Edith Bello - El nido verde

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El nido verde es una autobiografía ficcionada cuyos relatos transitan por caminos sinuosos. Los contrastes culturales, entre dos familias de inmigrantes de posguerra, percibidos desde la mirada de una niña, una joven y una mujer. Una travesía desesperada en búsqueda de la tierra perdida. Itinerario que recorre diferentes escenarios donde lo social y lo político se manifiesta a través de las vivencias de la protagonista durante su infancia en un pueblo católico de la Pampa Gringa. Tramas regladas por el miedo, la simulación colectiva y un control arrogante que devora lo vital de las experiencias humanas. Ante un entorno hostil, el amor, la libertad y la necesidad de lo genuino resultan impulsos movilizantes. El descubrimiento del jardín de Ruth a muy temprana edad le permite acceder a otro universo. Un refugio ante lo incomprensible y las incoherencias de los adultos. Espacio donde definirá una mirada interior y su perspectiva del mundo. En su juventud un progreso impetuoso y dictaduras despiadadas promueven una tragedia ciega y sorda al dolor. Cuando nada ha quedado en pie, en las voces de sus ancestros, reconoce que es momento de partir. Misiones en los bordes del país, como nuevo destino, resulta un lugar donde redescubrirse. La vida y la muerte, la pasión y el desamor, la defensa de lo propio cobran sentido ante un monstruo globalizador que hoy atenta contra lo primordial: la tierra, el agua, la simiente.

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En mi corazón el jardín de Ruth sobrevive intacto. Es un mundo que me cobijó en la infancia y me salvó la vida. Allí anidaron las primeras emociones amorosas en un entorno natural cuya belleza no podía encontrar en otro lado. La libertad experimentada mirando el cielo sumergida en una frescura inigualable era digna de las diosas. Sin embargo, los hijos del pastor jamás pudieron encontrar ese mágico lugar en su propia casa y a Lidia le faltó el aire desde que nació. Yo lo entendía porque mi casa, la escuela y el negocio de mi padre resultaban para mí una cárcel asfixiante. Sentía la hostilidad de aquellos lugares donde circulaban demasiadas personas y mercancías. Tenía una morada, pero no estaba en mi casa, sino en el jardín de Ruth. Hace un tiempo pinté un cuadro al que denominé El nido verde , para no olvidarme de mi primer amor.

3

Un día nuestra cachorra desapareció. Buscamos a nuestra pequeña durante todo el día hasta que se hizo de noche. Recorrimos el barrio, preguntamos a los vecinos, atravesamos los baldíos del vecindario llamándola incansablemente, pero todo fue en vano. Con Laura, mi hermana menor, no podíamos admitir que se hubiese escapado considerando el amor que le brindábamos. Era la primera cría de una perra que habíamos recogido de la calle. La madre era negra de pelo lacio y brillante. Ese verano había tenido seis cachorros. Los criamos hasta que tuvieron dos meses y nuestros padres solo nos permitieron quedarnos con una. Era una hembra un poco más rustica que su madre, negra, con el pecho, las patas y la punta del hocico blancos. Sentíamos un amor inconmensurable por ese animalito y nos pasábamos todo el tiempo jugando con ella. La llamamos Chiqui y le escribimos una canción que tarareábamos mientras ella saltaba feliz a nuestro alrededor.

Habían pasado dos días desde su inexplicable desaparición. Fueron horas angustiosas sin novedad alguna. Mis padres insistían en que se había escapado o quizás alguien la habría robado. Los empleados que trabajaban en el negocio afirmaban lo mismo y nos aconsejaban que dejáramos de buscarla. Nosotras, sin resignarnos, preguntamos a los vecinos si habían visto algún extraño merodeando cerca de la casa. Estábamos desoladas, pero no pensábamos claudicar, así que organizamos una campaña de búsqueda con nuestros primos. La odisea duró un día más hasta llegada la noche. El Polaco, un jovencito que trabajaba en el negocio y que nos vio deambular angustiosamente, se conmovió ante nuestra insistencia. Asustado, nos confesó que la perrita había muerto, a pesar de la reprimenda que iba a recibir de mis padres. La había atropellado un camión una mañana cuando nosotras estábamos en la escuela, y mi madre mandó a sepultarla en el jardín de Ruth antes de que regresáramos. Ante semejante confidencia, con Laura, corrimos llorando desconsoladas al lugar indicado por el Polaquito. No podíamos soportar siquiera la idea de que estuviera enterrada. Escarbamos la tierra con las manos, pero la naturaleza ya había iniciado el proceso de descomposición. Escapamos del lugar para recuperarnos de la impresión. Al otro día, indignadas y tristes, se nos ocurrió que podríamos darle un sepulcro digno. Llevamos al lugar piedras de ripio con las que hicimos un rectángulo y armamos una cruz con dos maderas. Lavamos un frasco de mermelada y lo usamos como florero donde colocamos un ramo de junquillos. La tumba había quedado hermosa y a pesar del desconsuelo estábamos conformes con nuestra ofrenda. Ni por un segundo nos percatamos del problema que sin querer acabábamos de iniciar.

