El calabozo del abate estaba embaldosado, y levantando una de estas baldosas del rincón más oscuro fue como empezó la maravillosa empresa cuyo término vio Dantés, y de pie todavía, púsose a examinar el cuarto con suma atención. A primera vista no presentaba nada de particular.
-Bueno -dijo el abate-, no son más que las doce y cuarto, podemos disponer aún de algunas horas. Dantés miró en torno suyo buscando el reloj, en que el abate había podido ver la hora con tanta seguridad.
-Observad -le dijo Faria- ese rayo de luz que entra por mi ventana, y reparad en la pared las líneas que yo he trazado. Gracias a esas líneas, combinadas con el doble movimiento de la Tierra, y la elipse que ella describe en derredor del Sol, sé con más exactitud la hora que si tuviese reloj, porque el reloj se descompone, y el Sol y la Tierra no se descomponen jamás.
Dantés no había comprendido nada de esta explicación. Al ver salir el Sol detrás de las montañas y ponerse en el Mediterráneo, siempre había creído que era el Sol quien giraba, no la Tierra. Este doble movimiento del globo que habitamos, y que él, sin embargo, no echaba de ver, se le antojaba casi imposible, conque en cada una de las palabras de su interlocutor entreveía misterios profundos de ciencia tan admirables, como las minas de oro y de diamantes que visitó años atrás en un viaje que hizo a Guzarate y Golconda.
-Veamos -dijo al abate-. Estoy impaciente por examinar vuestros tesoros.
Dirigióse Faria a la chimenea, y levantó, con ayuda del cincel que tenía siempre en la mano, la piedra que en otro tiempo sirvió de hogar, que ocultaba un hoyo bastante profundo. En este hoyo estaban guardados todos los objetos de que habló a Dantés.
El abate le preguntó:
-¿Qué queréis ver primero?
-Enseñadme vuestra obra sobre Italia.
Faria sacó de su precioso armario tres o cuatro rollos de lienzo, semejantes a hojas de papiro. Eran retazos de tela, de cuatro pulgadas sobre poco más o menos de ancho, por dieciocho de largo. Estaban todos numerados y llenos de un texto que Dantés pudo leer porque era italiano, lengua materna del abate, y que Dantés, como provenzal, conocía perfectamente.
-Ved, todo está aquí. Hace ocho días que he escrito la palabra fin en el lienzo sexagesimoctavo. Me he quedado sin dos camisas y sin todos mis pañuelos, pero si algún día salgo de aquí, y si logro encontrar en Italia un impresor que se atreva a imprimirla, tengo asegurada mi reputación.
-Sí -respondió Dantés-, bien lo veo. Enseñadme ahora, yo os lo suplico, las plumas con que habéis escrito esta obra.
-Vedlas -dijo Faria.
Y enseñó al joven una varita como de seis pulgadas de largo, y coma el mango de un pincel de grueso, a cuyo extremo había puesto y atado con un hilo uno de los tales cartílagos, aún manchado con la tinta de que habló a Dantés. Era picudo y tenía puntos como una pluma ordinaria. Dantés lo examinó buscando con la mirada por el cuarto el instrumento con que había sido cortado.
-¡Ah! Buscáis el cortaplumas, ¿no es cierto? -le preguntó Faria-. Esa es mi obra maestra. Lo he hecho, así como este cuchillo, del hierro de un candelero viejo.
El cortaplumas cortaba como una navaja de afeitar, y en cuanto al cuchillo, reunía la ventaja de poder servir de cuchillo y de puñal.
Dantés contempló estos diferentes objetos con la misma curiosidad con que en las tiendas de quincalla de Marsella había examinado otras veces las chucherías construidas por los salvajes, y traídas de los mares del Sur por marinos aventureros.
-En cuanto a la tinta -dijo Faria-, ya sabéis cómo me la proporciono; sabed además que la voy haciendo a medida que la necesito.
-Pero lo que más me admira -dijo Dantés- es que los días os hayan bastado para trabajos tan grandes.
-Disponía también de las noches -respondió el abate.
