero. Estos que me hablaban lo habían llevado a su casa una docena de veces, desde las caballerizas de Serpentine, y estaban al cabo de la calle sobre su persona. Una vez que me hube enterado de todo cuanto podían decirme, me dediqué otra vez a pasearme calle arriba y calle abajo por cerca del Pabellón Briony, y a trazarme mi plan de campaña. Este Godfrey Norton jugaba, sin duda, un gran papel en el asunto. Era abogado lo cual sonaba de una manera ominosa. ¿Qué clase de relaciones existía entre ellos, y qué finalidad tenían sus repetidas visitas? ¿Era ella cliente, amiga o amante suya? En el primero de estos casos era probable que le hubiese entregado a él la fotografía. En el último de los casos, ya resultaba menos probable. De lo que resultase dependía el que yo siguiese con mi labor en el Pabellón Briony o volviese mi atención a las habitaciones de aquel caballero, en el Temple. Era un punto delicado y que ensanchaba el campo de mis investigaciones. Me temo que le estoy aburriendo a usted con todos estos detalles, pero si usted ha de hacerse cargo de la situación, es preciso que yo le exponga mis pequeñas dificultades.

-Le sigo a usted con gran atención -le contesté.

-Aún seguía sopesando el tema en mi mente cuando se detuvo delante del Pabellón Briony un coche de un caballo, y saltó fuera de él un caballero. Era un hombre de extraordinaria belleza, moreno, aguileño, de bigotes, sin duda alguna el hombre del que me habían hablado. Parecía tener mucha prisa, gritó al cochero que esperase, e hizo a un lado con el brazo a la doncella que le abrió la puerta, con el aire de quien está en su casa. Permaneció en el interior cosa de media hora, y yo pude captar rápidas visiones de su persona, al otro lado de las ventanas del cuarto de estar, se paseaba de un lado para otro, hablaba animadamente, y agitaba los brazos. A ella no conseguí verla. De pronto volvió a salir aquel hombre con muestras de llevar aún más prisa que antes. Al subir al coche, sacó un reloj de oro del bolsillo, y miró la hora con gran ansiedad. -Salga como una exhalación -gritó-. Primero a Gross y Hankey, en Regent Street, y después a la iglesia de Santa Mónica, en Edgware Road. ¡Hay media guinea para usted si lo hace en veinte minutos!-. Allá se fueron, y, cuando yo estaba preguntándome si no haría bien en seguirlos, veo venir por la travesía un elegante landó pequeño, cuyo cochero traía aún a medio abrochar la chaqueta, y el nudo de la corbata debajo de la oreja, mientras que los extremos de las correas de su atalaje saltan fuera de las hebillas. Ni siquiera tuvo tiempo de parar delante de la puerta, cuando salió ella del vestíbulo como una flecha, y subió al coche. No hice sino verla un instante, pero me di cuenta de que era una mujer adorable, con una cara como para que un hombre se dejase matar por ella. -A la iglesia de Santa Mónica, John -le gritó-, y hay para ti medio soberano si llegas en veinte minutos.- Watson, aquello era demasiado bueno para perdérselo. Estaba yo calculando qué me convenía más, si echar a correr o colgarme de la parte trasera del landó; pero en ese instante vi acercarse por la calle a un coche de alquiler. El cochero miró y remiró al ver un cliente tan desaseado; pero yo salté dentro sin darle tiempo a que pusiese inconvenientes, y le dije: -A la iglesia de Santa Mónica, y hay para ti medio soberano si llegas en veinte minutos.- Eran veinticinco para las doce y no resultaba difícil barruntar de qué se trataba. Mi cochero arreó de lo lindo.

No creo que yo haya ido nunca en coche a mayor velocidad, pero lo cierto es que los demás llegaron antes. Cuando lo hice yo, el coche de un caballo y el landó se hallaban delante de la iglesia, con sus caballos humeantes. Pagué al cochero y me metí a toda prisa en la iglesia. No había en ella un alma, fuera de las dos a quienes yo había venido siguiendo, y un clérigo vestido de sobrepelliz, que parecía estar arguyendo con ellos. Se hallaban los tres formando grupo delante del altar. Yo me metí por el pasillo lateral muy sosegadamente, como uno que ha venido a pasar el tiempo a la iglesia. De pronto, con gran sorpresa mía, los tres que estaban junto al altar se volvieron a mirarme, y Godfrey Norton vino a todo correr hacia mí.

-¡Gracias a Dios! -exclamó-. Usted nos servirá. ¡Venga, venga!- ¿Qué ocurre?-, pregunté. -Venga, hombre, venga. Se trata de tres minutos, o de lo contrario, no será legal.-

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