Array The griffin classics - El conde de montecristo

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Encarcelado por un crimen que no ha cometido, Edmond Dantes está confinado en la sombría fortaleza de If. Allí se entera de un gran tesoro escondido en la Isla de Montecristo y se decide no solo a escapar sino a desenterrar el tesoro y usarlo para planear la destrucción de los tres hombres responsables de su encarcelamiento. Un gran éxito popular cuando se serializó por primera vez en la década de 1840, Dumas se inspiró en un caso real de encarcelamiento injusto al escribir su épica historia de sufrimiento y retribución.

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-Sin embargo -repuso Dantés-, contiene una desgracia inmensa, una desgracia inmerecida, y quisiera, para no blasfemar de Dios, como lo he hecho hartas veces, poder quejarme de los hombres.

-¿Os creéis inocente del crimen de que os acusan?

-Completamente. Lo juro por las únicas personas caras a mi corazón, por mi padre y por Mercedes.

-Veamos, contadme vuestra historia -dijo Faria, cerrando su escondrijo y volviendo a poner la cama en su lugar.

Dantés hizo la relación de todo lo que él llamaba su historia, que se limitaba a un viaje a la India, y dos o tres a Levante, llegando al fin a su último viaje, a la muerte del capitán Leclerc, al encargo que le dio para el gran mariscal, a su plática con éste, a la misiva que le confió para un tal señor Noirtier, a su llegada a Marsella, a su entrevista con su padre, a sus amores, a su desposorio con Mercedes, a la comida de aquel día, y por último, a su detención, a su interrogatorio, a su prisión provisional en el palacio de justicia, y a su traslación definitiva al castillo de If. Desde este punto no sabía nada más, ni aun el tiempo que llevaba encerrado. Acabada la relación, el abate se puso a reflexionar profundamente. Después de un corto espacio, dijo:

-Hay en legislación un axioma profundísimo, que prueba lo que hace poco yo os decía, esto es, que a no nacer los malos pensamientos de una organización mala también, el crimen repugna a la naturaleza humana. Sin embargo, la civilización nos ha creado necesidades, vicios y falsos apetitos, cuya influencia llega tal vez a ahogar en nosotros los buenos instintos, arrastrándonos al mal. De aquí esta máxima: Para descubrir al culpable, averiguad quién se aprovecha del crimen. ¿A quién podía ser provechosa vuestra desaparición?

-A nadie, ¡Dios mío! ¡Yo era tan poca cosa!

-No respondáis así, que falta a vuestra respuesta lógica y filosofía. Todo es relativo, querido amigo, desde el rey, que estorba a su futuro sucesor, hasta el empleado, que estorba a su supernumerario. Si el rey muere, el sucesor hereda una corona; si el empleado muere, el supernumerario hereda su sueldo y sus gajes. Este sueldo es su lista civil, su presupuesto, necesita de él para vivir, como el rey precisa de sus millones.

»En torno a cada individuo, así en lo más alto como en lo más bajo de la escala social, se agrupa constantemente un mundo entero de intereses, con sus torbellinos y sus átomos, como los mundos de Descartes.

»Volvamos, pues, a vuestro mundo. ¿Decís que ibais a ser nombrado capitán del Faraón?

-Sí.

-¿Podía interesar a alguno que no fueseis capitán del Faraón? ¿Podía interesar a alguno que no os casaseis con Mercedes? Contestad ante todo a mi primera pregunta, porque el orden es la clave de los problemas. ¿Podía interesar a alguno que no fueseis capitán del Faraón?

-No, porque yo era muy querido a bordo. Si los marineros hubiesen podido elegir su jefe, estoy seguro de que lo habría sido yo. Un solo hombre estaba algo picado conmigo, porque cierto día tuvimos una disputa, le desafié, y él no aceptó.

-Veamos, veamos. ¿Cómo se llamaba ese hombre?

-Danglars.

-¿Cuál era su empleo a bordo?

-Sobrecargo.

-Si hubieseis llegado a ser capitán, ¿le conservaríais en su empleo?

-No; a depender de mí, porque creí encontrar en sus cuentas alguna inexactitud.

-Bien. Decidme ahora ¿presenció alguien vuestra última entrevista con el capitán Leclerc?

-No, porque estábamos solos.

-¿Pudo oír alguien la conversación?

-Sí, porque la puerta estaba abierta y aún… esperad… sí… sí… Danglars pasó precisamente en el instante en que el capitán Lederc me entregaba el paquete para el gran mariscal.

-Bien -murmuró el abate-, ya dimos con la pista. Cuando desembarcasteis en la isla de Elba ¿os acompañó alguien?

