Carlos Cortés - Cruz de olvido

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Publicada por primera vez en México, en 1999, la novela
Cruz de olvido anticipó la corrupción, violencia, crimen organizado y crisis de identidad que caracterizarían el mundo latinoamericano en el siglo XXI. A partir de la masacre de Alajuelita, el fin de las ideologías y la perversa complicidad entre la democracia moderna y los poderes ocultos, la novela se interna en un mundo que no por subterráneo es menos verosímil, y que mezcla la sátira corrosiva con el género negro y la indagación política y moral.Como escribió el crítico peruano Julio Ortega: «Cortés logra con esta novela una verdadera proeza literaria: darle una imagen política al fin de siglo latinoamericano. Se trata de una entrañable y severa versión de la desintegración de las ilusiones revolucionarias en la América Central… la novela diseña el desastre del futuro. Y nos entrega una poderosa fábula vital de la profunda irracionalidad que ha dominado nuestro tiempo, entre la retórica y la corrupción, entre el poder y el suicidio moral».

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—Fijate lo que he ido juntando, sin apenas darme cuenta, en estos años posguerra. Guerras frías, calientes, tibias, en baño maría, al vapor, en el horno de microondas, como querás, querido –me dijo una vez.

Me instalé entonces en su cuartel de invierno. El periódico ofrecía tres o cuatro páginas de información sobre la matanza, un croquis de todo el área del crimen y un mapa de la zona montañosa de Alajuelita y estribaciones. Un reportaje central mencionaba las indagaciones más o menos sistemáticas de la Dirección de Investigaciones Criminales (DIC) entre todos los grupos organizados que habían intervenido en la peregrinación del 19 de marzo y un pequeño cuadro de situación: las hipótesis que se barajaban, las posibles pruebas en uno u otro sentido, los pasos siguientes de la exploración.

En otra página se ofrecían testimonios y una última nota sobre “el laberinto de la balística”: el Ministerio de Seguridad desmentía el uso de armas pesadas en la matanza. La primera página mostraba al Procónsul en el sótano de la Cruz Roja y brindaba pequeñas imágenes de otros sepelios, ceremonias religiosas y actos privados de repudio “a la abominación criminal” de Alajuelita.

Jaime tenía su lugar en la lista de víctimas... pero, ¿por qué usaba el apellido de su padrastro?... La información ofrecía los mismos datos que ya conozco, que he conocido siempre, que he tratado de olvidar y que he recobrado después de años de olvidos, de anticipados olvidos. Después de todo, solo tengo la memoria. La memoria y la culpa. Pero uno aprende a vivir con la memoria y con la culpa.

—¡Venís casi 20 años después reclamando derechos, hijueputa! –dijo tirándome el teléfono el hermano de Marcela Gómez, la madre de Jaime. ¿Mi exmujer, acaso? Marcela Gómez. ¿Cómo me enamoré de ella en sexto? ¿Cuándo? ¿Por qué?

Unos minutos antes de telefonear había estado buscando una tienda de ropa usada “americana”, USA Importaciones, en Barrio Amón, de donde salí con el único traje entero gris que tendría en mi vida. Había comprado una corbata negra, porque Dante no guardaba corbatas entre sus múltiples chucherías y clasificaciones entomológicas de cosas rarísimas. De gris y corbata negra me parecería al joven profesor de lógica en La Rioja que debió de ser el Dante, pero eso no iba conmigo. Pero tenía que buscarle un poco de dignidad a mi dolor para acercarme al funeral de mi único hijo.

El traje no se notaba prestado, pero tenía, eso sí, el infalible brillo de la tela que está a punto de pasar a mejor vida. Me hice la barba y la mano me temblaba tanto que me corté cuantas veces pude y mientras lo hacía me encontré con el espejo más implacable de toda mi vida: el espejo de Dante dejaba ver un poco más allá del espejo. Permitía ver a un hombre cansado, con el que me costaba trabajo identificarme o al menos sentirme integrado, a un idiota conciente de sí mismo, dicho esto en mi descargo, desilusionado, abatido y envejecido, por un lado; y por el otro, ansioso, inestable y frágil, avocado a cerrar lo más pronto posible una etapa de su vida y, si la vida daba para tanto, abrir la siguiente. Retrato del artista gravemente jodido.

Así que no me vi tan mal como para no enfrentarme conmigo mismo, asumir la emputecida culpa, la culpabilidad extrema que todo esto me causaba. Sí, sí, la culpa que me ha perseguido durante toda mi vida, desde que nací, y que me hace sentirme traidor a la Comandante, a la Revolución y a la Contrarrevolución. Todo en el mismo saco. Así que hay un momento en que me digo: bueno, ¿y qué más da? De por si. Así que cogí el teléfono y llamé. Pero no, Marcela Gómez, no me diste ninguna oportunidad de expiar mi culpa, de aparentar o de creer realmente que se había muerto una parte de mí. No me diste otra opción que tomar el directorio telefónico y comenzar a llamar a todas las funerarias hasta averiguar los datos del entierro de mi hijo. Pero entre la segunda y la tercera llamada vos llamaste. Quise que fueras vos, pero pensé que era el Dante, pero no, eras vos, Marcela Gómez. Y qué difícil hablar después de tantos años. ¿Le había dejado el número a tu hermano? Seguro.

