Augusto José - Un oasis de misericordia

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El Papa Francisco, al inicio de su Pontificado, hizo extensivo «el llamado» a cada cristiano a establecer un encuentro personal e íntimo con Jesucristo, el Señor, y a dejarse encontrar por Él, a partir de las realidades que le tocan vivir, para ser allí mismo, con su vida y vocación, testimonio gozoso del Evangelio:
"Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque «nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor»" («Evangelii gaudium», 2).
UN OASIS DE MISERICORDIA desea ser un eco de ese llamado, invitando al lector a reflexionar en torno al encuentro renovado que Dios anhela establecer personalmente con él, a través de su Hijo, por el Espíritu Santo, en modo particular en este tiempo de angustia, de sufrimiento, de incertidumbre, incluso de muerte, por el que atravesamos y que pone a prueba también nuestra fe (cfr. Dt 8, 2-5; Jdt 8, 21-23; 1Pe 1, 6-9).
Se trata de un libro de meditaciones cristianas para la vida, fundamentadas en la Palabra de Dios y el Magisterio del Santo Padre, cuyo contenido se orienta, como la leña encendida del hogar, a devolver al corazón la compañía silenciosa de la fe, la luz radiante de la esperanza y el fuego transformante del amor; portando el sentido de Dios a la difícil realidad por la que atravesamos, proponiendo el cultivo de una mirada transparente, serena, armoniosa que sea capaz de contemplar a Dios, vivo y presente, en medio de nosotros, cuidándonos, sosteniéndonos con su gracia, atrayéndonos con bondad.
El título de la Obra, tomado de Papa Francisco (cfr. «Misericordiae vultus», 12), quiere expresar simbólicamente su propósito: ser «un lugar de encuentro», donde poder descansar después de una larga travesía a través del desierto, recuperar la serenidad y la paz, y cultivar un diálogo sincero y abierto con uno mismo, con la Creación y con Dios. Cada meditación, como un vaso de barro, frágil pero disponible, quiere ser el instrumento para extraer del pozo profundo del corazón el Agua saludable que anhela saciar la sed, como peregrinos de la vida y discípulos del Señor.
Atravesamos una fase delicada en nuestra historia, pero también ello encierra el noble desafío y el llamado a levantar la mirada, a abrirnos al futuro con esperanza y renovada confianza en Dios, que ama la vida, aprendiendo de cada acontecimiento, que se nos presenta como una posibilidad de encontrar en Él el auténtico oasis que esconde el Agua viva, Cristo Jesús, anhelante de saciar los vacíos de nuestro corazón, y colmar de felicidad y entusiasmo nuestra vida, al amparo de su paz (cfr. Ap 21, 6).

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De pie, firme en la orilla, y desde su altura encumbrada, a toda hora, ya sea de noche o de día, despliega su misión, destellando en todas las direcciones un potente haz de luz, de manera que ella pueda ser percibida por todos, especialmente por el que navega en la distancia, y particularmente por aquél que está en peligro, invitándolo a orientar su rumbo hacia el lugar desde donde procede la luz, con la confianza de que allí podrá encontrar el «seguro y tranquilo puerto» (san Bruno).

A veces la tiniebla impedirá al navegante percibir la luz del faro, mas no ha de temer, pues ella es tan potente que es capaz de traspasar el corazón mismo de la oscuridad; aun si el navegante está demasiado ocupado en sus pericias, que hasta le parece haber perdido el rumbo. Le será conveniente, pues, estar atento, y levantar con confianza sus ojos y agudizar su mirada, para descubrir que en la distancia se manifiesta, siempre amable, la luz buena que lo guiará a su real destino.

Es esa luz que nunca le falta al faro, pues ha sido llamado precisamente a custodiarla, por lo que ha de permanecer igualmente atento, esto es, despierto, en vela, para no dejar de enviar sus destellos hacia el mar.

El faro sabe que la luz no es suya, sólo su custodio y el portador de su mensaje, y que su misión tiene sentido en cuanto que entrega esa luz completa y que descansa en su interior, de manera que el navegante pueda llegar a salvo.

Es por eso que él ha sido puesto en un “lugar elevado”, de modo que su luz pueda ser percibida desde cualquier punto en la distancia. Su altura significa para él un lugar privilegiado, es cierto, mas no porque sea mejor o por querer quedar por encima del navegante, sino en función de su misión , que ha de custodiar como precioso tesoro, a fin de acercar con firme disponibilidad la luz que él ha recibido, que viene de lo alto y que ha de cuidar con fidelidad y alegría, volviéndose canal, mediador, instrumento, un humilde mensajero de esa luz que desciende y que busca rescatar al que viaja por los mares, a veces tempestuosos, de la vida.

Para cumplir cabalmente su misión, el faro deberá ser transparente, quitando todo lo que pueda impedir que la luz llegue a los navegantes, y no buscando guardar la luz para iluminar sólo a su alrededor, puesto que ella le ha sido dada especialmente para llegar a todos y abrazar a todos con su potente y bondadoso resplandor. Si sólo se iluminara a sí mismo, no tendría razón de ser su misión, y se limitaría a ser como una lámpara que se esconde debajo de la mesa, impidiendo a los demás poder ver la luz (cfr. Lc 11, 33-36).

