Pablo R. Fernández Giudici - El Alcázar de San Jorge

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Siglo XVII. Un veterano de un tercio español destinado en Flandes, esquiva la muerte una y otra vez como si los cielos le tuvieran reservada una misión secreta.La frustración, el hartazgo y una revelación serán el inicio de un accidentado periplo que lo llevará hasta las lejanas costas del Río de la Plata. Una vez desembarcado en la Buenos Aires colonial, con la ayuda de un viejo amigo y confesor, dará forma a su aventura, plagada de misterios, señales y oscuras referencias ligadas a un pasado doloroso del que no logra huir.

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Perdí mis pensamientos en aquellos pequeños detalles en tanto nos alejábamos de las puertas del convento saludando a la distancia. La verdadera aventura estaba por comenzar.

Capítulo VI

El viaje

Durante el trayecto que nos separaba del puerto, Alonso, que era un hombre poco afecto a las palabras, aunque de conversación amena, se hallaba particularmente silencioso y apesadumbrado. No pensé que despedirse del prior pudiese afectarlo tanto, pues se lo veía un hombre resuelto; pero era evidente que existían razones que amargaban a su corazón y que yo aún no comprendía. No me tomaría demasiado tiempo descubrir al verdadero hombre detrás del personaje que a menudo construía de sí mismo.

Llegamos al puerto y al fin dimos a la distancia con nuestro transporte: una nave mercante portuguesa de tres palos, fondeada no muy lejos del muelle principal. Luego de hacer algunas averiguaciones, dimos con el primer oficial. Cambiamos pocas palabras evitando perdernos en formalidades, nos pidió que lo aguardásemos antes de conducirnos al buque. Alonso se mostraba impaciente y algo importunado por la espera, deseaba abordar cuanto antes el navío y emprender el viaje. Era evidente que toda esta situación lo perturbaba aunque, en vano, hacía el esfuerzo por transmitir tranquilidad y control.

Aún en tierra, el parco primer oficial nos hizo una seña y nos invitó a unirnos a tres hombres que conversaban animadamente. Sin demasiado protocolo y con modos bastante hoscos, nos presentó al capitán. Inmerso en alguna clase de secreto negocio, el comandante de la nave pronto se incomodó por nuestra presencia y terminó el diálogo con los hombres locales, a quienes despidió con prisa. Sin siquiera estrechar nuestra mano, con un seco movimiento de cabeza a modo de presentación, mencionó su nombre y nos anotició que en breve subiríamos al esquife para abordar el Trinidad.

Alonso miraba en derredor con gesto serio y desconfianza; no parecía sentirse muy cómodo en puerto y, a decir verdad, su primera impresión sobre nuestro encuentro con los marinos no me había sido precisamente inspiradora.

–Muchacho, este tipo no me gusta nada.

Algo atemorizado por su apreciación, pero más aún por compartirla, asentí con cara de nada y apreté más fuerte mi hatillo resignado a una suerte que ya estaba echada.

–No te preocupes; no es nada que no pueda manejar –dijo guiñándome un ojo y ofreciendo una media sonrisa que pretendía sosegarme.

No debimos esperar demasiado hasta que un par de hombres cargaron tres o cuatro barricas y algunas bolsas y nos ayudaron a abordar. Ya sobre el agua, el lento mecer de la barca invitaba a la reflexión en medio del comienzo de la aventura. Ignoro los derroteros por los que se perdían las reflexiones de Alonso, pero yo no podía evitar pensar en el prior, en Rodrigo, en los túneles y en el bueno de Fernando a quien quizás ahora desde la soledad, empezaba a apreciar como amigo. Alonso estaba alerta y el silencio de aquel bote de 6 almas, sólo era interrumpido por el chapoteo de los remos sobre el agua.

Tras unos minutos de paciente recorrido, estuvimos por fin a los pies del navío. Desde el agua que nos sacudía vagamente, observamos la estructura de madera y vimos de cerca nuestro hogar durante las próximas semanas. Subimos a él con alguna dificultad, en especial yo, pues no era hombre del oficio y mi falta de pericia quedó expuesta de inmediato para mofa de los marineros. Alonso, en cambio, mucho más diestro, se adelantó ofreciendo ayuda a los hombres para cargar las provisiones, en un primer gesto de buena convivencia.

