Array The griffin classics - El conde de montecristo

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Encarcelado por un crimen que no ha cometido, Edmond Dantes está confinado en la sombría fortaleza de If. Allí se entera de un gran tesoro escondido en la Isla de Montecristo y se decide no solo a escapar sino a desenterrar el tesoro y usarlo para planear la destrucción de los tres hombres responsables de su encarcelamiento. Un gran éxito popular cuando se serializó por primera vez en la década de 1840, Dumas se inspiró en un caso real de encarcelamiento injusto al escribir su épica historia de sufrimiento y retribución.

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-Se halla en buen estado, señor Morrel. Os aconsejo, pues, que no lo cedáis ni aun con veinticinco mil francos de ganancia.

Acto seguido, y viendo que habían pasado ya la torre Redonda, gritó Edmundo:

-Largad las velas de las escotas, el foque y las de mesana.

La orden se ejecutó casi con la misma exactitud que en un buque de guerra.

-Amainad y cargad por todas partes.

A esta última orden se plegaron todas las velas, y el barco avanzó de un modo casi imperceptible.

-Si queréis subir ahora, señor Morrel -dijo Dantés dándose cuenta de la impaciencia del armador-, aquí viene vuestro encargado, el señor Danglars, que sale de su camarote, y que os informará de todos los detalles que deseéis. Por lo que a mí respecta, he de vigilar las maniobras hasta que quede El Faraón anclado y de luto.

No dejó el naviero que le repitieran la invitación, y asiéndose a un cable que le arrojó Dantés, subió por la escala del costado del buque con una ligereza que honrara a un marinero, mientras que Dantés, volviendo a su puesto, cedió el que ocupaba últimamente a aquel que había anunciado con el nombre de Danglars, y que saliendo de su camarote se dirigía adonde estaba el naviero.

El recién llegado era un hombre de veinticinco a veintiséis años, de semblante algo sombrío, humilde con los superiores, insolente con los inferiores; de modo que con esto y con su calidad de sobrecargo, siempre tan mal visto, le aborrecía toda la tripulación, tanto como quería a Dantés.

-¡Y bien!, señor Morrel -dijo Danglars-, ya sabéis la desgracia, ¿no es cierto?

-Sí, sí, ¡pobre capitán Leclerc! Era muy bueno y valeroso.

-Y buen marino sobre todo, encanecido entre el cielo y el agua, como debe ser el hombre encargado de los intereses de una casa tan respetable como la de Morrel a hijos -respondió Danglars.

-Sin embargo -repuso el naviero mirando a Dantés, que fondeaba en este instant-, me parece que no se necesita ser marino viejo, como decís, para ser ducho en el oficio. Y si no, ahí tenéis a nuestro amigo Edmundo, que de tal modo conoce el suyo, que no ha de menester lecciones de nadie.

-¡Oh!, sí -dijo Danglars dirigiéndole una aviesa mirada en la que se reflejaba un odio reconcentrado-; parece que este joven todo lo sabe. Apenas murió el capitán, se apoderó del mando del buque sin consultar a nadie, y aún nos hizo perder día y medio en la isla de Elba en vez de proseguir rumbo a Marsella.

-Al tomar el mando del buque -repuso el naviero- cumplió con su deber; en cuanto a perder día y medio en la isla de Elba, obró mal, si es que no tuvo que reparar alguna avería.

-Señor Morrel, el bergantín se hallaba en excelente estado y aquella demora fue puro capricho, deseos de bajar a tierra, no lo dudéis.

-Dantés -dijo el naviero encarándose con el joven-, venid acá.

-Disculpadme, señor Morrel -dijo Dantés-, voy en seguida.

Y en seguida ordenó a la tripulación: «Fondo»; a inmediatamente cayó el anda al agua, haciendo rodar la cadena con gran estrépito. Dantés permaneció en su puesto, a pesar de la presencia del piloto, hasta que esta última maniobra hubo concluido.

-¡Bajad el gallardete hasta la mitad del mastelero! -gritó en seguida-. ¡Iza el pabellón, cruza las vergas!

-¿Lo veis? -observó Danglars-, ya se cree capitán.

-Y de hecho lo es -contestó el naviero.

-Sí, pero sin vuestro consentimiento ni el de vuestro asociado, señor Morrel.

-¡Diantre! ¿Y por qué no le hemos de dejar con ese cargo? -repuso Morrel-. Es joven, ya lo sé, pero me parece que le sobra experiencia para ejercerlo…

Una nube ensombreció la frente de Danglars.

