Pospongo la intención adormilada de buscar el registro de aquellos años, cuando empecé a creer que los acontecimientos y su posibilidad de atravesar mis vivencias significaban algo real. Los diarios, las cartas nunca enviadas, los poemas como prueba de una entrega ingenua, perdida. Una audacia que desconozco me impulsa a asomarme a un texto inspirado en la descripción de un veneno contenido en el cuerpo de un hombre: líneas desdoblando rasgos físicos, muecas y manías que en cierta encrucijada encontré adorables. No es necesario buscar papeles amarillentos ocultos tras el archivo de documentos médicos y recibos vencidos al fondo de la última gaveta del estudio; cerrar los ojos basta para releer, letra por letra, el historial de su huella, hoy transformada en mero telón que da paso a la segunda parte de mi vida.
Me adentro en el recuerdo con paso firme; busco sílabas capaces de dotar de coherencia lo todavía ilegible. Mi mente dispone papel y lápiz, preparo el inventario de aquello que tantas veces creí que él, cabeza de pájaro, había depositado en mí como un regalo, y que varios hombres y sábanas después comprendí que era mío desde el primer sollozo de mis pulmones, pero que, en un descuido, él podría haberme arrebatado. Aquello que descubrí cuando sus ojos hicieron de antorcha para iluminarme por dentro y supuse irremisiblemente extraviado cuando él se fue con otra.
Abrí los ojos antes de la hora. Muy pronto, en un año o dos, me titularía y dejaría de levantarme temprano. Recordé cómo, de niña, más de una vez me había puesto el uniforme escolar para dormir y así disfrutar unos minutos más de sueño entre la tibieza de las cobijas. Me asustó pensar en el tiempo dedicado a correr para ir a ninguna parte. Era triste tener veintitrés años y advertir mi retraso frente a la velocidad de la historia, descubrirme parte de una juventud despojada de esencia contestataria, consumista compulsiva de chatarra.
Esa mañana, haciendo un poco el ridículo, de la cabeza de pájaro salió un anzuelo o un dardo emponzoñado que mis carnes recibieron ante el azoro de mis compañeros de clase. Más tarde, en su oficina, mientras él echaba llave a la puerta y corría las cortinas, recordé las palabras que un anciano había susurrado demasiado cerca de mi oído en un cafetín de Varsovia: «Hay dos cosas importantes en la vida, porque cuando llegan solo es posible agarrarse fuerte y dejarse llevar, dos cosas que no tienen remedio: el amor y la muerte».
Aquel cuarentón labioso y casado sería el primer hombre en el que vería la síntesis de una época que me habría gustado vivir y de los millones de páginas que anhelaba leer. Me agarré del aire y me dejé llevar como una cometa huérfana. La enfermedad duró un sustancioso año de fiebres, curiosidad creativa, opresión en el pecho, búsqueda incesante, ojos llorosos, pulsión por acariciar las hojas de los libros y enunciar, a voz en cuello, palabras escritas solo para nosotros.
Mi cuerpo parecía demasiado pequeño para albergar a mi alma cuando estaba con él, desoladoramente enorme cuando nos separábamos. Una ocasional resaca se filtraba por el breve tejido entre el esternón y el nacimiento de las costillas, una paciente congoja dispuesta a arrasarme a la menor distracción. Llegué a pensarme y a mirarlo todo a través de sus ojos. Textos propios y ajenos, películas, obras de arte, obras de teatro, conciertos, atardeceres, penumbras, atuendos, comidas, ritmos y pausas. Todo, hasta aquel mediodía en el que, oculta tras un ventanal, vi sus manos recorrer con premura otras piernas y prensarse de otros cabellos. Recuperé mis ojos y los llené de lágrimas. Mastiqué despacio y me tragué el secreto de esta locura, la necesidad de saber qué tenía ella que yo había perdido. Nunca lloré tanto, nunca fui tan feliz y a la vez tan desdichada, nunca estuve más asustada y triste, nunca fui más valiente ni se manifestó tan clara la maravilla de tener todo el tiempo del mundo para curarme de él y no pudrirme de dolor, aunque todo el tiempo del mundo no alcanzara para curarse de la sombra de los celos y la sospecha.
