Table of Contents
El conde de montecristo
Alexandre Dumas
Parte 1 El castillo de If Parte 1 El castillo de If
Capítulo 1 Marsella. La llegada
Capítulo 2 El padre y el hijo
Capítulo 3 Los Catalanes
Capítulo 4 Complot
Capítulo 5 El banquete de boda
Capítulo 6 El sustituto del procurador del Rey
Capítulo 7 El interrogatorio
Capítulo 8 El castillo de If
Capítulo 9 La noche de bodas
Capítulo 10 El gabinete de las Tullerías
Capítulo 11 El ogro de Córcega
Capítulo 12 Padre e hijo
Capítulo 13 Los cien días
Capítulo 14 El preso furioso y el preso loco
Capítulo 15 El número 34 y el número 27
Capítulo 16 Un sabio italiano
Capítulo 17 El calabozo del abate Faria
Capítulo 18 El tesoro
Capítulo 19 Eltercer ataque
Capítulo 20 El cementerio del castillo de If
Capítulo 21 La isla de Tiboulen
Capítulo 22 Los contrabandistas
Capítulo 23 La isla de Montecristo
Parte 2 Simbad el marino
Capítulo 1 Fascinación
Capítulo 2 El desconocido
Capítulo 3 La posada del puente del Gard
Capítulo 4 Declaraciones
Capítulo 5 Los registros de cárceles
Capítulo 6 Morrell e hijos
Capítulo 7 El 5 de septiembre
Capítulo 8 Italia. Simbad el Marino
Capítulo 9 Al despertar
Capítulo 10 Los bandoleros romanos
Capítulo 11 Vampa
Capítulo 12 Apariciones
Capítulo 13 La mazzolata
Capítulo 14 El carnaval en Roma
Capítulo 15 Las catacumbas de San Sebastián
Capítulo 16 La cita
Capítulo 17 Los invitados
Parte 3 Extrañas coincidencias
Capítulo 1 El almuerzo
Capítulo 2 La presentación
Capítulo 3 El señor Bertuccio
Capítulo 4 La casa de Auteuil
Capítulo 5 La vendetta
Capítulo 6 La lluvia de sangre
Capítulo 7 Ideología
Capítulo 8 Haydée
Capítulo 9 Píramo y Tisbe
Capítulo 10 Roberto el diablo
Parte 4 El mayor Cavalcanti
Capítulo 1 El alza y la baja
Capítulo 2 La pradera cercada
Capítulo 3 El telégrafo y el jardín
Capítulo 4 Los fantasmas
Capítulo 5 El gabinete del procurador del Rey
Capítulo 6 El baile
Capítulo 7 La promesa
Capítulo 8 Las actas del club
Capítulo 9 Los progresos del señor Cavalcanti hijo
Parte 5 La mano de Dios
Capítulo 1 La acusación
Capítulo 2 La fractura
Capítulo 3 El viaje
Capítulo 4 El juicio
Capítulo 5 El insulto
Capítulo 6 El desafío
Capítulo 7 La madre y el hijo
Capítulo 8 Valentina
Capítulo 9 El padre y la hija
Capítulo 10 La fonda de La Campana y La Botella
Capítulo 11 La firma de Danglars
Capítulo 12 El cementerio del padre Lachaise
Capítulo 13 La partición
Capítulo 14 El foso de los leones
Capítulo 15 El juez
Capítulo 16 La partida
Capítulo 17 Lo pasado
Capítulo 18 Pepino
Capítulo 19 El 5 de octubre
El conde de montecristo
Alexandre Dumas
Publicado:1845 Categoría(s):Ficción, Acción y Aventura
Parte 1 El castillo de If
Capítulo 1 Marsella. La llegada
El 24 de febrero de 1815, el vigía de Nuestra Señora de la Guarda dio la señal de que se hallaba a la vista el bergantín El Faraón procedente de Esmirna, Trieste y Nápoles. Como suele hacerse en tales casos, salió inmediatamente en su busca un práctico, que pasó por delante del castillo de If y subió a bordo del buque entre la isla de Rión y el cabo Mongión. En un instante, y también como de costumbre, se llenó de curiosos la plataforma del castillo de San Juan, porque en Marsella se daba gran importancia a la llegada de un buque y sobre todo si le sucedía lo que al Faraón , cuyo casco había salido de los astilleros de la antigua Focia y pertenecía a un naviero de la ciudad.
