Enrique Gracián - Construir el mundo

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Un viaje extraordinario desde los confines de la materia y el universo hasta el inagotable mundo interior de nuestra mente. El colosal desarrollo alcanzado por la química, la física y la astrofísica nos ha proporcionado un profundo conocimiento del mundo y una insospechada capacidad para construir dispositivos tecnológicos. Pero nos sumimos también en una ignorancia cada vez mayor de nuestra naturaleza interior. Una encrucijada de la que resulta difícil salir si no aprendemos a distinguir con claridad lo que es material y lo que es inmaterial. Enrique Gracián se sirve del concepto de «construcción» para concebir un juego, tan sencillo como ingenioso, que nos desvela con asombrosa claridad la lógica interna de la química y la física: cómo se construye el mundo. Un juego con reglas bien definidas en el que solo intervienen unas pocas piezas, la forma de unirlas y el objetivo final. Mediante una labor de divulgación científica fuera de lo común, el autor traza un recorrido que empieza con las partículas elementales, sigue con los elementos de la tabla periódica y asciende hasta los planetas, las estrellas y las galaxias, para finalizar, en el viaje de regreso, en nuestro mundo interior, donde reside lo intangible, las emociones, los sueños, la memoria y las creencias. Construir el mundo no es solo un «curso rápido de física y astrofísica», es sobre todo un viaje sorprendente a través de la ciencia en el que el lector descubrirá que la materia oscura del universo y nuestro inconsciente guardan paralelismos insospechados, que nuestra sensación de soledad responde a una realidad física, que los campos gravitatorios que rigen los planetas tienen un claro paralelismo en nuestras relaciones humanas, o que la geografía estelar es tan esencial como la terráquea para comprendernos y comprender el mundo.

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Este espacio-tiempo de «tranquilidad» es esencial para iniciar cualquier juego de construcciones (en realidad para iniciar cualquier tipo de juego). Cuando huyes porque te está persiguiendo una fiera cuyo único objetivo es devorarte, no puedes, a la vez que corres, diseñar y construir una lanza con una afilada punta de sílex atada con un trozo de liana a un palo de madera. En ese momento, lo único que puedes hacer es correr.

Es por esto que se hace tan necesario, hasta el punto de que debe incluirse entre los factores de supervivencia, poder disponer de tiempo libre en un espacio adecuado. Son las condiciones iniciales del juego, sin las cuales no se puede empezar a construir nada.

Una vez sabes de qué materiales dispones, el primer paso es construir herramientas. Las primeras herramientas se utilizan para hacer dos cosas tan básicas como cortar y golpear. Luego vienen otras más sofisticadas, que sirven para afilar, pulir o coser. Y es que comer lleva a cocinar; vestirse, a tejer; y disponer de un techo, a construir casas. Y para hacer todo esto era necesario disponer de herramientas, materiales y… tiempo.

Eran vidas cortas e intensas en las que los humanos actuaban motivados por el miedo, la necesidad y la curiosidad. Probablemente en este orden.

En el mejor de los casos, el entorno puede facilitar materiales muy básicos como piedras, maderas y algún tipo de cuerda vegetal. Son con los que se empezaron las primeras construcciones. Pasado algún tiempo, pongamos un par de millones de años, empezaron a utilizarse materiales que no fueran piedras más o menos modificadas. Fue un momento clave de la prehistoria, en el que se pasó de la Edad de Piedra a la Edad de los Metales. Y fue entonces cuando asomaron los primeros elementos del casillero.

La lista de estos primeros elementos es relativamente corta: cobre, hierro, estaño, plomo, oro, plata y algunos más exóticos, como el mercurio o el azufre. La mayoría en estado nativo. Todos ellos jugaron, en mayor o menor medida, un papel crucial en la historia de la humanidad, hasta el punto en que la Edad de los Metales se subdivide en la Edad de Cobre, de Bronce o de Hierro 1, elementos con los que se construían herramientas, recipientes, objetos decorativos o joyas. Y también armas.

Dominar los elementos significa que vas a sobrevivir, pero también que vas a empezar a competir; con la naturaleza, con los animales y también con seres de tu misma especie. La posesión de una herramienta potente nos da seguridad y también una incipiente sensación de poder.

