Julie Kagawa - La noche del dragón

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Para salvar de una muerte inminente a todos aquellos que ama, Yumeko ha entregado al enemigo el último fragmento del Pergamino de las Mil Oraciones. Ahora la chica mitad zorro
kitsuney su dispar banda de acompañantes deberán evitar que el Maestro de los Demonios invoque al Gran Dios Dragón para que éste cumpla un deseo que sumirá al Imperio en el caos.
El asesino del Clan de la Sombra, Kage Tatsumi, ha recuperado el control de su cuerpo y ha aceptado un trato con Hakaimono, el demonio que habita en su interior, para que ambos ayuden a Yumeko a detener el cataclismo.Pero incluso con sus habilidades combinadas, esta insólita escuadra de héroes sabe que las fuerzas del mal pueden ser imposibles de superar. Peor aún, ellos ignoran que existe otro interesado en el Deseo, alguien que ha actuado desde el principio en las sombras, y que aguarda el momento adecuado para revelarse. Lo que la crítica ha dicho de
La sombra del zorro:"¡Una de mis series de fantasía favoritas de todos los tiempos!" Ellen Oh, autora de
Prophecy y la serie Spirit Hunters"Kagawa utiliza elementos de la mitología japonesa y su folklore para desplegar una historia épica… Una aventura repleta de acción."
Kirkus Reviews «Los lectores no saldrán de casa hasta devorar el capítulo siguiente.»
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Miré a Yumeko.

—Mantente cerca —le dije en voz baja, y ella asintió. Al desenvainar a Kamigoroshi, la caseta del portero se bañó con una luz púrpura, y empujé la puerta de madera con la punta de la espada. La puerta gimió mientras se abría, hasta revelar la ciudad oscura y vacía más allá.

Atravesamos la puerta hacia Umi Sabishi. Los edificios de madera se alineaban en la calle. La mayoría eran estructuras simples, levantadas sobre gruesos postes a poca altura del suelo, erosionadas por décadas de aire marino y sal. Las piedras sobre los techos evitaban que éstos salieran volando en las tormentas, y había varios edificios inclinados ligeramente hacia la izquierda, como si estuvieran cansados del viento constante.

No había gente, ni viva ni muerta. No había cuerpos, miembros segmentados, ni siquiera manchas de sangre, aunque la ciudad mostraba signos de una terrible batalla: las puertas corredizas habían sido rasgadas, las paredes habían sido derribadas y muchos objetos yacían abandonados en sus calles. Un carro volcado, que había derramado su carga de cestas de pescado en el fango, se encontraba en el medio del camino, con las moscas zumbando alrededor. Una muñeca de paja yacía boca abajo en un charco, como si la dueña la hubiera dejado caer y no hubiera podido regresar por ella. Las calles, aunque saturadas de agua y convertidas en barro, habían sido destrozadas por el paso de docenas de pies presas del pánico.

—¿Qué pasó aquí? —murmuró el ronin, mirando alrededor con una flecha lista en su arco—. ¿Dónde está todo el mundo? No todos pueden estar muertos, habríamos visto al menos algunos cuerpos.

—Tal vez hubo algún tipo de catástrofe y todos huyeron del pueblo —reflexionó el noble, con la mano sobre la empuñadura de su espada mientras observaba las calles vacías.

—Eso no explica el estado de los edificios —dije, señalando con la cabeza un par de puertas de restaurante que habían sido partidas por la mitad: los marcos de bambú estaban rotos y el papel de arroz hecho trizas—. Este lugar fue atacado hace poco. Y algunos de esos atacantes no eran humanos.

—Entonces, ¿dónde están todos? —preguntó el ronin de nuevo—. ¿Este lugar fue atacado por un ejército de oni que se comieron a toda la gente del pueblo? No hay sangre, no hay cuerpos, nada. Uno pensaría que veríamos alguna señal de lo que pasó.

El noble miró a su alrededor. Aunque su voz era tranquila, la mano apoyada en la empuñadura de su espada delataba su inquietud:

—¿Deberíamos seguir adelante o dar marcha atrás?

Miré a los demás.

—Adelante —dijo la doncella del santuario después de un momento—. Todavía necesitaremos un transporte si queremos llegar a las islas del Clan de la Luna. Ciertamente, no podemos nadar hasta allá. Vayamos a los muelles. Tal vez encontremos a alguien que esté dispuesto a llevarnos.

—Mmm, ¿Reika ojou-san? —la voz de Yumeko, cautelosa y de pronto tensa, llamó nuestra atención—. Chu está… creo que él está intentando decirnos algo.

Miramos al guardián de la doncella del santuario y mis instintos se erizaron. El perro se había puesto rígido mientras miraba detrás de nosotros, con los ojos férreos y la cola levantada. Sus pelos estaban en punta, sus labios se curvaron hacia atrás para revelar los dientes, y un gruñido áspero emergió de su garganta.

