Sebastián Vizcaíno - Breves fragmentos de un azul

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Novela narrada a dos voces en donde el relato de un paciente y la de una psiquiatra se contrastan mostrando versiones distintas en una unidad de salud mental, por un lado, y mundo onírico por el otro. Donde el protagonista conocerá personas extraordinarias, y una mujer de ojos azules que cree reconocer desde su cordura. Llegando a un punto donde las historias convergen y quedará en duda que es lo real. Locura, amor, desesperanza, son temas recurrentes en la obra, así como cada vivencia de un paciente contadas en términos médicos y a manera de cuentos fantásticos.

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Me acuesto mientras pienso en la chica que conocí este día, en su sonrisa, en sus ojos. Poco a poco, unas ideas parásitas comienzan a invadir mi mente, se esparcen por todos los rincones, y la imagen de la chica se borra. Me cuesta acomodarme, necesito una libreta. Mi cuerpo eventualmente puede menos que mi mente, me quedo dormido al poco tiempo.

Despierto. A diferencia de los días anteriores, recuerdo vagamente lo que he soñado: algo acerca de que escribía hasta el cansancio, usaba unas hojas para acurrucarme en el piso y, cuando me disponía a dormir, desperté. Pienso que quizá estoy dormido y todavía me falta despertar una vez más, pero lo dudo, este lugar no se siente como un sueño.

Me espabilo un poco agitando la cabeza como para dejar de pensar en eso. Siento cómo los rayos del sol empiezan a inundar el pueblo. Me asomo por la ventana, pienso que la playa será el primer lugar para conocer.

Me visto con un pantalón gris que me queda un poco flojo y una camisa que hallo junto a mi cama. Debajo de las prendas, encuentro una libreta de anotaciones pequeña y un esfero. El recepcionista sí me estaba haciendo caso después de todo. Todavía tengo la historia del hombre del campanario fresca en mi memoria, decido escribirla, pero no como periodista; quiero adueñarme de la historia, poder expresar todo lo que escuché. Dejo que las letras fluyan, ya había olvidado esta sensación.

IV

El nuevo ingreso casi destroza la habitación, tuvo un breve periodo de agitación que cedió rápidamente con los medicamentos, los señores auxiliares ayudaron a inmovilizarlo para poder inyectarle; pese a que es una persona delgada, les costó algo de trabajo retenerlo. En su breve episodio quiso rayar las paredes desesperadamente con sus uñas, incluso llegó a sangrar un poco.

Ayudo a recostarlo en la cama y le reviso las manos. Después de una pequeña limpieza, le coloco un par de vendas y lo dejo descansar. Necesito escribir una nota de evolución acerca de lo sucedido en su historia clínica, así que voy a mi escritorio. Cuando termino, decido buscar entre mis cosas una libreta que alguna farmacéutica me regaló hace tiempo; nunca la he usado, pienso que sería una buena idea entregársela. Antes de ir a mi consultorio paso por su habitación: está recostado, algo más tranquilo, pero aún continúa desconectado de la realidad. Dejo la libreta sobre su velador.

Parece ser un buen día, el sol calienta todo el lugar, me quedo cubierta de luz en un punto exacto para sentirme cálida sin quemarme. Entro a mi consultorio, me tomo un tiempo para acomodar mis cosas y me veo al espejo. Me limpio el rímel, que hace que luzca más ojeras de las que tengo, me recojo el cabello, así luce más corto todavía. Después de que llame al primer paciente, no voy a tener tiempo de pensar en mí. Reviso la lista de pacientes en el ordenador, ya se les ha tomado los signos vitales en enfermería; una línea roja cruza sobre los nombres de las personas que no han venido. Paso a llamar al primero mientras, disimuladamente, me arreglo el mandil.

Hoy ha llegado, puntual como siempre, la pareja de un paciente que está ingresado en el pabellón de larga estancia. Entra imponente, ligera, con vestido veraniego rojo y un sombrero que cubre su rostro, blanco, perfecto. La saludo cordialmente y veo emoción en sus ojos. Hago un análisis de su evolución, se encuentra estable por el momento; considero prudente que pase a ver a su esposo, pero debo revaluarla después. La invito a pasar a hospitalización y le digo que ya nos veremos en una hora.