Imagínate la siguiente situación: estás en un campo de batalla y te vas a enfrentar al enemigo. Es una lucha a base de espadas y escudos. Cuando se produce tu primer encuentro y tu espada choca con la del enemigo oyes un ruido seco, diferente del que estás habituado. Tu espada se ha partido en dos, mientras que la de tu oponente sigue intacta. En un instante, tu asombro deja paso al miedo: sabes que estás muerto. Algo así debió suceder cuando los egipcios, con sus espadas de bronce, se enfrentaron por primera vez a los hititas, un pueblo que había aprendido a construir espadas de hierro. La carrera armamentística, que comenzó en los albores de la historia y continúa sin respiro hasta nuestros tiempos, es el ejemplo paradigmático de un escenario altamente competitivo, en el que los elementos del casillero han desempeñado un papel decisivo.

El conocimiento de los elementos se ceñía a las cualidades que manifestaban, ya fueran de carácter práctico o con tintes metafísicos. Se hablaba así de la magia del oro, de la fuerza del hierro o de la maldición bíblica del azufre, que podía llover de los cielos en forma de fuego.

La aparición de nuevos elementos y su identificación (por no hablar de su posible utilización) fue un proceso muy, muy lento. Pensemos que hasta la primera mitad del siglo XVIII tan solo se conocían 14 elementos: carbono, azufre, hierro, cobre, zinc, arsénico, plata, estaño, antimonio, oro, mercurio, plomo, bismuto y fósforo, más o menos en este orden. Esta escasez de elementos conocidos se debió en gran parte a la dificultad que supone obtener elementos que no se encuentren en estado nativo, muchos de los cuales requieren para su extracción o aislamiento de operaciones de cierta complejidad. Fue con el progresivo desarrollo técnico y científico que el número de elementos conocidos fue aumentando. La búsqueda de elementos nuevos se convirtió en un fin en sí mismo. Fue entonces cuando aparecieron los «cazadores de elementos». En los siglos XVII y XVIII la lista se incrementó en 12 elementos y en la primera década del XIX se amplió con otros 16.

Se había iniciado el fascinante proceso en el que la alquimia acabaría siendo química y la magia se transformaría en ciencia.

1 Aunque el bronce es una aleación de cobre y estaño, lo que supone un estado más avanzado en la manipulación de elementos.

NOMENCLATURA

Una de las metas más importantes de cualquier disciplina científica es la construcción de un lenguaje propio que incluya la terminología y la simbología necesarias para definir y articular conceptos. Este ha sido sin duda uno de los éxitos de la matemática. Una expresión como:

∫ x ∙ υ’ dx = u ∙ υ − ∫ u’ ∙ υdx

tiene un significado muy preciso 1y lo interpreta igual un chino, un australiano o un finlandés. Algo que también sucede con el lenguaje musical. Cualquier persona que lo domine puede «oír» música leyendo una partitura.

La astrología y la alquimia, predecesoras de la astronomía y la química, desarrollaron su propia nomenclatura. No es de extrañar pues que hasta principios del siglo XIX los nombres y los signos de los elementos fueran heredados directamente de estas antiguas disciplinas. Muchos elementos se simbolizaban con los mismos signos que se utilizaban en astrología, otros fueron creados por los mismos alquimistas que, la mayoría de las veces, formaban cofradías secretas y utilizaban los símbolos para reconocerse entre ellos. El resultado de todo esto fue que la nomenclatura de los elementos se convirtió en un galimatías de nombres y símbolos que no todo el mundo compartía. Fue Berzelius (1779-1848), uno de los padres de la química, el que puso orden en este caos aportando dos ideas tan sencillas como útiles. La primera fue utilizar el latín para denominar los elementos, eliminando así las diferencias idiomáticas. La segunda idea fue que el símbolo vendría representado por la primera letra del nombre y que, en el caso que hubiera elementos que empezaran por la misma letra, la inicial estaría acompañada por una segunda letra minúscula. Por ejemplo: el carbono, del latín carbo , se simboliza con la letra C. El calcio, del latín calx , calis , cal , se simboliza como Ca o el cobre, del latín cuprum , como Cu.

Cuando se tiene un conjunto de símbolos bien estructurados, el siguiente paso es establecer una formulación (que es una forma de articulación) que aporte nueva información. El conjunto de signos M, S, A, E adquiere un significado preciso cuando se colocan en el siguiente orden: MESA. Lo mismo sucede con los símbolos Cl y Na cuando se escriben juntos: NaCl (cloruro sódico) o el hidrógeno H y el oxígeno O, que en la formulación H 2O adquiere el significado de «agua».

De manera que a principios del siglo XIX la química ya había establecido un lenguaje universal para referirse a los elementos y un principio de formulación capaz de representar las relaciones que había entre algunos de ellos. La lista de elementos conocidos ya alcanzaba los 63. El nivel de conocimientos acumulados era espectacular, pero la lista de los elementos químicos era solo eso, una lista. El siguiente paso era poder clasificar todos estos elementos de alguna manera.

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