—Pero, ¿cómo es posible que querás ir? –dijo y algo se rompió. Demasiados años. ¿Estabas linda todavía? ¿Cómo podía pensar en algo así en aquel momento? Se oyó un sollozo. Así fue por un rato: solo lloraste sin apenas hablar.

—No te quiero ver. Todo esto es culpa tuya.

La voz cambió y alguien añadió con un tono artificial, pero tranquilo:

—Mire, es el esposo de Marcela el que habla. ¿Me oye?

—¿Qué quiere que le diga? –le contesté yo intentando que la voz fuera un vehículo neutro, inexpresivo.

—Si usted quiere ir vaya. Es cosa suya. En los periódicos está todo, pero aténgase a las consecuencias. Marcela no quiere que vayás... mejor ni se arrime por aquí.

—Okey –repliqué. Aunque mi voz hubiera sonado fingida, pude haberle dicho muchas cosas, como “no tenés por qué echarme a mí la culpa” o “a mí me duele tanto como a ustedes”, pero no dije nada. Me quedé callado. Siempre me pasa lo mismo y después de la discusión me paso horas repitiéndome lo que pude haber dicho, lo que pudo ser y no fue.

—Nosotros somos una familia. Una familia. Pero vos no entendés eso. Mejor no se meta en lo que no le importa.

Dejó caer el teléfono con la misma tranquilidad con la que había hablado.

Marqué de nuevo donde el hermano de Marcela Gómez, pero se mantuvo ocupado un largo rato. Durante ese lapso me quedé atendiendo el sonido absurdo de un teléfono ocupado. Seguí probando en varias funerarias hasta que obtuve el dato y supe que el funeral sería esa misma tarde: el cuerpo estaba en la capilla A. ¿Qué me llevó entonces hasta Las Animas? ¿El amor filial por Jaime, acaso, o la responsabilidad o la culpa? Tal vez la tentación de perder por fin mi inmunidad ante la vida y de confrontarme a mi destino. En realidad había sido un cobarde toda mi vida. La asesinato de mi padre era mi pecado original. Desde ahí sentía que no tenía más remedio que quitar la cara y salir huyendo.

Finalmente yo no había decidido nada. Otros lo habían hecho por mí. ¿Qué me llevaba hasta Las Animas? ¿La culpa de haber abandonado a Jaime y de abandonarlo al final? ¿O la culpa de no ser digno de mi sufrimiento? ¿Qué era más fuerte, la culpa o ese temor a no cumplir con mi deber? Mi deber, mi sufrimiento.

Fui a Las Animas, la iglesia frente al Cementerio General, posiblemente el templo más luctuoso del Valle Central. Abajo, en los cimientos, se anegaba uno de los cementerios de la guerra nacional de 1856. Encima, en aquellas naves grises de líneas rectas, había pasado desde los años cincuenta toda la clase media, media-media, media-alta y alta para ser enterrada. Una moribunda e interminable procesión de honestas gentes había pasado por aquí.

Llegué a Las Animas, entonces, y esperé. No tuve que aguardar demasiado, no tuve que volverme para escuchar a mis espaldas el ruido de los rodines del carrito de la funeraria que portaba un féretro. La nave central que se llenaba de susurros. El ataúd sellado. El sacerdote extendiendo los brazos. El tiempo que se detenía. Todo correspondía al dispositivo ritual que nadie había escrito pero que se seguía puntualmente. La ceremonia lineal, interrumpida, a veces, por aislados lloriqueos. No volví a ver, pero vi, a pesar de eso, los rostros compungidos, los ojos vaciados, los cuerpos exhaustos por la tensión, por el dolor.

Había asistido a suficientes entierros en mi vida como para saber que todos son iguales, incluso el muerto. Sí, incluso el muerto. Hay un solo muerto en el mundo y uno lo tiene. Es siempre el mismo muerto que se muere. La diferencia fundamental es uno mismo. He ido a suficientes entierros en mi vida como para saber que todos terminan igual y como para desear una de dos cosas: irme, salir corriendo, actuar como si nada hubiera ocurrido; o que, mientras el cura está verificando una vez más su penoso papel, aparezca en el umbral de la puerta de la iglesia el maldito muerto. Claro, pero no muerto, sino vivo. No habrá asombros ni gritos en la concurrencia, simplemente vendrá a decir: ese, ese de la cajita, ese que ustedes están despidiendo con tanta emoción, ese no soy yo. Y luego se largue definitivamente al otro mundo.

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