-Nadie.

-¿Y os entregaron una misiva?

-Sí, el gran mariscal.

-¿Qué hicisteis con ella?

-La guardé en mi cartera.

-¿Llevabais vuestra cartera? ¿Y cómo una cartera capaz de contener una carta oficial podía caber en un bolsillo?

-Tenéis razón. Mi cartera estaba a bordo.

-Luego fue a bordo donde colocasteis la carta en la cartera.

-Sí.

-Desde Porto-Ferrajo a bordo, ¿qué hicisteis de la carta?

-La tuve en la mano.

-Cuando abordasteis de nuevo al Faraón, ¿pudieron ver todos que llevabais una carta?

-Sí.

-¿Y Danglars también lo vio?

-También.

-Poco a poco. Escuchad bien: refrescad vuestra memoria. ¿Os acordáis de los términos en que estaba concebida la denuncia?

-¡Oh!, sí, sí: la he leído y releído muchas veces, y tengo sus palabras muy presentes.

-Repetídmelas.

Dantés reflexionó un instante y repuso:

-Así decía textualmente:

«Un amigo del trono y de la religión previene al señor procurador del rey que un tal Edmundo Dantés, segundo del Faraón, que llegó esta mañana de Esmirna, después de haber tocado en Nápoles y en Porto-Ferrajo, ha recibido de Murat una carta para el usurpador, y de éste otra carta para la junta bonapartista de París.

»Fácilmente se tendrá la prueba de su crimen prendiéndole, porque la carta se hallará en su poder, o en casa de su padre, o en su camarote, a bordo del Faraón.»

El abate se encogió de hombros.

-Eso está claro como la luz del día -dijo-, y es necesario tener un alma muy buena, y muy inocente, para no comprenderlo todo desde el principio.

-¿Lo creéis así? -exclamó Edmundo-. ¡Oh! ¡Sería una acción muy infame!

-¿Cuál era la letra ordinaria de Danglars?

-Cursiva, y muy hermosa.

-¿Y la del anónimo?

-Inclinada a la izquierda.

El abate se sonrió:

-Una letra desfigurada, ¿no es verdad?

-Muy correcta era para desfigurada.

-Esperad -dijo.

Y diciendo esto, cogió el abate su pluma, o lo que él llamaba pluma, la mojó en tinta, y escribió con la mano izquierda en un lienzo de los que tenía preparados, los dos o tres primeros renglones de la denuncia.

Edmundo retrocedió, mirando al abate con terror:

-¡Oh! ¡Es asombroso! -exclamó-. ¡Cómo se parece esa letra a la otra!

-Es que sin duda se escribió la denuncia con la mano izquierda. He observado siempre una cosa -prosiguió el abate.

-¿Cuál?

-Todas las letras escritas con la mano derecha son varias, y semejantes todas las escritas con la mano izquierda.

-¡Cuánto habéis visto! ¡Cuánto habéis observado!

-Continuemos.

-¡Oh!, sí, sí.

-Pasemos a mi segunda pregunta.

-Os escucho.

-¿Podía interesar a alguien que no os casaseis con Mercedes?

-Sí, a un joven que la amaba.

-¿Su nombre?

-Fernando.

-Ese es un nombre español.

-Era catalán.

-¿Y creéis que ése haya sido capaz de escribir la carta?

-No, lo que él hubiera hecho era darme una puñalada.

-Eso es muy español. Una puñalada sí, una bajeza, no.

-Además, ignoraba todos los pormenores que contiene la delación -indicó Edmundo. -¿No se los habíais contado a nadie?

-A nadie.

-¿Ni a vuestra novia?

-Ni a mi novia.

-Pues ya no me cabe duda alguna: fue Danglars.

-¡Oh!, ahora estoy seguro.

-Esperad un poco… ¿Conocía Danglars a Fernando?

-No… sí… ahora me acuerdo…

-¿Qué?

-La víspera de mi boda los vi sentados juntos a la puerta de la taberna de Pánfilo. Danglars estaba afectuoso y al mismo tiempo burlón, y Fernando pálido y como turbado.

-¿Estaban solos?

-No; se hallaba con ellos otro compañero, muy conocido mío, y que fue sin duda el que los relacionó… , un sastre llamado Caderousse; éste estaba ya borracho… Esperad, esperad… ¿cómo no he recordado esto antes de ahora? Junto a su mesa había un tintero… , papel y pluma… -murmuró Edmundo llevándose la mano a la frente-. ¡Oh! ¡Infames! ¡Infames!

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