–Hace años nos aconsejaron a cuantos navegábamos por las costas de Somalia que arrojáramos por la borda a los piratas que intentaran asaltarnos –reconoció Mario Rossi–. Pero no creo que la situación sea equiparable.
–Desde que se incrementó la epidemia se considera defensa propia disparar contra quien invada una propiedad privada, o sea que tiene mi permiso para hacerlo.
–¡Extraordinario! –al capitán le seguía encantando la palabra–. Realmente extraordinario.
–Creo que también podría ahorcarlos, pero como no estoy seguro limítese a darles un chapuzón –consultó el reloj–. Prepare un buen espectáculo para las cinco porque conviene que quede bien claro que nadie puede saltarse las normas por muy príncipe o muy banquero que sea.
–¿Y qué hago con el sobrecargo?
–Si no hay distinción de clases es que no hay distinción de clases. Al agua con él.
–¡Extraordinario! Realmente extraordinario.
Se anunció por los altavoces y constituyó un curioso y divertido espectáculo ver como un estirado sobrecargo, un príncipe gordinflón y un escuchimizado banquero con peluquín desfilaban en paños menores por una pasarela y acababan siendo obligados a lanzarse al mar desde casi nueve metros de altura.
El príncipe fue el más aplaudido porque levantó una gran columna de agua, nadó resoplando hasta la orilla y, como había perdido los calzoncillos, durante la caída quedó tumbado sobre la arena mostrando sin el menor pudor su inmenso trasero.
Quienes más le aplaudieron fueron sus tres jovencísimas esposas.
Por su parte el banquero perdió el peluquín por lo que el divertido espectáculo resultó ejemplarizante, aunque dejó de ser divertido a partir del momento en que, al recoger la documentación de los condenados, se constató que el príncipe era efectivamente Omar Suleimán bin Fasi bin Salman, un destacado y prepotente miembro de la Casa real que a menudo demostraba ser cruel, sanguinario y vengativo, y el supuesto banquero panameño era en realidad Deodato Carballo, un corrupto general venezolano acusado de tráfico de drogas a gran escala, perseguido por la justicia internacional.
–¿O sea que hemos estado alimentando, cuidando y protegiendo a un narcotraficante? –se lamentó Camila–. ¡Lo que nos faltaba!
–Lo malo no es que lo hayamos alimentado, cuidado y protegido; lo malo es que le hemos dejado escapar –añadió Mubarac–. El jodido nadaba como un perro mientras todos estábamos pendientes del príncipe y en cuanto llegó a la orilla corrió como una liebre.
Aquella era una pésima noticia, de las peores que podrían haberles dado puesto que canallas de la calaña de Deodato Carballo y sus compinches del régimen bolivariano se estaban adueñando del planeta al sobornar o apoyar a políticos afines a sus ideas totalitarias.
Como el dinero no protegía contra el virus su puesto estaba siendo ocupado por la cocaína, la heroína, la marihuana o las anfetaminas, que no constituían un remedio, pero sí un consuelo.
Que dicho consuelo conllevara un precio muy alto para la salud no parecía significar un obstáculo para unos descerebrados que ya lo eran cuando aún no necesitaban disculpas para «meterse un chute», «esnifar una raya» o consumir a todas horas unas drogas que cada día causaban menos efecto.
La ley de la oferta y la demanda había conseguido que se establecieran mercadillos que recordaban los «corralitos» de las épocas de grandes crisis económicas, con la diferencia de que en ellos no se cambiaban dos gallinas por diez kilos de patatas, sino ocho gramos de heroína por cinco papeletas de cocaína.
A la vista de ello, y de descubrir que había estado protegiendo a malhechores y malgastando en ellos un tiempo y unos recursos que mucha gente honrada estaba necesitando, Óscar admitió que se había excedido en sus atribuciones y que ni él, ni Mubarac, Camila, o tan siquiera el capitán Rossi, tenían derecho a decidir a quién se debía tirar al agua y a quién no.