Miré a la calle. Un cuerpo, borroso e indistinto, se arrastraba hacia nosotros a través de la lluvia. Se movía con paso torpe y tambaleante, vacilante e inestable, como si estuviera borracho. A medida que se acercaba y el gruñido de Chu se hacía más fuerte, se convirtió en una mujer vestida con una harapienta túnica de comerciante y un par de tijeras aferradas en una mano. Una máscara blanca y sonriente cubría su rostro, del tipo que se usa en las representaciones del teatro nou, y tropezaba descalza a través del barro, balanceándose de manera errática, pero firme detrás de nosotros.

Fue entonces cuando me percaté del extremo roto de una lanza clavada por completo en su cintura, que había manchado un extremo de su túnica de rojo oscuro. Una herida absolutamente fatal, pero que no parecía dolerle o retrasarla en lo absoluto.

Porque no está viva, pensé, justo cuando la mujer muerta levantó su rostro enmascarado… y de pronto aceleró el paso y se apresuró hacia nosotros como una marioneta poseída, tijeras en alto.

Los gruñidos de Chu estallaron en rugidos. El ronin soltó una maldición y disparó su flecha, que voló de manera infalible hacia el frente y golpeó a la mujer en el pecho. Ella se tambaleó un poco, resbaló en el barro y siguió moviéndose, dejando escapar un grito sobrenatural mientras avanzaba.

La espada del noble chirrió al ser liberada, pero yo ya me estaba moviendo con Kamigoroshi en mano cuando el cadáver se abalanzó sobre mí con un gemido. Arremetí, esquivando las tijeras que intentaban apuñalarme, y corté el pálido cuello blanco de la mujer. Su cabeza rodó hacia atrás mientras su cuerpo siguió avanzando algunos pasos, llevado por el impulso, y luego se derrumbó en el barro.

Un hedor que quemaba la nariz surgió del cuerpo retorcido, el olor a magia de sangre, podredumbre y descomposición, pero ningún fluido brotó desde el agujero donde había estado la cabeza de la mujer. Toda la sangre en su cuerpo ya había sido drenada.

Yumeko se llevó las manos a la boca y la nariz, como si estuviera luchando contra el instinto de vomitar. Incluso la doncella del santuario y el ronin parecían un poco enfermos mientras miraban el cuerpo aún retorciéndose. El silencio cayó, pero a través de la lluvia pude sentir el movimiento a nuestro alrededor, innumerables ojos girando en nuestra dirección.

—No se queden aquí —espeté, volviéndome hacia el grupo—. ¡Necesitamos mantenernos en movimiento! Un mago de sangre no habrá levantado sólo a un cadáver. Quizá toda la ciudad es…

Un ruido de la casa de té al otro lado de la calle me interrumpió. Figuras pálidas y sonrientes estaban emergiendo de su oscuro interior, se tambaleaban al cruzar por las puertas y se arrastraban a través de los agujeros en las paredes. Todavía más tropezaban al salir de los edificios que ya habíamos pasado, o se tambaleaban desde los callejones entre las estructuras, y daban tumbos en el camino. El olor a muerte y magia de sangre se elevó en el aire húmedo, cuando la horda de muertos sonrientes se volvió hacia nosotros, con ojos ciegos y huecos, y comenzó a deambular en la calle.

Escapamos hacia lo más profundo de Umi Sabishi, mientras los gritos y lamentos de los muertos vivientes resonaban a nuestro alrededor. Sonriendo, los cadáveres enmascarados se arrastraban hacia el camino, se estiraban hacia nosotros con dedos codiciosos o intentando golpearnos con armas rudimentarias. El noble y yo abrimos el paso. El Taiyo atacaba a los muertos que se acercaban demasiado, cortando brazos y cabezas con precisión mortal. Chu, transformado en su enorme forma de guardián, arrasaba con todo alrededor de nosotros en un manchón rojo y dorado que aplastaba los cuerpos en su camino o los echaba a un lado. Las flechas del ronin no ayudaban mucho, dado que los no muertos ignoraban las heridas que deberían ser fatales y seguían detrás de nosotros, a menos que los decapitaran o les quitaran las piernas. Pero él se mantenía disparando y ya fuera que los derribara o los hiciera tambalearse, eso nos daba al Taiyo y a mí más tiempo para aniquilarlos.

La magia de zorro de Yumeko llenó el aire a nuestro alrededor. Nunca atacó los cadáveres directamente, pero varias copias de los cuatro nos unimos a la refriega, lo que distrajo y desconcertó a los muertos vivientes, que no parecían distinguir la diferencia. Las ilusiones estallaban con pequeñas explosiones de humo cuando eran desgarradas, pero siempre aparecían más, y su presencia mantuvo a raya al enjambre, mientras nos abríamos paso a través de las calles.

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