Primera edición en MINIMALIA, noviembre de 2008
Director de la colección: Alejandro Zenker
Coordinación técnica: Laura Rojo
Cuidado editorial: Elizabeth González
Coordinadora de producción: Beatriz Hernández
Formación digital: Itzbe Rodríguez Ciurana
Viñeta de portada: Mauricio Morán
Esta obra se publica con el apoyo del Instituto de Traducción de Literatura Coreana (KLTI).
© 2008, Solar, Servicios Editoriales, S.A. de C.V. Calle 2 número 21, San Pedro de los Pinos. 3800 México, D.F. Teléfonos y fax (conmutador): +52 (55) 5515-1657
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www.solareditores.com
ISBN: 978-607-7640-16-5
Índice
Exorcismo
Lo que queda después de la muerte
Sumisión al espíritu
Hoy es mañana para el que falleció ayer
Mensajero de otro mundo
Haciendo el papel de difunto
Herencia
El sobreviviente
El espíritu puro
Verificar antes de la reconciliación
Arrancar la tela
Dios también comete un crimen
Brote de la vida
¿Quién vive allá en el otro mundo?
Rey del juicio
Escenario del juicio
Separar el camino
Despedida
La quema de la ropa
Entierro
La mesa en que se queda el espíritu
Qué voy a ser
Fiesta final
Retírate tú después de alimentarte
Las palabras del autor
Exorcismo
Lo que queda después de la muerte
El misionero Liu Yosop soñó, hace unos días, unas escenas tan claras que le parecieron muy extrañas.
No estaba seguro del día del sueño. Dudaba si había sido antes de ir a Nueva Jersey a ver a su hermano mayor, el pastor Liu Yohan, o si fue el mismo día en que oyó la noticia de que estaba incluido en la lista de coreanos residentes en Estados Unidos que regresarían de visita a su pueblo natal norcoreano, después de 40 años de su partida.
El sueño estaba dividido en varias partes que no se relacionaban entre sí, pero las escenas eran tan vivas que parecía que las acabara de ver.
El día estaba muy nublado. El cielo tenía un color muy claro, como una foto en blanco y negro en la que se notaran mucho el sol y la sombra, mientras los árboles, las ramas y el campo estaban enteramente negros. Flotaba en el cielo un pedazo de trapo, como ropa tendida en una cuerda. ¿Era el pájaro negro un cuervo? Desde la lejana profundidad de las tinieblas, lentamente se acercaba la figura de un ser humano. Emergía hasta mitad de la escena con pasos de hombre cojo y con un hombro caído. Parecía que cargaba algo sobre el hombro izquierdo. De vez en cuando se oía el llanto débil de un niño envuelto en pañales; el sobrante de la tela llegaba hasta las pantorrillas del hombre y era mecido suavemente por el viento que, al pasar entre los árboles, producía un ruido sordo y luego se alejaba. Los pájaros silenciosos volaban en el cielo con lentitud. El hombre colocó en la primera rama de un árbol al niño, al que había envuelto varias veces, cuidadosamente, con un largo retazo de tela. El pataleo del niño fue cesando paulatinamente.
Otra escena. Esta vez el sonido fue lo primero que apareció. De un hoyo negro salía la melodía débil y delicada de un violín. Brisa suave y continua de una cueva profunda. Parecía la melodía de la canción Balsamina bajo el muro. 1Las hojas rojas de la balsamina se elevaban lentamente en el espacio; a causa del viento con lluvia o por efecto de aquella canción, las hojas tenían colores…
En la entrada de una aldea caían granizos blanquecinos al mismo tiempo que el cielo pesado y nublado, de inicios de invierno,cubría la ladera del monte. Un hombre bajó rodando atropelladamente. Era mi hermano mayor. Tenía el cabello blanco y la columna un poquito encorvada. Bajaba la cuesta arrastrando por el suelo una azada con una mano. Al abrir la boca, exhaló un vaho largo, como si jadease mucho. Aunque estaba soñando, pensé: ¿qué está haciendo mi hermano mayor más allá de la colina…? Mi hermano, agitado, buscaba algo mirando a su alrededor. Se arrodilló y levantó la cadera para agacharse; iba a tomar agua. Bebió precipitadamente, como un animal. De repente levantó la cabeza. Sonaron las campanas. Mi hermano, con las rodillas dobladas en el suelo, irguió la parte superior del cuerpo y bajó la cabeza. ¿Iba a rezar?
