Al octavo día, cuando empecé a andar más ligera, a levantar la mirada, a sentirme fresca y limpia, ocurrió. Tocaron a la puerta. No estaba segura de abrir así, recién bañada, enfundada en un enterizo de franela que cubría unas formas ya muy lejanas de la infancia. Entreabrí la puerta y la cautela desapareció ante la sonrisa de un hombre no muy alto, de cabello lacio y despeinado, y vivarachos ojos verdes que, en vano, trataban de ocultarse tras unos lentes de montura dorada.
«Hola, soy Manuel. He visto la tarjeta de tu puerta y pensé en tocar y presentarme. Eres mexicana, ¿no? Yo soy de Asturias. ¿Sabes que tienes a unos españoles viviendo aquí mismo, al lado de tu casa?».
Yo suponía que mis vecinos entendían español, porque durante la primera semana en Praga, insomne por el cambio de horario y cansada de recorrer la ciudad una hora y otra más para depositar en sus callejuelas medievales algunos atisbos de esperanza, escuchaba al otro lado de un muro finísimo el coro de una melodía poderosamente sensual: Quiero ser el único que te muerda la boca / quiero saber que la vida contigo no va a terminar / porque sí, porque sí, porque sí / porque de esta vida no quiero pasar un día entero sin ti / porque mientras espero por ti me muero y no quiero seguir así…
Sin mediar más diálogo, Manuel entró a la cocina para matar el tiempo. «Este par de holgazanes no ha llegado aún. Seguro que se fueron a cenar, vamos a esperar un rato y te los presento. Son andaluces, muy majos».
Resignada a su irrupción, le ofrecí una cerveza. Me contó que era filólogo y que daba clases de español en la universidad. Veterano de aquella fauna aún ignota para mí, no dejó de enfatizar mi suerte por haber sido asignada al edificio B, pues los otros cinco bloques de hormigón que ocupaban la manzana de la calle Koňevova estaban en condiciones terribles. El nuestro, horrendo por fuera, ostentaba interiores recientemente remozados y habitaciones espaciosas; un lujo multiplicado para quienes vivíamos solos en departamentos diseñados para dos.
Se oyó un portazo y Manuel se incorporó contento. «Ya han llegado, vamos». Hubiera querido quitarme el enterizo o al menos cepillarme el pelo, pero no había tiempo que perder, la mitad del rechoncho cuerpo de Manuel ya estaba en el pasillo. Me apresuré para alcanzarlo y llegué a la puerta del 210, donde la figura delgada y estilizada de Rafa, el mejor amigo de Paco, me invitaba a pasar.
Los andaluces habían dedicado la tarde a caminar y ninguno de nosotros había cenado. Paco tomó un puñado de papas crudas, se colocó entre las piernas un cilindro alargado que hacía las veces de basurero y empezó a mondarlas con sorprendente destreza. Después las fue cortando en trozos irregulares, picó una cebolla grande y lo puso todo a freír; rompió los cascarones de cuatro huevos con una sola mano y los batió rítmicamente con un tenedor hasta que quedaron espumosos. Encendió la hornilla eléctrica, vertió aceite de oliva en una sartén y puso la mezcla a cocinar. «Ya está, en un rato más nos comemos una tortilla».
Yo añoraba las tortillas mexicanas, que nada tenían en común con aquello que olía tan bien, al tiempo que trataba de seguir la conversación y responder a las preguntas de Rafa sobre mis estudios y mi país. ¿Qué hacía una mexicana en la República Checa? Hablamos de la transición en la Europa del Este, de los rasgos socialistas que a fines de la década de los noventa todavía se respiraban en el ambiente, del desencanto político en América Latina, de mi obsesión literaria con Kafka. Él me contaba de su pasión por la nítida herencia árabe de Granada y el significado del Mediterráneo, en medio de las tierras , así nombrado por los romanos, convencidos de la existencia de un mar único y de que los límites del mundo eran el sur de Europa y el norte de África. Fue harto difícil concentrarme mientras los profundos ojos de Paco, resguardados tras el grueso marco de sus lentes, atravesaban la cursilería de mi enterizo de franela. No hacía preguntas, escuchaba y observaba sin perder detalle de la conversación ni de la tortilla de patata que, como sus hábiles manos, en un tiempo récord se convertiría en mi adicción. Manos morenas, cuadradas y no demasiado grandes, fascinantes desde la operación de pelar papas con precisión y rapidez. Sus ojos eran negros y penetrantes, como los de un moro, y su piel tenía el color de las aceitunas húmedas, listas para ser prensadas.
Los cuatro comensales intercambiamos miradas cálidas y sonrisas cómplices durante la cena. Cuando vino el cansancio y quise volver a mi casa, Paco me acompañó hasta el pasillo y frotó mi brazo con un gesto de camaradería. Un escalofrío me recorrió antes de ceder entera a una extraña tibieza. Deseé girar sobre mis talones y abrazarme a su espalda de nadador, contagiarle la alegría de habernos encontrado. En lugar de eso, cerré la puerta, alcancé la cama y por fin logré conciliar el sueño y dormir de un tirón en Praga.
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