Aunque la complejidad de las emociones humanas no puede simplificarse en una palabra y, de todas formas, no hay ninguna que pueda expresar a la vez, en su único e unívoco sonido, el rencor, el desprecio, la rabia, la envidia y la repugnancia, unidos al más profundo amor. Al fin y al cabo, todo aquello le había servido al Procónsul para el único acontecimiento irrefutable que dominaba su vida por completo: trepar, subir, ascender, escalar, llegar, verbos que le habían dado una definitiva y característica orientación a su existencia hacia la acción y hacia la obtención de resultados por encima de cualquier cosa.
No en balde el Procónsul había leído muy pocos libros en su vida, tan solo los suficientes para obtener una carrera de Derecho que nunca ejerció, aunque tenía un bufete bien montado y servido por sus amigos políticos. Ni siquiera era un ferviente devorador de best-sellers (“beselers”, como él mismo decía entre dientes), aunque había subrayado y anotado personalmente las obras de Khalil Gibrán (El profeta y El jardín del profeta), Richard Bach (Juan Salvador Gaviota e Ilusiones), Dale Carnegie (Cómo ganar amigos), Og Mandino (El vendedor más grande del mundo) y Lilia Ramos (Qué hace usted con sus angustias); algo de Lenin, no demasiado; el Manifiesto comunista (“corto y efectivo”); nada de Hegel ni de Marx ni “de esos hijueputas alemanes que creen que entre más enredado es más importante lo que están diciendo”; la Biblia, durante sus cursillos de cristiandad con el Macho Carazo, que aprobó todos, y de donde le quedó la costumbre de citar los Salmos a diestra y siniestra; y, aunque la realidad pareciera contradecir esta afirmación, tampoco nada de Maquiavelo; el diario de Ana Frank; posiblemente un par de novelas de Julio Verne, no más; y, sin duda, varias biografías: todas las que pudo de Kennedy –"J.F., claro"–, varias de Lincoln, una de Bolívar, la introducción de una de Benito Juárez, una de Napoléon –"Bonaparte, El Emperador, por supuesto"–, media de Julio César, dos de Churchill, una de Lenin, una de Trotski, una de Stalin, una de Mao –"cuando se llamaba Mao Tse-Tung y no Mao Zedong"–, una semblanza del Che Guevara y, finalmente, La historia me absolverá o, en palabras del Procónsul, “solo él sabe”. Todo lo último lo leyó “para conocer al enemigo”, como él mismo decía. Se había tragado, eso sí, todos los discursos de Willy Brandt, de lo contrario nunca hubiera podido “hacer carrera” en la Internacional Socialista e incontables Selecciones del Reader’s Digest, que es su verdadera biblia. También había consumido, por decenas, diccionarios de citas, frases célebres, anécdotas, dichos, máximas y proverbios. Pero, en contraposición, como él personalmente aseguraba, “he puesto mucha atención”.
Leía los periódicos, más o menos; estaba suscrito, le enviaban o de alguna manera le llegaban toneladas de revistas, boletines, folletos y libros que nunca leía y que su secretaría almacenaba en algún recodo de la Casa Presidencial; pero lo que sí hacía era oír.
Toda su vida se había pasado oyendo y oyendo, poniendo atención, dándole oreja a las sutiles e invisibles vibraciones por las que podía intuirse una entonces incipiente carrera política y todo lo que eso implica en su red de relaciones, amiguismos, favoritismos, sectarismos, zancadillas, bajadas de piso, puñaladas, un poco de idealismo y bastante, “que sobre, que sobre, porque nunca falta”, de realismo.
El Procónsul era un “oreja” nato e innato: lo había oído todo de los “padres fundadores” –Figueres, Haya de la Torre y los cuarenta ladrones–, como se refería retóricamente a la generación de los años cuarenta –la “generación de la 45”, como bromeaba– que había dado vida al partido que, según él, ya desde aquel entonces, desde el momento de su concepción, en “su semilla primigenia, proteica y prometeica”, tendría como alta misión el de conducirlo al poder.