Rogó por tanto a cuantos jueces, fiscales o abogados hubiera a bordo que acudiesen al salón de actos y les comunicó que en su opinión había llegado el momento de redactar un conjunto de leyes apropiadas al momento que les había tocado vivir.
–Las normas anteriores ya no sirven, o sirven mal, puesto que ningún jurista pudo prever la llegada de este cataclismo, o sea que deben ser aquellos que se sientan capaces de anteponer la ley a cualquier ideología los que dicten unas nuevas. ¿A alguien le apetece sacar adelante un proyecto de esas características?
Intercambiaron miradas, se volvieron a observar reacciones, y al fin una elegante dama francesa se decidió a inquirir:
–¿Se está refiriendo a redactar una especie de Constitución o «Carta Magna» adaptada a los tiempos actuales?
–Eso deben decidirlo los implicados, teniendo en cuenta que serán unas reglas de comportamiento que afectarán a todos, cualquiera que sea su origen, raza, nacionalidad, estatus social o creencias.
–No tienen que ir en favor o en contra de nadie… –recalcó Camila–. Nuestro futuro es común, por lo que si no nos ajustamos a unas normas de convivencia nuestro peor enemigo seremos nosotros mismos.
Un pelirrojo que se sentaba en la segunda fila alzó la mano.
–Me considero un comunista convencido –dijo–. O sea que me descarto.
–No es necesario dar explicaciones –advirtió Mubarac–. Nos consta que será una labor difícil que no contentará a todos, así que los que no se sientan con ánimos para intentarlo pueden irse.
Se quedaron seis, incluida la elegante dama francesa. Se les alojó en los mejores camarotes del «Estrella Polar» y se les suplicó que tuvieran lista la nueva Constitución, «Carta Magna», o como quiera que la llamasen, antes de dos semanas.
–¿Dos semanas…? –protestaron–. ¿Se han vuelto locos?
–Probablemente, pero nos hemos limitado a propinar un chapuzón a dos auténticas alimañas... –tomó aire como si con ello pretendiera conseguir que lo que iba a decir fuera mucho más contundente–: Y si por desgracia nos vemos obligados a imponer nuevas sanciones a los que pongan en peligro la convivencia, debemos contar con argumentos legales que nos respalden o de lo contrario quedaríamos como hemos quedado en este caso: como unos auténticos gilipollas.
***
Tres hombres y las dos mujeres se sentaban en torno a una mesa redonda, como si con ello quisieran evidenciar que ninguno se consideraba superior al resto, y se encontraban allí por contribuir con idéntico esfuerzo a una causa común.
Como eran conscientes de la importancia de su trabajo, y de lo peligroso que sería que se conociesen sus auténticas identidades, habían decidido otorgarse nombres ficticios y nunca relacionados con el país al que pertenecían.
–Creo que, con mucha suerte, conseguiríamos disponer de treinta y cinco dosis al mes; como máximo, cuarenta –señalaba en esos momentos quien respondía al seudónimo de Lena.
–No bastarán –sentenció el denominado Dimitri.
–Ya sé que no bastarán; ni cuarenta, ni cuarenta mil, ni cuarenta millones, pero es lo que hay.
–¿Y si pidiéramos ayuda a la Organización Mundial de la Salud? –quiso saber quien se hacía llamar Diana y que parecía ser la de más edad.
–Alguien querría colgarse una medalla y echaría las campanas al vuelo despertando falsas expectativas. Y en este caso no es cuestión de dinero, querida. No se trata de invertir millones porque la naturaleza va a su ritmo.
–Y si la forzáramos perdería el paso –intervino el apodado Enzo, que chupaba una pipa que nunca se atrevía a encender porque le tiraban zapatos a la cabeza–. Tu nieto nacerá dentro de cuatro meses, pero si intentáramos que naciera dentro de dos tu hija correría peligro… ¿O no?
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