Una alambrada separaba el jardín de Ruth de la vereda transitada por los vecinos que enseguida advirtieron la turbadora presencia. Preguntaban a quién pertenecía esa tumba y por qué no estaba en el cementerio. Expresaban su disconformidad y amenazaban con hacer la denuncia a la policía. Mis padres dieron las explicaciones del caso, pero los vecinos no creyeron que fuera cosa de chicos. Como respuesta después de explicarnos la situación mandaron a sacar la cruz y las flores para terminar de una vez con el problema. Sentenciadas por los adultos dejamos de visitar la sepultura de nuestra perrita, pero la observábamos desde el otro lado de la alambrada. No queríamos dejarla sola en la oscuridad. Al poco tiempo esta comenzó a cubrirse de una tupida enredadera con unas flores blancas que se abrían solamente de noche. Eran muy exóticas, con una corola de pétalos blancos y estambres violetas. La gente empezó a sugestionarse y cruzaban de vereda para no pasar frente al lugar. Mis padres mandaban a cortar la enredadera, pero volvía a nacer cada vez con más fuerza, así que al cabo de un tiempo no insistieron. Cuando parecía que todo iba volviendo a la normalidad y los vecinos se calmaron, una noche mi tía Dina llegó despavorida al negocio en su bicicleta. Pálida y temblorosa, comentó que vio una luz blanca flotando del otro lado del alambrado. Los clientes, curiosos y asustados, murmuraban en voz baja. Durante los días siguientes se rumoreaba que otras personas también habían visto algo extraño y a partir de entonces se multiplicaron las versiones que afirmaban haber notado una luz transparente suspendida en el lugar. Mi padre intentaba dar una respuesta racional y explicaba que podría ser el reflejo que irradiaban los huesos de los animales bajo la luz de la luna. Pero nadie escuchaba. La sugestión crecía y empezó a molestar a los pastores que no podían tolerar que se vieran fantasmas en el predio de su iglesia. Yo sentía un poco de temor por todo lo que se decía, pero tenía mi propia idea del fenómeno. Pensaba que la luz que flotaba era la de nuestra amada Chiqui y las flores blancas que se abrían cada noche expresaban nuestro amor por ella. Años más tarde descubrí que aquella enredadera se llamaba “pasionaria”. En ese momento el amor y el temor se reunieron. La pérdida y el ocultamiento. Una muerte accidental se transformó en tragedia cuando a nuestra perrita sin más se la tragó la tierra. Su desaparición nos partió el alma, pero la naturaleza hizo su parte y la magia apareció una vez más en el jardín de Ruth.

4

Desde chica sentí que mi familia estaba ubicada en la periferia y más allá también. Ser adventista en una ciudad de católicos no era fácil. Pero además quedar fuera de la hermandad de los sabatistas era estar a la intemperie del mundo. Mis padres, Adolfo y Rosita, se habían casado sin la plena bendición de sus padres por pertenecer a religiones diferentes. Ella era una niña bien, hija de una familia de sicilianos de buena posición que pretendían para su hija un compatriota en una situación semejante económica. Pero ella había osado enamorarse de mi padre, un inmigrante ruso cuyo mayor recurso era su fuerza física y voluntad de prosperar. Y, como si esto fuera poco, Rosita se atrevió a casarse solamente por civil, sin pasar por ninguna de las dos iglesias. Yo sentía que mis padres cargaban con el estigma de haber optado por quedar fuera de la protección divina en un mundo de creyentes. Nada de lo que pudieran hacer iba a ser suficiente para ser reconocidos por la otra parte como uno de ellos. Para los adventistas, mi padre no solo era considerado un desertor, sino un hombre que había hecho dinero sin guardar el sábado y sin pagarles el diezmo. Demasiados pecados en una misma persona que desde joven los había desafiado con irreverencia. Con esa sensación de no pertenecer a ningún lado y un nido poco propicio para sentirme segura atravesé mi infancia en San Nicolás de los Arroyos. Una pequeña ciudad de la provincia de Buenos Aires, en la zona de la llamada pampa gringa. Denominada de ese modo porque fue colonizada por españoles e italianos.

Por esos años conocí a Lili. Mi mejor amiga de la infancia. Nuestras casas estaban apenas separadas por un muro. La suya tenía una reja alta en el frente y la mía solamente un cantero con plantas. Ella era castigada con frecuencia por distintos motivos: pelear con sus hermanos, no ordenar su cuarto o simplemente desobedecer a su madre. Lili era la hija del medio que, como yo, padecía a sus hermanos. Amábamos jugar solas a la siesta y en silencio cuando todos dormían. Cuando ella no salía al patio significaba que la habían castigado. Entonces yo golpeaba las dos manos con fuerza desde la vereda. No alcanzaba el timbre, así que insistía hasta que su madre se asomaba. Desde la distancia gritaba: “Lili hoy no juega porque se portó mal”. Yo me quedaba parada del lado de afuera, prendida a los hierros negros, mirando hacia adentro con una furia silenciosa. Sentía impotencia contra semejante injusticia. Esa mujer implacable nos robaba el momento más preciado del día. Tampoco entendía por qué la pena consistía en prohibir el juego cuando podría decidir cualquier otra cosa, no sé, obligarla a comer lentejas o cuidar a su hermanito menor. Sentíamos que la actitud de su madre era extrema y decidimos hacer algo al respecto. Abrimos entre las dos un boquete pequeño a través del muro que nos separaba. No podíamos vernos los rostros, pero sí escucharnos y espiarnos con un solo ojo, tocarnos las puntas de los dedos e intercambiar figuritas echas un rollito. Nos bastaba ese encuentro limitado y secreto para ser felices. El lugar se constituyó en un refugio bajo la sombra de las enredaderas. Permanecíamos sentadas a cada lado del muro durante las mágicas siestas. El agujero en la pared fue creciendo con el tiempo y duró hasta llegada nuestra adolescencia.

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