Alberto Vazquez-Figueroa - La vacuna

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En la segunda parte de
Cien años después, el maestro de la novela de acción relata la historia de una familia que vive la aventura más grande de la historia de la humanidad: la crisis del coronavirus y la desenfrenada carrera global por encontrar una vacuna para superar la pandemia que asola el planeta.Tras la solidaridad de los primeros tiempos, la rápida y prolongada propagación del virus ha dado paso a un desaforado egoísmo y a un «sálvese quien pueda», que ya se ha escuchado incontables veces a lo largo de la historia. Pueblos, ciudades, e incluso civilizaciones, se han visto obligados a emigrar por culpa del avance de enemigos más poderosos, pero ahora no queda un solo lugar seguro.Alberto Vázquez-Figueroa ha escrito esta novela inmerso en los terribles sucesos actuales, en un ejercicio de investigación y reflexión de surfear la ola del inmenso tsunami actual para adelantarse al avance de los inimaginables acontecimientos que estamos viviendo y que han sumido a la humanidad en una zozobra sin igual.

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–Eres bueno… –aceptaron de común acuerdo–. ¿Pero, por qué una jirafa?

–Porque en ese entorno resulta insólita, y cuanto estamos viviendo se me antoja insólito.

–De pequeña me encantaba pintar jirafas… –señaló Aurelia.

–Pero tenían cabeza de jirafa y patas de cocodrilo –le recordó su tío–. Eran horribles.

–Odio a los cocodrilos… –reconoció Víctor.

–Todo el mundo odia a los cocodrilos.

–Los egipcios no. Sobek era el dios de la abundancia y la fertilidad, creador del Nilo.

–Es que los egipcios eran muy raros. Siempre andaban de costado y con la mano extendida, como pidiendo una comisión o una limosna.

Como no era cuestión de pasarse la tarde diciendo sandeces, las mujeres decidieron acompañar al nuevo miembro de la comunidad a la mayor de las cabañas del bosquecillo, y en cuanto hubieron desaparecido, Samuel, al que Anabel había dejado al cuidado del niño, comentó, mientras comenzaba a cambiar los pañales:

–Esto me huele mal.

–¿Qué esperabas? –señaló su hermano–. Siempre ha sido un cagón.

–No me refiero al niño; me refiero a que ese chico nos puede traer problemas.

–¿Anabel…? –aventuró Saúl.

–Y Aurelia. Tú eres su padre y la sigues viendo como a una niña, pero ya no es ninguna niña y ese es el primer muchacho que ha visto en mucho tiempo.

–Ya lo sé.

–Y es muy agradable.

–Ya me había dado cuenta.

–¿Y qué podemos hacer?

–¿Hacer? –le replicó su hermano como si acabara de decir una herejía–. No puedo hacer nada. Durante la mayor parte de mi vida me consideré dueño y responsable de mis actos, pero ya no soy su dueño, y por lo tanto tampoco soy responsable. Es el puñetero virus el que marca la pauta.

–No en este caso. Se trata de tu familia.

–Se trata de «nuestra familia», y si tienes alguna idea de cómo encarar este problema te agradecería que la expresaras porque más vale equivocarse juntos que por separado.

–Pedirle que siga su camino.

–¿Por qué razón? ¿Porque no confiamos en nuestra hermana o porque tú no confías en tu sobrina ni yo en mi hija?

–¡Visto así…!

–Visto como lo has expuesto. Los dos sabemos que Anabel siempre hace lo que le da la gana, incluido tocar el acordeón, pero ya no es la misma y espero que a estas alturas tenga un cierto sentido de la responsabilidad.

Samuel también hubiera deseado que lo tuviese pero no podía olvidar que su hermana menor había sido siempre una de las criaturas más liberales disparatadas y desinhibidas del planeta.

Capítulo II

Observaron con preocupación el gigantesco navío que se aproximaba; era el «Estrella Polar» y sabían que pertenecía a la misma empresa de cruceros que el «Cruz del Sur».

–Este viene a decirnos que el barco ya no es nuestro.

–Nunca lo fue –le hizo notar Mubarac.

Tenía razón; el hecho de que hubieran sido los primeros en subir a bordo de una nave abandonada tan solo les daba derecho a considerarse sus dueños hasta que sus verdaderos dueños hicieran su aparición y demostraran que había sido evacuada debido a que sus pasajeros corrían peligro de contagiarse.

–¿Y qué vamos a hacer?

–No lo sé, pero ya iba siendo hora de que alguien tomase las riendas de un asunto que nos queda grande –señaló Óscar.