Mientras tanto, el buque seguía avanzando; habiendo pasado felizmente el estrecho producido por alguna erupción volcánica entre las islas de Calasapeigne y de Jaros, dobló la punta de Pomegue hendiendo las olas bajo sus tres gavias, su gran foque y la mesana. Lo hacía con tanta lentitud y tan penosos movimientos, que los curiosos, que por instinto presienten la desgracia, preguntábanse unos a otros qué accidente podía haber sobrevenido al buque. Los más peritos en navegación reconocieron al punto que, de haber sucedido alguna desgracia, no debía de haber sido al buque, puesto que, aun cuando con mucha lentitud, seguía éste avanzando con todas las condiciones de los buques bien gobernados.
En su puesto estaba preparada el ancla, sueltos los cabos del bauprés, y al lado del piloto, que se disponía a hacer que El Faraón enfilase la estrecha boca del puerto de Marsella, hallábase un joven de fisonomía inteligente que, con mirada muy viva, observaba cada uno de los movimientos del buque y repetía las órdenes del piloto.
Entre los espectadores que se hallaban reunidos en la explanada de San Juan, había uno que parecía más inquieto que los demás y que, no pudiendo contenerse y esperar a que el buque fondeara, saltó a un bote y ordenó que le llevasen al Faraón , al que alcanzó frente al muelle de la Reserva.
Viendo acercarse al bote y al que lo ocupaba, el marino abandonó su puesto al lado del piloto y se apoyó, sombrero en mano, en el filarete del buque. Era un joven de unos dieciocho a veinte años, de elevada estatura, cuerpo bien proporcionado, hermoso cabello y ojos negros, observándose en toda su persona ese aire de calma y de resolución peculiares a los hombres avezados a luchar con los peligros desde su infancia.
-¡Ah! ¡Sois vos Edmundo! ¿Qué es lo que ha sucedido? -preguntó el del bote- ¿Qué significan esas caras tan tristes que tienen todos los de la tripulación?
-Una gran desgracia, para mí al menos, señor Morrel -respondió Edmundo-. Al llegar a la altura de Civita-Vecchia, falleció el valiente capitán Leclerc…
-¿Y el cargamento? -preguntó con ansia el naviero.
-Intacto, sin novedad. El capitán Leclerc…
-¿Qué le ha sucedido? -preguntó el naviero, ya más tranquilo-. ¿Qué le ocurrió a ese valiente capitán?
-Murió.
-¿Cayó al mar?
-No, señor; murió de una calentura cerebral, en medio de horribles padecimientos.
Volviéndose luego hacia la tripulación:
-¡Hola! -dijo- Cada uno a su puesto, vamos a anclar.
La tripulación obedeció, lanzándose inmediatamente los ocho o diez marineros que la componían unos a las escotas, otros a las drizas y otros a cargar velas.
Edmundo observó con una mirada indiferente el principio de la maniobra, y viendo a punto de ejecutarse sus órdenes, volvióse hacia su interlocutor.
-Pero ¿cómo sucedió esa desgracia? -continuó el naviero.
-¡Oh, Dios mío!, de un modo inesperado. Después de una larga plática con el comandante del puerto, el capitán Leclerc salió de Nápoles bastante agitado, y no habían transcurrido veinticuatro horas cuando le acometió la fiebre… y a los tres días había fallecido. Le hicimos los funerales de ordenanza, y reposa decorosamente envuelto en una hamaca, con una bala del treinta y seis a los pies y otra a la cabeza, a la altura de la isla de Giglio. La cruz de la Legión de Honor y la espada las conservamos y las traemos a su viuda.
-Es muy triste, ciertamente -prosiguió el joven con melancólica sonrisa- haber hecho la guerra a los ingleses por espacio de diez años, y morir después en su cama como otro cualquiera.
-¿Y qué vamos a hacerle, señor Edmundo? -replicó el naviero, cada vez más tranquilo-; somos mortales, y es necesario que los viejos cedan su puesto a los jóvenes; a no ser así no habría ascensos, y puesto que me aseguráis que el cargamento…
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