D. Lawrence - El amante de Lady Chatterley

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El amante de Lady Chatterley: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta novela, situada en el puritanismo victoriano, y prohibida en Inglaterra por su contenido erótico, habla sobre la relación de una dama de la alta sociedad con un trabajador de su esposo. Pero más allá de entablar una novela sobre los deseos carnales, D.H. Lawrence habla sobre la relación interpersonal de un hombre y una mujer, el significado de la conciencia, los impulsos afectivos y, sobretodo, la ternura que existe entre los seres humanos. Lawrence fue un crítico de las rigideces y los sistemas esquemáticos e hipócritas que imperaban en esos años, reflejados en esta obra, lo que hace este clásico de la literatura contemporánea, una novela imperdible.

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Envió un sirviente a preguntar si podía hacer algo por Lady Chatterley: había pensado viajar a Sheffield en coche. La respuesta llegó: ¿le importaría subir al salón de Lady Chatterley?

Connie tenía un pequeño salón en el tercer piso, la parte más alta del centro de la casa. Las habitaciones de Clifford se hallaban, por supuesto, en la planta baja. Michaelis se sintió halagado por la invitación y siguió ciegamente al mensajero; nunca se daba cuenta de las cosas, no tenía contacto con lo que le rodeaba. En el salón lanzó una mirada distraída a las finas reproducciones alemanas de cuadros de Renoir y Cezanne.

—Tiene aquí un hermoso lugar —dijo con su sonrisa extraña, como si le doliera sonreír, mostrando los dientes—. Muy buena idea instalarse en lo más alto.

—Lo mismo pienso —dijo ella.

El salón era lo único alegre y moderno en la casa, el único sitio en Wragby donde la personalidad de Connie se desplegaba. Clifford nunca lo había visto y ella no invitaba a subir a casi nadie.

Connie y Michaelis se sentaron uno a cada lado de la chimenea y conversaron. Ella lo interrogó sobre su vida, su madre y su padre, sus hermanos. Los demás despertaban siempre su interés, y cuando su simpatía se despertaba, perdía el sentido de clase. Michaelis habló con franqueza de su vida, con gran sinceridad, sin afectación, exhibiendo con sencillez su amarga e indiferente alma de perro callejero, y mostrando al final un destello de vengativo orgullo gracias a su éxito.

—¿Por qué es usted un ave solitaria? —preguntó Connie; y de nuevo él le dirigió la mirada radiante e inquisitiva de sus ojos castaños.

—Hay pájaros que son así —replicó Michaelis. Luego, con un toque de ironía familiar, añadió—: Pero, veamos, ¿qué pasa con usted? ¿No es usted también un ave solitaria?

Connie, sorprendida, lo pensó unos instantes.

—Sí, en cierto sentido. No tanto como usted.

—¿Soy por entero un pájaro solitario? —preguntó él, y desplegó la mueca que tenía por sonrisa, como si le dolieran los dientes; una sonrisa burlona, y sus ojos eran permanentemente melancólicos, o estoicos, o desilusionados, o temerosos.

—¿Por qué? —dijo Connie, con el aliento entrecortado, mirándolo—. Usted lo es, ¿o no?

Se sentía terriblemente atraída por Michaelis, lo cual casi la hizo perder el equilibrio.

—Tiene usted toda la razón —dijo él, volviendo la cabeza para mirar hacia los lados, hacia abajo, con esa extraña quietud de las viejas razas apenas presente en nuestros días. Eso hacía que Connie perdiera la capacidad de verlo como alguien independiente de ella.

Él la miró con la mirada enérgica que todo lo veía, todo lo registraba. A la vez, el niño que lloraba en la noche, lloraba desde su pecho, hacia ella, de una forma que conmovía las entrañas de Connie.

—Es muy amable al preocuparse por mí —dijo él, lacónico.

—¿Y por qué no iba a hacerlo? —exclamó ella, con la respiración agitada.

Él respondió con su risa burlona, sibilante.

—Así las cosas, ¿puedo tomar su mano un minuto? —dijo él de improviso, fijando los ojos en ella con un poder casi hipnótico y enviándole una carga de atracción que a ella le tocó fibras íntimas.

Connie lo miró con fijeza, deslumbrada y transfigurada, y él se acercó, se arrodilló ante ella, tomó sus pies, hundió el rostro en su regazo y allí se quedó, inmóvil. Aturdida, Connie miró con azoro le tierna nuca apoyada en su regazo, sintió la presión del rostro de Michaelis en sus muslos. En su ardiente turbación, no pudo evitar que su mano se posara, con ternura y compasión, en la nuca inofensiva, y él tembló con un profundo estremecimiento.