Como los vientos eran favorables, el capitán no tardó en dar la orden de aprestar al navío para zarpar, por lo que pudimos ponernos en movimiento casi de inmediato. La tripulación no era numerosa, unos seis hombres, además del primer oficial y el capitán. Todos se movían con seguridad y sin perder tiempo, bajo la mirada vigilante del primer oficial, que atendía a los detalles, exhibiendo una sólida experiencia. Con algo de frialdad, nos ordenó que nos apartáramos para que sus hombres pudieran trabajar, indicándonos el sitio donde podíamos esperar hasta haber completado la salida del puerto.

Alonso me indicó con la cabeza que lo siguiera y, algo apartados de los marineros, pudimos cambiar algunas palabras.

–¿Te has dado cuenta de que los hombres no reparan en nuestra presencia, verdad? Eso es porque es normal para ellos llevar todo tipo de carga, incluso personas. Están habituados a no hacer preguntas. Cuando te lo indique, quiero que guardes en tus partes íntimas algo que te voy a dar.

–¿Cómo dice? –atiné a preguntar.

–Lo que oíste. No te van a registrar, pero a mí sí –hizo una breve pausa y alcanzándome un hato de trapo dio la voz de alerta– ¡Ahora!

Oculté con el mayor disimulo posible aquel objeto de relativo peso entre mis ropas internas, como me lo había pedido Alonso. No entendía a qué se refería pero confiaba en él. Intentaba vivir la experiencia como algo nuevo y educativo para mí, aunque era evidente que me hallaba aterrado. Ese viaje era un desafío al que no quería renunciar y menos aún a minutos de estar embarcados. De modo que traté de hacer como que nada pasaba y contemplé la costa bañada por aquel mar dulce.

Una vez alejados de Buenos Aires, lo suficiente como para que la distancia no pudiera cubrirse a nado, al fin se presentó el capitán y nos dirigió la palabra como si hasta entonces no hubiésemos existido.

–Caballeros, bienvenidos al Trinidad. Considérense mis huéspedes, aunque no esperen demasiados lujos. No somos una tripulación numerosa, de modo que nos verán trabajando la mayor parte del tiempo. Nos espera un trayecto largo y algunos tramos del viaje serán complicados, espero que eso no les ocasione mayores contrariedades. Para la seguridad de todos, esperamos que estén más cómodos en la bodega. Mi primer oficial les indicará. Les ruego me dejen sus pertenencias.

–¿Por qué habríamos de hacerlo? –increpó Alonso poco amistosamente.

–Por vuestra seguridad –replicó el capitán.

–No veo cual es el riesgo –devolvió Alonso, invitando al desafío.

No bien hubo terminado de pronunciar la frase, el primer oficial desenvainó un largo cuchillo y nos lo mostró a modo de respuesta silenciosa.

–¿Comprendéis ahora, caballeros? ¡Registradlos!

Pronto, un par de marinos fuertes hurgaron entre nuestras ropas y nos despojaron de cuanto objeto traíamos. Era evidente que el capitán tenía claro qué buscar y a quién registrar, pues los hombres no perdieron demasiado tiempo conmigo, tal vez por respeto a la cruz o porque sabían de antemano quién era quién entre sus pasajeros. Sólo después de un unos minutos comprobé que el objeto que me había dado Alonso estaba a resguardo. Volví a advertir su astucia y olfato, anticipando el movimiento de aquellos rufianes. Lo que para mi mocedad era algo cercano a la magia, con los años fue trocando de nombre hasta alcanzar la sensatez: era cuestión de tiempo para comprender que en realidad se trataba de experiencia. Empezaba a conocer mejor a mi compañero y no dejaba de sorprenderme.

Un marinero tomó mi cruz de madera y la sujetó, a punto de arrancarla, mirando al capitán como solicitando el permiso. El capitán se lo negó con un movimiento de cabeza. Alonso siguió la secuencia con los ojos sin decir palabra.

–Usted debe ser Lorenzo –preguntó el comandante–. Entrégueme la carta.

–Veo que el hermano Rodrigo le ha dado buenas referencias nuestras. ¿Debemos considerarnos vuestros prisioneros?

–Deme la carta.

El primer oficial acercó más el acero y Alonso procuró que la situación no empeorara. Aún con la costa a la vista, tenía la impresión de que si no usaba bien sus opciones, ese sería el fin de las señales. Sin duda un excelente momento para entender que la prudencia, es la mejor de ellas.

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