En los vertebrados, el exceso de hormonas asociadas al estrés en el torrente sanguíneo produce lesiones en los riñones e hipertensión, y hace colapsar el sistema inmunitario. Dado que esta secreción hormonal, abundante y repentina, es una característica propia de cada especie, es probable que se encuentre programada en el material genético. Por eso la vida moderna en las grandes urbes, tensa y llena de roces agresivos, hace que las glándulas suprarrenales produzcan excesos de cortisol, con el consiguiente deterioro orgánico. La vida se torna más corta, como en el salmón, solo que el proceso no marcha con tal celeridad.
Los vegetales tampoco se escapan de esas muertes súbitas y prematuras. Hay un árbol en Panamá que crece durante muchos años hasta alcanzar una talla respetable. Llegado al momento de plena madurez, en solo una estación produce semillas a granel y muere (la vida a veces exagera en el derroche). La trucha arco iris de Canadá nos ofrece un caso bien curioso de envejecimiento. Al igual que el salmón, envejece en su viaje hacia el sitio que la vio nacer; pero una vez completada la tarea reproductiva emprende un rejuvenecedor regreso al mar. Las calcificaciones arteriales y todos los demás signos de vejez desaparecen mágicamente, de tal suerte que, al llegar de nuevo a su hábitat natural, la trucha se encuentra rejuvenecida y saludable.
Algunos humanos padecen una rara anomalía de origen genético, conocida con el nombre de “progeria infantil”, desorden que acelera de forma considerable y misteriosa el ritmo del reloj biológico. Los portadores del defecto suspenden el crecimiento a los 7 años y, a los 12, poco antes de morir de vejez, ya muestran el cabello gris o la calvicie de los octogenarios, la sordera de los ancianos, arterioesclerosis, problemas cardiacos y la voz seca y cascada de los viejos. Sin embargo, contrario a lo que ocurre con el envejecimiento en las personas normales, es raro el cáncer y la demencia (Medina, 1997). Los enfermos de progeria suelen morir de cardiopatías o de accidentes neurovasculares antes de cumplir los 15 años. Los cultivos de células tomadas de esos niños se comportan como si pertenecieran a septuagenarios, pues se dividen con baja frecuencia y solo unas pocas veces, para suspender muy pronto y de manera abrupta la actividad multiplicativa.
Una forma más benigna de la progeria se conoce como síndrome de “Werner”. La enfermedad se gesta en la niñez y se manifiesta al llegar a la pubertad. El primer síntoma notable es que no se presenta el “estirón” de la adolescencia. Poco después el pelo encanece y se cae, aparecen las deslucidas manchas de la vejez, la voz se debilita y agudiza y hacen su aparición la osteoporosis, las cataratas y la diabetes. El sistema cardiovascular se deteriora tanto que la muerte ocurre por lo regular debido a fallas cardiacas. La frecuencia de tumores se incrementa, como es lo usual en personas de edad, pero los carcinomas no son comunes (Greaves, 2001).
Figura 4.1 Niño afectado de progeria infantil
El envejecimiento no es homogéneo. Para algunos, lo primero que envejece es la piel; para otros, el pelo o el sistema cardiovascular, prueba de que el envejecimiento es causado por varios grupos de genes. Se ha descubierto que después de la división de una célula, esta pierde entre cinco y veinte segmentos de los telómeros, cadenas de nucleótidos que rematan los dos extremos de los cromosomas, y que tienen la función de darle estabilidad al cromosoma y evitar cortes durante la división celular. Por eso, la longitud de los telómeros revela de forma indirecta la edad de la célula y, con ella, la del individuo, de tal suerte que en aquellos humanos que llegan a los 80 años, los telómeros son apenas cinco octavos de lo que fueron al nacer.
Los biólogos deducen, del funcionamiento de los telómeros, que los animales longevos no deben tener predadores efectivos, pues de lo contrario sus telómeros no habrían evolucionado para extenderse y aumentar así la vida media. Poco ganaría un ratón con telómeros para cien años si los predadores a lo sumo le permitieran vivir tres. Los investigadores también han descubierto que las células cancerosas producen una enzima, la telomerasa, que facilita la síntesis de los segmentos del telómero perdidos en las divisiones sucesivas, lo que explica su inmortalidad, pues recuperan lo perdido en cada división y así pueden continuar de manera indefinida. Como prueba a favor de tal teoría, se ha encontrado que aquellas personas que presentan envejecimiento prematuro poseen telómeros en extremo cortos.
El doctor Michael West, investigador de la compañía Geron, ha identificado un conjunto de genes que promueven el envejecimiento de la piel, los vasos sanguíneos y algunos tipos de células del cerebro. Asimismo, en la Universidad de Texas, los científicos han descubierto dos programas genéticos, bautizados por ellos con los nombres de “Mortalidad 1” y “Mortalidad 2”, que causan envejecimiento. Cuando se activa el primero, las células comienzan a envejecer; si se desactiva, la vida de las células puede extenderse hasta un 40%. El segundo programa es más drástico: al activarse, las células envejecen con suma rapidez, pero al inhibirse, las células, como las cancerosas, se vuelven inmortales.
Parece un absurdo evolutivo que se desarrollen genes para causarnos la muerte, pero no es así cuando se analiza la situación con mayor detenimiento. Steven Austad ha acuñado el término “pleiotropía antagónica” para calificar algunas características de origen genético que son ventajosas durante la época reproductiva, pero que después, en fases tardías de la vida, producen deterioro, cuando ya la reproducción no importa mucho. Esta es la misma filosofía del hedonista consumado: “gozo ahora y las pago después”. Steve Jones (1998) dice que la filosofía de “vive ahora y paga después” resulta favorable si las ventajas de ayudar a los jóvenes a vivir lo bastante, como para transmitir sus genes, superan la desventaja de que el mismo gen termine por matar a sus portadores después de superado el periodo reproductivo.
El etólogo alemán Vitus Dröscher (1984) destaca un hecho interesante con respecto al envejecimiento: mientras que un organismo esté en etapa de crecimiento, mantendrá constantes las características juveniles (el “paso elástico” que forma parte de la alegría de la juventud, según D’Arcy Thompson). La tortuga gigante, reptil que alcanza sin dificultad los trescientos años de edad y que pasa casi toda su vida en etapa de crecimiento, le sirve de prueba para su tesis, e igual cosa ocurre con la secuoya gigante de California, organismo vegetal que siempre está creciendo y que alcanza los cien metros de altura a los 4.500 años de edad (Pelt, 1986). Algunos expertos creen que la marca absoluta de longevidad pertenece a una conífera californiana, un pino (Pinus aristata) cuyo crecimiento en extremo lento se debe a su hábitat a gran altura en la Sierra Nevada americana. Según el número de anillos de su tronco, un ejemplar derribado por un rayo pudo haber vivido cuatro mil seiscientos años.
Un fenómeno curiosísimo relacionado con la duración media se ha observado entre los mamíferos. Estos animales realizan en su vida, aunque a distintos ritmos, unas doscientas millones de respiraciones, y sus corazones pulsan ochocientos millones de veces, lo que significa que existe un total biológico que parece ser es el mismo para todos. El hombre, misteriosamente, se aparta considerablemente de tales valores, de modo que su total biológico es un poco más del triple de lo esperado por su peso y talla, y queda así convertido en el más longevo de los mamíferos. Y tal vez debido al menor ritmo metabólico, las mujeres viven en promedio cerca de ocho años más que los varones. Recordemos que de cuatro mil centenarios en Gran Bretaña tres mil son mujeres. Con razón algunos maridos aseguran que las suegras son eternas.
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