Al poder administrativo, aunque fuera por solo cuatro años. Pero el poder puede ejercerse de muchas maneras: “El poder es la fuerza que mueve el universo. No admite vacíos de ninguna especie”, acostumbraba decir hinchando y deshinchando su inmenso abdomen para hacerlo rivalizar con aquel “universo” abstracto que se volvía concreto, terriblemente concreto, en su voz estentórea.
El rey de La Perla abrió los brazos y abrazó con ellos a la compacta muchedumbre que se acumuló dentro del local de la cafetería.
—¡Jaleas! –dijo poniendo de nuevo en marcha la maquinaria de su escolta. Salimos, tal y como habíamos llegado, apresuradamente. La calle estaba taqueada, así que del mezanine pasamos al segundo piso del teatro Melico Salazar. Por pasadizos y corredores llegamos al cine Palace. Atravesamos la línea de butacas a oscuras y en medio de la función. Algunos nos silbaron y abuchearon y otros nos vitorearon gritando:
—¡Gordo hijueputa!
Pero el Procónsul no perdía la compostura jamás:
—Me reconocen en todo lado –dijo entre herido y divertido. Salimos de nuevo a la noche y en la esquina de la soda Palace nos esperaba el cuatro puertas japonés disfrazado de limusina en el que nos montamos. Así nos alejamos lo más rápido que pudimos del tumulto del Parque Central.
—¡Qué jodido! Otra vez se me abrió la tripa guarera –arremetió más tarde el Procónsul. Me miró un par de veces pero no me dijo nada más del asunto de la masacre. Evidentemente, el Procónsul no ignoraba por qué yo había vuelto a Costa Rica.
El Procónsul, convertido de nuevo en Presidente de la República, sabía mucho más de aquella carnicería que yo y, conociéndolo como lo conocía, me lo iba a ir filtrando dato a dato a lo largo de aquella noche. Después entendí que el Procónsul suponía, creyéndose mucho más importante de lo que en realidad era –pero él siempre sufrió de aquella confusión entre realidad y deseo– que los sandinistas deseaban joderlo. Pero hasta ese momento el Procónsul ignoraba lo más importante de sí mismo, algo que si hubiera sabido con suficiente antelación quizá hubiera contribuido a salvarle la vida. Así que nos miramos un par de veces, nos dirigimos medias sonrisas, no hablamos más hasta que llegamos a La Verbena.
Yo continué en el vehículo, pero él iba de cantina en cantina y se apeaba constantemente, hasta que exasperado siguió a pie, sin encontrar lo que buscaba su organismo. El automóvil lo seguía paso a paso, así como toda la escolta, por las taquillas de San José: El Petit Trianón, El Acorazado España, La Barcelona, La Flota, La Gaviota, La Esquina Tica, La Pulga, El Pingo’s, La Barata, El Comal de Marcela, Salón Familiar y Típicos Los Jocotes, Los Maderos, El Bohío Espacial, El Ñato’s, El Fito’s, La Hendija, El Arrepentimiento, El Toño’s, El Copas, La Lira, La Venus, la legendaria Caracas, el celebérrimo bar Limón, donde se emborracharon varias generaciones de presidentes, candidatos y presidenciables, La Nave del Olvido, hasta caer en La Ultima Copa.
¿Qué buscaba?
—En todo San Chepe no hay. No hay de piña, nenas. Ni siquiera unos serranitos, unos jalapeños, unos chilitos con galleta de soda, una chilerita –dijo explicando su antojo para sacarse la gigantesca rasca.
—Yo solo quiero una fría y una boca de chicharrón con bastante chile, mucho chile, para bajarme esta hijueputa goma –añadió casi llorando en la puerta de El Resbalón, donde sí encontró todo el chile rojo, verde y amarillo que pudo desear.
Al promediar las dos de la mañana, un travesti se delineó majestuoso en la distancia dilatada del parabrisas y el Procónsul prorrumpió en aplausos:
—¡Huevones, jale a La Sabana a cazar playos! –aulló y sacó una subametralladora bajo el asiento del cuatro puertas japonés disfrazado de limusina presidencial.
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