–Desde luego –admitió la demandada.
–Pues en eso estriba el problema –le hizo notar–. Si utilizáramos productos químicos nos bastaría poner a los laboratorios a producir a destajo, pero estamos trabajando con períodos de gestación que la naturaleza ha impuesto a lo largo de millones de años y no somos dioses que podamos salvar de un salto semejante abismo.
–¿Luego vamos por mal camino?
–A mi modo de ver estamos en un punto muerto del camino correcto, que no es lo mismo.
–Intento entenderte pero me resulta difícil –intervino por primera vez Richard.
–Digamos que es como si un grupo de alpinistas consiguiera coronar el Everest pero que por mucho que se apretujaran en la cumbre nunca habría espacio más que para cuarenta.
–Un símil acertado –admitió Dimitri–. ¿O sea que una vez en la cima algunos tendrían que descender para que subieran otros?
–Más o menos.
–Hace tiempo vi una película en la que docenas de ellos se amontonaban en una parte estrecha de la ruta, iban muriendo y…
–Todos la hemos visto, querido; todos la hemos visto y recordamos el problema moral que se les presentó a los guías a la hora de decidir a quién debían rescatar. No los salvaban por su dinero, sus méritos o su importancia, sino por las posibilidades que tenían de sobrevivir a la hora de descender por su propio pie hasta el campamento base.
Había comenzado a llover y permanecieron unos instantes contemplando como el amplio ventanal se cubría de goterones que resbalaban sin prisas como invitándoles a imitarlos y no precipitarse a la hora de tomar decisiones.
La tragedia de la mañana del once de mayo de mil novecientos noventa y seis, cuando una inesperada tormenta se abatió sobre el Everest provocando la muerte de ocho alpinistas, les obligada a considerar que de igual modo corrían el riesgo de precipitarse a la hora de elegir a quiénes debían vacunar.
Eran cinco, ¡solo cinco!, los que sabían lo que siete mil millones de seres humanos deseaban saber, y evidentemente la carga resultaba excesiva.
–No podemos callarlo.
–Pero tampoco decirlo.
–¿Y qué contará la historia sobre quienes sabían que existía una vacuna pero permitieron que tantos infelices murieran?
–Lo que cuente la historia me importa un bledo –sentenció Enzo agitando su pipa–. Me importa lo que dirían mi mujer y mis hijos si supieran que sé como salvarlos y no lo hago.
–Puedes hacerlo –puntualizó Lena.
–Desde luego, pero al día siguiente mi mujer me pediría que salvara a su hermana, su cuñado y sus sobrinos. Y lo mismo os ocurriría a vosotros, con lo que dentro de una semana una multitud desesperada derribaría esa puerta buscando una vacuna que no podemos proporcionarle.
–¿Y qué solución propones?
–Seguir trabajando mientras encontramos caminos paralelos.
–¿Al referirte a caminos paralelos te estás refiriendo a especies similares…? –se sorprendió Diana.
–Similares o afines por muy lejanos que parezcan.
–Podemos remontarnos a la prehistoria.
–Más vale remontarse a la prehistoria que aproximarse a la posthistoria. Al fin y al cabo, hemos comprobado que esos virus tenían un antepasado común que ha ido evolucionando de muy diversas formas.
–Volvemos a lo mismo: la evolución de las especies, pero nunca he sabido si los diferentes tipos de pinzón en los que Darwin basó sus teorías ponían el mismo tipo de huevos o tardaban el mismo tiempo en empollarlos.
–No creo que ni él mismo lo supiera, al igual que nosotros ignoramos cuál es el tiempo de gestación de un «Desmodus».
–Varía entre los tres y los seis meses.
–De eso no estamos seguros. Entre tres y seis meses suele ser el tiempo de gestación de la mayor parte de los murciélagos, pero por ser hematófago el «Desmodus» resulta único, y tampoco sabemos cuántas crías suele tener en cada parto.
–No más de dos –intervino Richard.
