Alicia Escardó Végh - La ventana de enfrente

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Julieta tiene catorce años y una tendencia innata a meterse en problemas. Ha visto algo que no quiere contar a nadie. Pero además, de un día para otro tiene que cambiar de vida. Su familia se muda a Madrid, y ella no tiene más remedio que aceptarlo, aunque lo hace bajo protesta. Además de los temores que le genera vivir en un país que siente tan lejano y del que no conoce nada, se lleva también ese secreto. Un día, desde la ventana de su nuevo apartamento, ve una chica que toca la flauta. Conocer a María será el punto de partida de varios episodios tan sorprendentes como inesperados, que le hacen sospechar de todos y conocer el lado oscuro de las personas que la rodean. Una nueva novela de la reconocida escritora uruguaya Alicia Escardó Végh, autora de Mavi, ¡no te rindas! publicado por esta misma editorial.

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Índice de contenido La ventana de enfrente Portada Capítulo 1 - фото 1

Índice de contenido

La ventana de enfrente

Portada

Capítulo 1: SEPTIEMBRE. AterrizoEnMadrid

Capítulo 2: OCTUBRE. LosProfesYaMeTienenHarta

Capítulo 3: NOVIEMBRE. YaHaceFrío

Capítulo 4: DICIEMBRE. SeVienenLasFiestas

Capítulo 5: ENERO. RegaloDeReyes

Capítulo 6: FEBRERO. VivaLaContrafarsaYElCarnaval

Capítulo 7: MARZO. VacacionesDeNuevo

Capítulo 8: ABRIL. BajoLluviaEnMadrid

Capítulo 9: MAYO. LosQueTeHacenLlorarYSufrir

Capítulo 10: JUNIO. ÚltimoMesDeClases

Capítulo 11: JULIO. TodoSeDesarma

Biografía

Legales

Sobre el trabajo editorial

Contratapa

Septiembre

AterrizoEnMadrid

Fue cuando me instalé en el avión, que no pude aguantar más y largué el llanto. Desde el asiento de al lado, mamá me miraba con cara comprensiva. Pobre. Si supiera la verdad. Ella creía ingenuamente que mis lágrimas eran porque me había despedido de mis amigas y primos en el aeropuerto, y no los iba a ver por casi un año. Yo no quería estropearle la alegría que le generaba la “nueva vida” que, según ella, nos esperaba en Madrid. Para qué repetirle que tenía cero ganas de irme a vivir a una ciudad que no conocía, a diez mil kilómetros de todo lo mío. Se lo había dicho tantas veces, que no valía la pena. Lo otro era lo que mi madre no sabía. No podía contárselo. A ella menos que a nadie. Cada vez que recordaba aquella escena, lo que descubrí la tarde en que me perdí volviendo del dentista, confirmaba con angustia que no podría decírselo nunca.

Al aeropuerto habían ido todas mis amigas del colegio con regalos, cartas y recuerdos. Me daban unos abrazos tan apretados como si tuvieran que pasar una prueba de fuerza, como si no fuéramos a vernos nunca más. Por suerte los abuelos no estaban, mi madre decidió que era mejor despedirnos de ellos en su casa. En el aeropuerto de Carrasco, siempre ruidoso, inundado de viajeros que arrastran carros de valijas, altavoces que sueltan palabras que nadie entiende y gente que se mueve de un lado a otro, iban a ponerse demasiado nerviosos.

En septiembre empieza la primavera. O termina el verano. Depende del punto de vista y el sitio donde uno se encuentre. Para mí, ese mes de septiembre significó alejarme de todo lo que conocía hasta ese momento, para empezar la vida en un país donde las estaciones funcionan al revés. Lo que no sabía era que tantas otras cosas serían también diferentes.

Después de embarcar las maletas y pasar por migración, nos instalamos en la fila 8, yo del lado de la ventanilla y mamá del pasillo. Hice como que leía las cartas de mis amigas. Eran varias, y algunas bastante largas. Cada vez me costaba más distinguir las palabras, las veía borrosas y desenfocadas. Cuando no pude leer más, puse en el MP3 la música que me había grabado Ana, y por los auriculares me inundaron nuestras canciones preferidas. A mi mirada líquida se agregó un cosquilleo que subió de la garganta a la nariz. Mi amiga había grabado también unas palabras de despedida.

—Tomá, Julieta –me dijo mamá, mientras me alcanzaba un pañuelo descartable que sacó de la cartera. Siempre previsora. No fue suficiente con uno.