Su pareja es un viejo escritor, que en juventud fue un poeta bohemio, ya ha estado internado aquí varias semanas. Debido a su enfermedad, no se le permite tener visitas tanto tiempo, ni tan a menudo. Ahora que lo pienso, tengo dos escritores a mi cargo; no estoy segura de la prevalencia de trastornos asociados con esta profesión, necesito revisar un par de artículos esta noche. Aunque siempre se la ha relacionado con cierto aire de locura, considero que ninguna de las enfermedades que trato es algo poético.

Atiendo a tres pacientes más, y como ya casi ha pasado una hora, voy a ver cómo está la pareja. Los veo sobre una pequeña loma, él la está abrazando por detrás; permanecen tranquilos, casi inmóviles. Su historia es bastante interesante realmente, la recuerdo muy bien porque ella no escatimó en detalles al contármela.

Todo comenzó un jueves en la tarde, en la cafetería que ella solía frecuentar. El sol todavía no se había metido y daba un calor agradable, empezaba a soplar una suave brisa. Se sentó en la mesa que para ese entonces prácticamente la tenía reservada, pues, según he podido ver, es una mujer de costumbres. Ahí encontró una carta delicadamente doblada y perfumada que decía: «Mira al frente».

Allí estaba pues, el escritor, aunque solo algunas salidas después confirmó esta profesión. Él también solía frecuentar esa cafetería, al principio solo se conformaba con ver a esa mujer, ese rostro perfecto, sus curvas provocadoras y a la vez delicadas, su manera de sonreír. Se había convertido en su musa. Un día por fin decidió acercársele, y a partir de ese encuentro, comenzaron a salir.

No podían estar separados, él le escribía cada día un nuevo verso, una nueva historia creada para ella, para que nunca lo olvidara. Ella pensaba todo el tiempo en él, y el escritor la veía en cada cosa que inspiraba. La hallaba en todas partes, oía su voz en los susurros del viento, sentía sus caricias en cada dulce brisa, creía que ella se había hecho uno con el aire y él se iba convenciendo de que era capaz de volar. Un día se preguntó qué podría hacer para estar permanentemente con el viento, cada instante con ella. Su opción, lógica en su delirio, fue saltar por la ventana y abrir sus recién estrenadas alas, porque, en apariencia, tener una musa que es un aire, convierte al escritor en ave. Cuando lo entrevisté por primera vez, con esa frase intentaba convencerme de que su situación es bastante común.

Él cada día estaba más seguro de poder volar, ella al principio creía que era un juego, que buscaba inspiración, hasta que vio su cuerpo en el piso. Ella acudió a su rescate, y ahí fue cuando comenzó todo. Él le explicó que no pudo volar porque no había sido capaz de sentir la brisa que lo guiara en su primer vuelo. Ella quiso apoyarlo para que nunca le pasara algo igual. Así que se transformó en viento y él, por fin, en ave. Pero volar muy juntos es arriesgado: él terminó internado en el psiquiátrico para que sanaran sus heridas y se cayeran sus alas.

Lo he tratado desde entonces. Está estable, se comunica adecuadamente, la idea delirante casi ha desaparecido, pero a esta se le ha sumado, el horror de estrellarse contra su realidad.

La llamo para ver cómo le fue en su visita. Tenemos una amena charla, le receto un pequeño gotero; es una medicina que ha de tomar noche a noche, mes a mes. Hay mejoría, pero todavía deben estar medicados. Anoto en su historia clínica mi análisis y el diagnóstico: Folie à deux, locura de dos. Es amor y locura simbiótica.

Ella crea un delirio para poder convivir en el mundo de su esposo, que evidentemente tiene un componente psicótico. El tratamiento definitivo es separarlos; ella solo tiene el delirio cuando está con su pareja, y como él es el elemento activo deberá ser tratado aquí. Quisiera que se vieran más seguido, pero es imposible; cuando una persona quiere volar, hasta la más ligera brisa puede empujarlo por la ventana.

Regreso al consultorio a atender al resto de pacientes. Estoy ansiosa por regresar a mi casa, este día ha sido particularmente agotador. Antes de irme paso a ver al nuevo ingreso: está jugueteando con el reloj cucú que está colgado en una columna que da al patio; fue un regalo de uno de mis pacientes, un adulto mayor con demencia, que insistió en que adornara con él cualquier lugar dentro del hospital. Fue así como lo dejé ahí, a la vista de todos. Me gustó mucho ese detalle. Por fin puedo irme a casa. Son las cuatro de la tarde.

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