Eran sueños que no se basaban en nada y los temas no se relacionaban; sin embargo, el paisaje sí tenía referencias. Los sueños que recordaba el misionero Liu Yosop al despertarse por la mañana siempre se relacionaban con Corea, aunque estuviera en Estados Unidos, lo que era un asunto incomprensible. Habían transcurrido más de 20 años desde que había emigrado y, por otra parte, hacía 10 que era misionero de una iglesia estadunidense; sin embargo, los gringos casi nunca aparecían en su sueño.
Yosop vivía aún en un piso humilde de Brooklyn, mientras su hermano mayor, como inmigrante de los años sesenta, se había mudado hacía mucho tiempo a la zona residencial blanca en Nueva Jersey.
Pese a estar en esa zona —que se distinguía por cada una de sus manzanas—, la casa de su hermano era de madera y pequeña, como cualquiera de los suburbios de Nueva York. Tenía garaje y un sótano bastante amplio. La sala y el dormitorio eran casi iguales: ni grandes ni pequeños. Detrás había un patiecito donde se podía asar carne; delante había una valla de madera pintada de blanco.
Hacía mucho calor húmedo. Se dirigía a casa de su hermano mayor en la vieja furgoneta en que transportaba a los feligreses de la parroquia; ese día tuvo que abrir todas las ventanas porque el aire acondicionado no funcionaba. Pero, mientras esperaba el cambio de luz del semáforo en las calles desiertas, debía cerrar las ventanillas siguiendo un consejo que le habían dado. Según le dijeron, si esperaba el cambio de luces en el cruce de las calles con las ventanillas abiertas, era muy posible que un negro se subiese al coche y amenazara al conductor con un revólver en la mano. Uno de los fieles comentó que tuvo que dejar subir a un negro en un cruce cuando volvía a casa después del trabajo, y que debió llevarlo en su propio coche hasta su departamento donde el otro le robó en sus narices. Yosop llegó a casa de su hermano con la espalda de la camisa muy mojada y sumamente abatido por la fatiga.
Cada vez que llegaba a casa de Yohan tenía que pasar por varios espacios sucesivos, y el interior siempre estaba oscuro. Estábamos en verano, pero mi hermano mayor, como si fuera invierno, no sólo no había quitado la cortina gruesa, sino que también había asegurado firmemente con piezas de madera las dos puntas para que no se abrieran.
Tocó el timbre. Durante unos segundos no se oyó nada en el interior. La puerta tenía una calcomanía de una compañía de seguridad, y las instalaciones electrónicas funcionaban perfectamente. El hermano mayor lo estaría observando en la pantalla. Al fin se oyó un “chap”.
—¿Qué pasó?
Era la misma voz de siempre. El viejo Yohan hablaba como si mordiera algo rápidamente, y en su tono había aburrimiento y frialdad.
—Nada. Sólo he venido a visitarlo.
—¿Has venido solo? —preguntó aun cuando lo veía en la pantalla. Debía permanecer de pie en el rellano largo tiempo mirando la puerta. El hermano quizás estaría mirando el patio delantero y la calle a través de la ventana saliente de la sala, situada en el lado izquierdo del portal. Se movió la cortina. Por fin se oyó abrir la puerta interior, y después, girar sucesivamente la cerradura de seguridad. La puerta se abrió lenta y suavemente tras oír que quitaban el último seguro.
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