Es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe –nos exhorta el Papa Francisco... Y es que la característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. Porque una luz tan potente no puede provenir de nosotros mismos, ha de venir de una fuente más primordial, tiene que venir, en definitiva, de Dios. La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida. Transformados por este amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro. La fe, que recibimos de Dios como don sobrenatural, se presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo. Por una parte, procede del pasado; es la luz de una memoria fundante, la memoria de la vida de Jesús, donde su amor se ha manifestado totalmente fiable, capaz de vencer a la muerte. Pero, al mismo tiempo, como Jesús ha resucitado y nos atrae más allá de la muerte, la fe es luz que viene del futuro, que nos desvela vastos horizontes, y nos lleva más allá de nuestro «yo» aislado, hacia la más amplia comunión. Nos damos cuenta, por tanto, de que la fe no habita en la oscuridad, sino que es luz en nuestras tinieblas3.

El faro propicia, por tanto, el encuentro entre el navegante y Aquél que es la Fuente de la Luz de la vida, DIOS, que desea iluminar sus oscuridades y conducirlo, progresivamente, como adentrándose en la inmensidad del mar, hacia la plenitud de su amor, revelado con misericordiosa ternura.

La luz, por tanto, de la que el faro es portador y custodio, es una luz buena, y que se manifiesta con bella claridad para conducir, para guiar, para propiciar el encuentro, el abrazo luminoso del padre cuando el hijo ha vuelto a casa, la salvación; es, por tanto, una luz cercana, que sale al encuentro y que abraza, envolviendo al navegante con su manso resplandor, aunque su punto de referencia sea uno, el faro, pues permanece estable, cual don de fidelidad, mas sólo porque su misión está afianzada sobre la roca firme en la montaña, indicándole al navegante que la luz que proviene de su interior es fiable, que en su guía puede confiar.

Aunque también es una luz que espera, que lo deja libre para que pueda conducir o reorientar su barca hacia Aquél que lo llama con destellos de bondad, de ternura y compasión (cfr. Sal 102 y 124), proponiéndole un camino de vida nueva y esperanza, aunque a veces destella tímidamente entre la espesura de la niebla o parece que se ha apagado en medio de la fuerte tempestad.

La barca podrá retomar, gracias a la luz de la fe que transmite el faro, el horizonte perdido, el rumbo cierto, el navegar sereno, y llegar al puerto donde podrá descansar, alimentarse, recobrar sus fuerzas y recoger los víveres necesarios para continuar el viaje. La tentación será pretender no fiarse de la luz que se le entrega como un don, y querer navegar por la vida sin su guía y orientación, conduciendo la propia barca hacia mares que podrían hacer encallar en la noche su vida, haciéndola chocar contra las duras rocas del sinsentido, acarreando sufrimiento y quebrantando la esperanza (cfr. Dt 8, 2-18).

Sin la luz de la fe, pues, la barca navegará a la deriva, y las pericias, acaso de experto navegante, parecerán no alcanzar o no servir para recobrar el rumbo perdido. Pero no se debe temer, sólo basta con levantar la mirada con confianza al cielo para descubrir, para encontrar, especialmente en la noche más oscura, el faro que, de día y de noche, se alza para acercarle la más verdadera y segura luz de salvación.

En la fe, don de Dios, virtud sobrenatural infusa por Él, reconocemos que se nos ha dado un gran Amor, que se nos ha dirigido una Palabra buena, y que, si acogemos esta Palabra, que es Jesucristo, Palabra encarnada, el Espíritu Santo nos transforma, ilumina nuestro camino hacia el futuro, y da alas a nuestra esperanza para recorrerlo con alegría. Fe, esperanza y caridad, en admirable urdimbre, constituyen el dinamismo de la existencia cristiana hacia la comunión plena con Dios. ¿Cuál es la ruta que la fe nos descubre? ¿De dónde procede su luz poderosa que permite iluminar el camino de una vida lograda y fecunda, llena de fruto?4

La fe cristiana está centrada en Cristo, es confesar que Jesús es el Señor, y Dios lo ha resucitado de entre los muertos (cfr. Rom 10, 9). Todas las líneas del Antiguo Testamento convergen en Cristo; Él es el «sí» definitivo a todas las promesas, el fundamento de nuestro «amén» último a Dios (cfr. 2Cor 1, 20). La historia de Jesús es la manifestación plena de la fiabilidad de Dios. Si Israel recordaba las grandes muestras de amor de Dios, que constituían el centro de su confesión y abrían la mirada de su fe, ahora la vida de Jesús se presenta como la intervención definitiva de Dios, la manifestación suprema de su amor por nosotros. La Palabra que Dios nos dirige en Jesús no es una más entre otras, sino su Palabra eterna (cfr. Hb 1, 1-2). No hay garantía más grande que Dios nos pueda dar para asegurarnos su amor, como recuerda san Pablo (cfr. Rom 8, 31-39). La fe cristiana es, por tanto, fe en el Amor pleno, en su poder eficaz, en su capacidad de transformar el mundo e iluminar el tiempo. «Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1Jn 4, 16). La fe reconoce el amor de Dios manifestado en Jesús como el fundamento sobre el que se asienta la realidad y su destino último.

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