–Pues en ese caso pasarán años antes de que contemos con el material genético necesario para empezar a trabajar en serio porque la mayor colonia de «Desmodus» se encuentra en las selvas de la cordillera andina ecuatoriana y a casi tres mil metros de altura –se llevó la pipa a la boca, aspiró con delectación, como si estuviera tragando humo en lugar de aire, alzó los ojos evocando viejos tiempos e inquirió–: ¿Os acordáis de la epidemia de ébola de hace siete años…?
–Cómo olvidarla.
–En ese tiempo trabajaba para un laboratorio alemán que me envió al Congo a intentar averiguar algo sobre los supuestos estudios de unos misioneros que al parecer estaban obteniendo resultados del veinte por ciento de casos letales, cuando es cosa sabida que la tasa de mortalidad del ébola suele alcanzar el ochenta por ciento.
–Desconocía esa faceta aventurera de tu currículum –comentó Lidia con una divertida sonrisa–. Siempre te había considerado un ratón de biblioteca.
–Nosotros no somos ratones de biblioteca sino ratas de laboratorio, querida, pero dejando las bromas a un lado, lo cierto es que conseguí acceder a un galpón que se había utilizado en otro tiempo como aserradero y lo primero que me llamó la atención fue que contenía medio centenar de jaulas repletas de murciélagos.
–Ya estamos otra vez con la matraca de los murciélagos –protestó Dimitri–. ¿Hasta cuándo?
–Hasta que dejen de ser un referente en todo cuanto se refiere a epidemias. Y los que yo vi no eran «Desmodus hematófagos», sino frugívoros de la familia «Pteropodidae».
–¡Vaya por Dios! Eso me tranquiliza.
–¿Puedo continuar con mi historia?
–Puedes.
–¡De acuerdo! No lejos del galpón, un grupo de nativos parecía recuperar fuerzas, pero un guardia me impidió aproximarme y al poco acudió un misionero, que por lo visto había sido sargento de la legión, que me ordenó que diera media vuelta y no volviera a no ser que trajera víveres, ropas o medicinas.
–Normal… A esos lugares no se va con las manos vacías.
–Intenté sonsacarle sobre el número de enfermos que habían conseguido salvar, pero me respondió de muy malas maneras que no me mandaba al infierno porque ya estaba en él, pero que me largara cuanto antes o me echaría a patadas.
–¿Era católico…?
–¿Y qué más da que fuera católico, protestante o evangelista para que me pateara el culo? –fue la agria respuesta–. Era una especie de «Rambo» con sotana, pero al día siguiente conseguí saltar el muro, atisbar por la ventana y lo que pude ver me dejó helado; había docenas de enfermos derrengados en los camastros, gente que gemía, vómitos por todas partes y tres monjas que se afanaban por atender a los pacientes mientras otras dos diseccionaban pangolines y murciélagos.
–¡Qué manía!
–¡Por Dios, Dimitri! –se lamentó Diana–. Déjale en paz.
–¡Gracias, bonita! Por lo visto descartaron a los pangolines porque las muestras de virus que les tomaron carecían de la cadena de aminoácidos que aparece en el que afecta a los seres humanos. Para entonces ya había vuelto con dos camiones cargados de víveres, ropas y medicina, y a la vista de ello se mostraron más locuaces admitiendo que «su mejunje» estaba dando resultados, aunque aún era pronto para cantar victoria.
–Resulta comprensible que no quisieran precipitarse.
–Comprensible sí, pero a mí el laboratorio me exigía resultados porque corría el rumor de que gringos y chinos estaban ya tras la misma pista, por lo que les hice una última oferta: quince millones en mano y el veinte por ciento de los beneficios.
–Poco me parece.
–Poco en efecto, pero se conformaron demostrando una honradez digna de alabanza puesto que me entregaron dos maletas repletas de anotaciones y murciélagos disecados, pagaron a los nativos que habían hecho el papel de enfermos y desaparecieron.
Читать дальше