Mi preocupación de la noche anterior al elegir la ropa que usaría para el viaje me pareció tan lejana. ¡Cómo podía haberme importado eso! En Montevideo terminaba el invierno y estaba fresco. Carlos nos había escrito en un mail que en Madrid hacía mucho calor. Así que pensé: el pantalón marrón de pana mejor no, el celeste si porque la tela es más fina y me queda bien con la camiseta azul. Al final me decidí por el vaquero ancho. Quería estar bien por si al aeropuerto iba él, lo que fue una pérdida de tiempo porque al final no se apareció. No fue ningún chico, solamente mis amigas. Mejor.

Ahora todo eso me parecía una estupidez. Me encontraba suspendida en el aire, a medio camino entre una vida que no valoré hasta que tuve que dejarla y un futuro incierto. Atrás quedaba mi país, parte de mi familia, mis amigas, mi colegio, y debía empezar de nuevo en un sitio del que no conocía nada.

Carlos y mi madre hacía meses que me insistían con lo que iba a ganar: vivir en Europa, en el primer mundo, cuna de la Historia, donde iba a tener oportunidades de conocer lugares interesantes, de relacionarme con gente diferente, de insertarme en una nueva realidad. En el fondo yo sabía que mi opinión no contaba en su decisión. De todos modos se iban a ir, y me tenían que llevar con ellos. El trabajo nuevo de Carlos, la mejor oportunidad de su vida, no podía competir al lado de los insignificantes problemas de una adolescente consentida. Sabía que esas debían haber sido sus palabras, casi como si las hubiera escuchado.

El viaje me resultó interminable. La escala en Río de Janeiro fue incómoda. Bajamos del avión de madrugada, y una funcionaria de TAM, entre distraída y medio dormida (no había nadie más en la sala de espera desierta) nos hizo bajar y atravesar corredores interminables, entre frases en un portugués del que no entendimos nada. Cuando entré de nuevo en la cabina del avión, olía a esos perfumes artificiales que ponen en los autoservicios de lavado de coches. A la media hora empezó la rutina de la cena traída por una azafata con sonrisa de anuncio de pasta dental y después pasaron una película que se veía horrible porque la pantalla era de dos por dos y estaba tres filas más adelante de mi asiento.

Por fin, Madrid. La luz que indicaba que podíamos desabrocharnos los cinturones se apagó con un pitido metálico. Nos levantamos, con el cuerpo entumecido. Los que habían tenido paciencia con las largas colas para usar el baño minúsculo del avión estaban un poco más presentables, al menos se habían lavado los dientes y alisado el pelo con un peine. Yo ni me había acercado, me dio asco después de que vi salir de ahí a un gordo con el pelo grasiento y a una vieja que inundó el corredor del avión con un olor que no quisiera describir. Así que debía tener un aspecto lamentable.

Entramos en una especie de tubo que temblaba bajo nuestros pies como si fuera a desarmarse. Nos depositó en una sala del aeropuerto en la que había dos filas de personas. Frente a cada una, un funcionario controlaba pasaportes y ponía sellos. Sin dudarlo, me dirigí a la más corta.

Mi madre me sacó de mi error.

—No, la nuestra es la otra –me dijo, y se ubicó al final de la fila que tenía cuatro veces más gente, detrás de una señora con un niño en brazos y otro de la mano, con expresión más de cansada que de madre. No me atrevería a adivinar cuál de los dos empezaría a llorar primero.

—¿Por qué?

—Es que la fila corta es para los que tienen pasaporte de la Unión Europea –me explicó.

Empezaba a darme cuenta de que no es fácil ser sudamericano.

Qué suerte tenía Bernardo, el hijo de Carlos, que pudo quedarse. Claro, como él está en la Universidad y trabaja, ya es grande y puede tomar sus propias decisiones. Y prefirió seguir en Montevideo, al menos por un tiempo, nos dijo, hasta avanzar un poco más en la carrera, y después quizás pudiera conseguir una beca en España.

—¿Y cómo te quedás a pesar del bajón que es vivir en Uruguay, de los impuestos indiscriminados, de la inflación, de la corrupción, de toda la basura que se ve en las calles y de los políticos ineptos? –le pregunté a Bernardo cuando nos contó su decisión.

Mamá me miró, sorprendida. Estaba claro que esas palabras no eran mías. Se las había robado a Carlos, que las decía unas diez veces por día para que nos creyéramos de verdad que lo mejor era irnos.

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