Barrí los jirones de piel revueltos con trozos de vidrios de colores. Entrelacé las estrellas con el crujir de las flores muertas hasta dejar de extrañar su mirada inquisidora. Un poeta en el barrio vecino decía querer borrar a su musa, pero conservar su lengua. No quiero ser poeta. Tampoco quiero la boca ni los brazos torpes de aquel parteaguas. Quiero una voz capaz de tramar una cuerda que llegue hasta esa que ya no soy y, a golpe de susurros, teja un paracaídas.
Abro un cuaderno en blanco. Despunto un ciclo pasada en
limpio. El corazón abierto, la mente dispuesta, el cuerpo anhelante.
Infinitas coincidencias se conjugan para fraguar un regalo cada día durante un año:
silencios, latidos, abrazos, despedidas, encuentros, rupturas, quietudes, compañías,
impulsos, desplazamientos, cercanías, soledades, desprendimientos, emociones,
experiencias, sensaciones,
mudanzas, continuidades, ensueños…
Con un callado gesto libero lo viejo y desteñido. La siguiente
bocanada me sumerge en la naturalidad de los colores, las
texturas, las fibras a punto de entretejer lazos y luces.
He aquí los cabos sueltos de lo que ya revela mi siguiente urdimbre.
∞
Segunda parte
Me descalzo
para andarte,
gozarte,
deslizarte,
arraigarte.
Y también por
evitar antiguas piedras,
sentir nuevos escollos,
y acariciar tus flores.
∞
Confabulé un final de película: un avión se pierde en la distancia y el público sabe que la protagonista, hecha un ovillo a bordo, ha cambiado para siempre. Escapar, evadirme, huir.
Hacia la noche tomé una tarjeta personal y debajo de mi nombre, impreso en cursivas negras, escribí MÉXICO con tinta azul. La pegué debajo del trocito de madera que, con el número 211, marcaba la puerta de mi nuevo hogar: un estudio de veinte metros cuadrados, igual a todos los del edificio B de la residencia estudiantil, el edificio de los privilegiados, los extranjeros.
Era un espacio perfectamente organizado. Al entrar, una cocineta con parrilla eléctrica y un refrigerador pequeñito, baño con inodoro, ducha y lavabo, piso de loseta. El lavabo servía tanto para fregar platos como para el aseo personal, duplicidad funcional a la que nunca terminaría de acostumbrarme. Otra puerta, con una especie de ventana de discreto vidrio esmerilado, daba paso a un segundo ambiente más amplio y alfombrado: dos camas individuales, una en cada extremo de la habitación, fijadas a los muros. En el medio, dos escritorios con vistas al exterior y, junto a la pared restante, un armario alto y angosto. Todo el mobiliario era color chocolate y de un material feísimo. Encima de cada cama había una repisa del mismo color. Lejos de levantar el ánimo, las cortinas amarillentas y sucias, mal cortadas y peor colgadas, añadían un toque de desconcierto.
La dicha llegó cuando comprobé que el cuarto sería para mí sola durante todo el posgrado. A partir de ese instante la habitación, con sus sillas baratas y sus lúgubres luces blancas, se convirtió en un refugio donde recuperarme y contemplar absorta la rapidez con la que la carne viva se convertía en costra y finalmente en cicatriz. Jamás desarrollaría una coraza ni una piel de elefante, pero ahí podía pasar largas horas desnuda, palpando mi nuevo cuerpo de herida de guerra.
La distancia lo magnifica todo, genera espacios desbordantes de tan íntimos y enormes de tan minúsculos, transfigura el sentido del tiempo y anima a las personas a hacer lo que nunca soñarían en ese lugar al que con candidez llaman «casa». La distancia, irónica y cruel, me lanzó contra eso que creí dejar atrás, eso que, según yo, no había encontrado cabida en las maletas.
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