-¿Sois como los gatos? ¿Veis a oscuras?
-No, pero Dios ha dado al hombre la inteligencia para remediar la pobreza de sus sentidos; la luz me la procuré.
-¿De qué modo?
-De la comida que me traen, extraigo la grasa, la derrito y hago una especie de aceite muy espeso; mirad mi luz.
Y el abate enseñó a Edmundo una especie de lamparilla, semejante a las que suelen emplear en los festejos públicos.
-Pero ¿y el fuego?
-He aquí dos pedernales con su correspondiente yesca. Con pretexto de una enfermedad cutánea pedí un poco de azufre, que me concedieron.
Dantés puso sobre la mesa los objetos que tenía en la mano, e inclinó la cabeza sintiéndose humillado por tanta perseverancia y fortaleza de espíritu.
-Y esto no es todo -prosiguió Faria-, porque nadie debe ocultar sus tesoros en un mismo sitio; vamos a otra cosa.
En seguida colocaron la baldosa en su sitio. Echó un poco de tierra por encima el abate, la pisoteó para que desapareciese todo rastro de solución de continuidad, y en seguida separó su cama del sitio en que se hallaba.
Detrás de la cabecera, oculto con una piedra que lo cerraba casi herméticamente, había un agujero que contenía una escala de cuerda de veinticinco a treinta pies de largo.
Dantés la examinó y la encontró de una solidez a toda prueba.
-¿Quién os dio la cuerda que habréis necesitado para esta obra maravillosa?
-Al principio algunas camisas que yo tenía, y después la ropa de mi cama que he deshilachado en tres años de mi prisión en Fenestrelle. Cuando me transportaron al castillo de If hallé medio para traerme las hilas, y aquí continué mi trabajo.
-Pero ¿no advirtieron que las sábanas de vuestra cama se iban quedando sin dobladillos?
-No, que yo las cosía.
-¿Con qué?
-Con esta aguja.
Y de uno de los jirones de su vestido sacó Faria una espina larga y afilada que llevaba consigo.
-Sí -prosiguió Faria-, tuve primeramente intenciones de limar los hierros y huir por esa ventana, que como veis, es más grande que la vuestra, y aún la hubiese agrandado para escaparme, pero descubrí que caía a un patio interior y renuncié a mi proyecto por aventurado. Conservo, sin embargo, la escala para cualquier caso imprevisto, para una de esas fugas que proporciona la casualidad, como antes os decía.
Aunque, al parecer, Dantés examinaba la escala, pensaba en realidad en otra cosa. Se le había ocurrido de repente que aquel hombre tan ingenioso, tan sabio, tan profundo, quizás acertaría a ver claro en las tinieblas de su propia desgracia, que él nunca había podido penetrar.
-¿En qué pensáis? -le preguntó el abate con una sonrisa, creyendo que el ensimismamiento de Dantés procedía de su admiración.
-Pienso, en primer lugar, en la inmensa inteligencia que habéis empleado para llegar a esta situación. ¿Qué no habríais hecho gozando de libertad?
-Quizá nada; acaso mi cerebro exuberante se hubiera evaporado en cosas pequeñas. Así como es necesaria la presión para hacer estallar la pólvora, así el infortunio es necesario también para descubrir ciertas minas misteriosas ocultas en la inteligencia humana. La prisión ha concentrado todas mis facultades intelectuales en un solo punto, que por ser estrecho ha ocasionado que ellas choquen unas con otras. Como ya sabéis, del choque de las nubes resulta la electricidad, de la electricidad el relámpago y del relámpago la luz.
-Yo no sé nada -contestó Dantés humillado por su ignorancia-, casi todas las palabras que pronunciáis carecen para mí de sentido. ¡Qué dichoso sois sabiendo tanto!
El abate se sonrió.
-¿No decíais ahora que pensabais en dos cosas?
-Sí.
-Sólo me habéis dicho la primera. ¿Cuál es la segunda?
-La segunda es que vos me habéis contado vuestra historia y yo no os he referido la mía.
-Vuestra historia, joven, es demasiado corta para encerrar sucesos de importancia.
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