Luego él alzó hacia ella la mirada de sus intensos ojos brillantes de imponente atractivo y ella fue incapaz de resistirse. Del fondo de su pecho brotó la respuesta, un inmenso deseo: le daría lo que fuera, cualquier cosa.

Michaelis era un amante extraño y delicado, dulce con las mujeres. Temblaba sin lograr controlarse y al mismo tiempo permanecía distante, consciente de los sonidos exteriores.

Para ella todo eso no significaba nada, sino que ella se había entregado a él. Después él dejó de temblar y se quedó quieto, muy quieto. Entonces ella, con dedos cariñosos y compasivos, acarició la cabeza que descansaba sobre su pecho.

Cuando Michaelis se levantó, besó las manos de Connie, luego los pies envueltos en pantuflas de gamuza, y en silencio se retiró hasta el final de la habitación, donde permaneció de espaldas a ella. Después de unos minutos de silencio él se dio vuelta y se acercó a ella, sentada de nuevo junto a la chimenea.

—Supongo que me odiará —dijo él de manera tranquila e inevitable. Ella alzó los ojos, rápida.

—¿Por qué habría de hacerlo? —preguntó.

—Casi todas lo hacen —dijo él, y en seguida corrigió—. Quiero decir que eso ocurre con las mujeres.

—No tengo razones para odiarlo —dijo ella con resentimiento.

—¡Lo sé! ¡Lo sé! ¡Así tendría que ser! Es usted muy buena conmigo —dijo él lloriqueando.

Connie se preguntó por qué se sentiría él miserable.

—¿Quiere volver a sentarse? —dijo ella. Él se volvió hacia la puerta.

—¡Sir Clifford! —dijo él—. ¿No estará...?

Ella lo pensó un momento.

—¡Tal vez! —dijo mirándolo—. No me gustaría que Clifford lo supiera, ni siquiera que lo sospechara. Le dolería mucho. Pero no me parece que hayamos obrado mal, ¿no cree?

—¿Obrar mal? ¡Buen Dios, no! Es usted infinitamente buena conmigo. Apenas puedo soportarlo.

Él se hizo a un lado y ella cayó en la cuenta de que estaba a punto de sollozar.

—No es necesario que se entere Clifford, ¿verdad? —suplicó—. Le haría mucho daño. Si no lo sabe, si nada sospecha, nadie saldrá lastimado.

—¡Por mi parte no sabrá nada! —dijo Michaelis vehemente—. Usted se daría cuenta. Yo mismo lo confesaría —rio con su risa hueca y cínica ante tal idea. Ella lo miró azorada y él añadió—: ¿Puedo besar su mano e irme? Creo que iré a Sheffield y comeré allí. Si me es posible, volveré para el té. ¿Puedo servirle en algo? ¿Puedo estar seguro de que no me odia y no me odiará? —finalizó con una apremiante nota de cinismo.

—No lo odio —dijo Connie—. Lo aprecio.

—¡Ah! —dijo él con pasión—, prefiero que me diga eso y no que me ama. Significa mucho más... Hasta esta tarde. Tengo mucho en qué pensar hasta entonces. —Besó sus manos con humildad y se fue.

—Ese joven me parece insoportable —dijo Clifford durante la comida. —¿Por qué? —inquirió Connie.

—Bajo esa fachada se oculta un patán. Listo para saltar sobre nosotros. —Creo que la gente lo ha tratado muy mal —dijo Connie.

—¿Te parece? ¿Y crees que emplea su valioso tiempo en obras de caridad? —Creo que es una persona generosa.

—¿Con quién?

—Eso no lo sé.

—Claro que no lo sabes. Creo que confundes la falta de escrúpulos con generosidad.

Connie no respondió. ¿Sería cierto? Era posible. La falta de escrúpulos de Michaelis ejercía sobre ella cierta fascinación. Él avanzaba kilómetros mientras Clifford reptaba unos cuantos metros. A su manera, Michaelis había conquistado el mundo, justo lo que Clifford deseaba. ¿Los medios y las formas? ¿Eran los de Michaelis más despreciables que los de Clifford? ¿La forma en que el pobre marginado se había abierto paso a empujones y codazos y por las puertas traseras era peor que la manera de Clifford de promoverse hacia la celebridad? La diosa meretriz del éxito era una perra perseguida por miles de perros jadeantes con la lengua de fuera. El primero que la conseguía, que obtenía el éxito, era el verdadero perro entre los perros. De modo que Michaelis podía llevar la cola en alto.

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