-Disculpadme, señor Morrel -dijo Dantés acercándose-, y puesto que ya hemos fondeado, aquí me tenéis a vuestras órdenes. Me llamasteis, ¿no es verdad?

Danglars hizo ademán de retirarse.

-Quería preguntaros por qué os habéis detenido en la isla de Elba.

-Lo ignoro, señor Morrel: fue para cumplir las últimas órdenes del capitán Leclerc, que me entregó, al morir, un paquete para el mariscal Bertrand.

-¿Pudisteis verlo, Edmundo?

-¿A quién?

-Al mariscal.

-Sí.

Morrel miró en derredor, y llevando a Dantés aparte:

-¿Cómo está el emperador? -le preguntó con interés.

-Según he podido juzgar por mí mismo, muy bien.

-¡Cómo! ¿También habéis visto al emperador?…

-Sí, señor; entró en casa del mariscal cuando yo estaba en ella… -¿Y le hablasteis?

-Al contrario, él me habló a mí -repuso Dantés sonriéndole.

-¿Y qué fue lo que os dijo?

-Hízome mil preguntas acerca del buque, de la época de su salida de Marsella, el rumbo que había seguido y del cargamento que traía. Creo que a haber venido en lastre, y a ser yo su dueño, su intención fuera el comprármelo; pero le dije que no era más que un simple segundo, y que el buque pertenecía a la casa Morrel a hijos. « ¡Ah -dijo entonces-, la conozco. Los Morrel han sido siempre navieros, y uno de ellos servía en el mismo regimiento que yo, cuando estábamos de guarnición en Valence.»

-¡Es verdad! -exclamó el naviero, loco de contento-. Ese era Policarpo Morrel, mi tío, que es ahora capitán. Dantés, si decís a mi tío que el emperador se ha acordado de él, le veréis llorar como un niño. ¡Pobre viejo! Vamos, vamos -añadió el naviero dando cariñosas palmadas en el hombro del joven-; habéis hecho bien en seguir las instrucciones del capitán Leclerc deteniéndoos en la isla de Elba, a pesar de que podría comprometeros el que se supiese que habéis entregado un pliego al mariscal y hablado con el emperador.

-¿Y por qué había de comprometerme? -dijo Dantés-. Puedo asegurar que no sabía de qué se trataba; y en cuanto al emperador, no me hizo preguntas de las que hubiera hecho a otro cualquiera. Pero con vuestro permiso -continuó Dantés-: vienen los aduaneros, os dejo…

-Sí, sí, querido Dantés, cumplid vuestro deber.

El joven se alejó, mientras iba aproximándose Danglars.

-Vamos -preguntó éste-, ¿os explicó el motivo por el cual se detuvo en Porto-Ferrajo?

-Sí, señor Danglars.

-Vaya, tanto mejor -respondió éste-, porque no me gusta tener un compañero que no cumple con su deber.

-Dantés ya ha cumplido con el suyo -respondió el naviero-, y no hay por qué reprenderle. Cumplió una orden del capitán Leclerc.

-A propósito del capitán Leclerc: ¿os ha entregado una carta de su parte?

-¿Quién?

-Dantés.

-¿A mí?, no. ¿Le dio alguna carta para mí?

-Suponía que además del pliego le hubiese confiado también el capitán una carta.

-Pero ¿de qué pliego habláis, Danglars?

-Del que Dantés ha dejado al pasar en Porto-Ferrajo.

-Cómo, ¿sabéis que Dantés llevaba un pliego para dejarlo en Porto-Ferrajo… ?

Danglars se sonrojó.

-Pasaba casualmente por delante de la puerta del capitán, estaba entreabierta, y le vi entregar a Dantés un paquete y una carta.

-Nada me dijo aún -contestó el naviero-, pero si trae esa carta, él me la dará.

Danglars reflexionó un instante.

-En ese caso, señor Morrel, os suplico que nada digáis de esto a Dantés; me habré equivocado.

En esto volvió el joven y Danglars se alejó.

-Querido Dantés, ¿estáis ya libre? -le preguntó el naviero.

-Sí, señor.

-La operación no ha sido larga, vamos.

-No, he dado a los aduaneros la factura de nuestras mercancías, y los papeles de mar a un oficial del puerto que vino con el práctico.

-¿Conque nada tenéis que hacer aquí?

Dantés cruzó una ojeada en torno.

-No, todo está en orden.

-Podréis venir a comer con nosotros, ¿verdad?

-Dispensadme, señor Morrel, dispensadme, os lo ruego, porque antes quiero ver a mi padre. Sin embargo, no os quedo menos reconocido por el honor que me hacéis.

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