–Hasta ahora no lo habíamos hecho tan mal.

–Tal como están las cosas, no hacerlo mal no significa hacerlo bien.

Guardaron silencio mientras observaban como el inmenso crucero hacía una prodigiosa demostración de habilidad, giraba noventa grados y se arboleaba por la banda de estribor sin que tan siquiera se percibiera un leve estremecimiento.

–Esos sí que son profesionales. No como otros…

Minutos después, su capitán, un cincuentón de espesa barba entrecana, aspecto de auténtico lobo de mar extraído de una vieja foto del «Titanic» e impecable uniforme blanco, se reunió con ellos en el puente de mando.

–¡Buenos días! –saludó casi militarmente–. Soy el capitán Rossi, Mario Rossi, y me pongo a sus órdenes.

–¿Cómo que se pone a nuestras órdenes? –se escandalizó Óscar–. Somos nosotros los que nos ponemos a las suyas. Llevamos meses fondeados aquí porque no tenemos ni idea de cómo se maneja un barco.

–No se trata de manejar un barco; se trata de manejar un hospital flotante, y lo están haciendo maravillosamente. A mí se me han muerto cuatro tripulantes y ya no me quedan más que treinta y seis hombres y cinco mujeres, una de ellas embarazada. ¿Cuántos pasajeros tienen a bordo?

–Cuatrocientos ochenta y cinco.

–¡Extraordinario! Realmente extraordinario. ¿Cuántos muertos durante la última semana?

–Ninguno.

–¡Extraordinario!

Al parecer la palabra le encantaba.

–Suponíamos que venía usted a hacerse cargo del «Cruz del Sur» en nombre de los armadores –señaló Mubarac.

–¿Los armadores? –pareció escandalizarse el marino–. Menuda pandilla de indeseables. Nos han abandonado a nuestra suerte porque saben que el negocio del turismo de cruceros será el último en recuperarse, por lo que apuestan por cobrar el seguro cuando la epidemia pase alegando que los barcos se perdieron.

–¿Realmente cree que la epidemia pasará?

–¿Y qué otra cosa podría hacer más que creerlo? Mi mujer está confinada en Génova, mi hija en Londres y mi hijo en un petrolero que se supone que navega rumbo a Sudáfrica, pero que nadie sabe dónde diablos se encuentra en estos momentos –depositó la gorra sobre la mesa de mapas como si con ello indicara que estaba listo para ponerse a trabajar–. ¿Cómo puedo ayudarles?

Óscar señaló un punto en el corazón de la ensenada.

–Llevándonos hasta allí, donde estaremos más protegidos y podamos largar una tubería hasta la desembocadura del río. Necesitamos más agua.

El viejo lobo de mar asomó la cabeza con el fin de estudiar el cielo, consultó su reloj y asintió:

–Tendrá que ser mañana porque maniobrar con barcos arboleados no resulta fácil. Y ahora les agradecería que me invitaran a cenar algo decente.

Le ofrecieron lo mejor de lo mejor, con buen vino, buen coñac y un habano, de lo que disfrutó sin dejar de repetir:

–¡Extraordinario! Realmente extraordinario.

En ciertos aspectos era un personaje un tanto peculiar y maniático, pero conocía muy bien su oficio por lo que al día siguiente maniobró de tal forma que los barcos quedaron al abrigo de la ensenada con lo que de inmediato pudieron iniciarse los trabajos de tender una tubería hasta la desembocadura del río.

Todos a bordo colaboraban entusiasmados con la idea de que a partir de aquel momento no tendrían que ducharse en medio minuto.

No obstante, a media tarde el italiano se presentó en el puente del «Cruz del Sur» y resultó visible que se encontraba molesto mientras comentaba en tono brusco:

–Dos de sus pasajeros, un príncipe saudí y un banquero panameño, han sobornado a mi sobrecargo con el fin de que les proporcione los cinco mejores camarotes de mi barco.

–¿Y por qué cinco?

–Por lo visto el príncipe tiene tres esposas.

–Se ve que le gusta la privacidad… –admitió César–. ¿Y cómo han conseguido sobornar a su sobrecargo si no permitimos manejar dinero?

–Con oro y diamantes.

–Se los requisaremos.

–¿Le pidieron permiso para subir a bordo?

–No.

–En ese caso tírelos al agua.

–¿Cómo ha dicho? –se asombró el italiano creyendo haber oído mal.

–Que los tire al agua –fue la tranquila respuesta exenta de toda teatralidad–. Nos encontramos en estado de excepción, por lo que si alguien aborda una nave sin permiso de su capitán está cometiendo un acto de piratería.

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