Sok-yong Hwang - El huésped

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El título de esta novela sobre la masacre de 1950 en Sinchon, Corea del Norte, es significativo de muchas maneras. Al llamarla El huésped, nombre con que designan la ciruela en la tradición coreana, el autor compara dos ideologías occidentales, catolicismo y marxismo, con una plaga nociva, causa de muchos conflictos mortales. En otro sentido, El huésped se refiere a los seres sin raíces que todavía deben hacerse autónomos y encontrar un sentido de pertenencia. Por primera vez en muchos años, el reverendo Ryu Yosop, que vive en Brooklyn, Nueva York, está a punto de regresar a su patria, Corea del Norte. Días antes de su partida, su hermano muere en su departamento de Nueva Jersey y Ryu Yosop sufre alucinaciones y pesadillas, Cuando sube al avión hacia Pyongyang con un pequeño hueso de su hermano incinerado, su fantasma aparece y así los dos se dirigen a supueblo natal, en una jornada hacia la redención espiritual y liberación final de sus sufrimientos.

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aunque los montes caigan al mar,

aunque sus aguas bramen airadas

y los montes tiemblen con mucho furor.

Ríos, load la ciudad de Dios,

santuario y morada del Altísimo.

Dios está en ella; no será movida.

Dios la protegerá al amanecer.

Yohan rezó la última plegaria y no comentó nada sobre el viaje de su hermano menor. Pese a ello, se refirió a la salud de los sobrinos, de su cuñada y de su hermano menor; añadió insólitamente una oración:

—Admitid el espíritu de mi mujer fallecida, de Daniel y de mis hijas, y hacedme verlos en aquel cielo donde están. Te rogamos en nombre de Jesús. Amén.

Los dos hermanos terminaron así la plegaria de visita.

Por ser la hora de la cena, olía a ramas de pino verde quemadas y el humo impregnaba las tejas de las chozas de la aldea y hasta el bosque de alisos posterior. El cielo todavía tenía un poco de resplandor blanquiazul; sin embargo, los alrededores ya estaban oscuros. Yo estaba de pie arreglándome los pantalones en el baño junto a la puerta lateral de la casa. Veía las ramas de los manzanos pequeños y medianos en la huerta, delante de la cual había una parcela de coles chinas. Un chico corría diametralmente saltando entre los surcos de la parcela hacia la huerta. Saltó una vez más un surco, quizá pisó coles enterradas que iban a convertirse en alimento en invierno.

—Oye, ¿quién eres tú?

—¿Yo…?

—Ah, eres Yosop. Ven aquí —me acerqué lentamente hacia donde resonó la voz de mi hermano menor—. Date vuelta, ¿qué bulto llevas ahí?

Se lo arrebaté de las manos y lo abrí. En una calabaza no muy grande se veía arroz blanco puesto en un cuenco, col fermentada y salada, y otro cuenco pequeño que contenía salsa de soya.

—He traído esto para comer con mis amigos con los que voy a jugar.

—Canalla. Dime la verdad. ¿Para quién es?

—Hermano, esto es un secreto entre nosotros. Prométeme que vas a guardarlo.

Cuando mi hermano me visitó y mencionó Chansemgol, al principio no recordé nada. A ver… ¿Dónde estaba esa aldea llamada Chansemgol? Pude recordarla después de que mi hermano se volteó, dejando en mis oídos su proposición: vamos a celebrar el rito, vamos a reflexionar, todavía están las almas de los rojos. Es decir, me acordé súbitamente de los muertos de la aldea. Entre ellos, se me apareció con claridad la cara de Ilang. Tenía la misma cara de aquellos tiempos: de 40 años. Si aún viviera, ahora tendría más de 80. Lo capturé y llevé al centro del pueblo, enganchada su nariz con un cable de teléfono.

Por encima de la pantalla negra del televisor apagado aparecía la figura del japonés Ichiro. Su rostro era el que tenía cuando lentamente volvió en sí, después de caer desmayado por mi golpazo con la azada en la cabeza. Recibió el golpe en la sien, justamente encima de la oreja; sin embargo, despertó del desmayo. Al ver esto, pensé que Ichiro tenía mucha fuerza ya desde su nacimiento. Con los ojos perdidos se sentó en el suelo y movió despacio su cuerpo, como si su cabeza pesase mucho.

—¡Levántate, hijo de puta!

De nuevo lo golpeé con mi azada en la espalda; pero Ilang, 3sin caerse, se sentó en el suelo largo tiempo moviendo el cuerpo. Se me hincharon las narices, saqué el revólver y cargué una bala. Le encañoné la cabeza mojada de sangre.

—Tú, hijo de la gran puta, ¿creías que después de haber saqueado esta aldea serías su comendador por miles de años?

Iba a tirar del gatillo, pero los niños me lo impidieron diciéndome que tenía que llevarlo al centro del pueblo para la inspección. Por eso les dije que lo levantaran de las axilas. Y el hombre, levantándose rápido y fácilmente, masculló:

—Cree en el dios de Corea.

Este canalla todavía está vivo, con aliento, destinado a una larga vida. Este hijo de puta, analfabeto, arroja con facilidad las palabras después de haber recibido solamente unas clases.

Ese rostro de aquel entonces se reflejó en la pantalla del televisor apagado. Sin embargo, no tenía miedo ni sentía tanto horror. No me daba miedo su conocido rostro. Aunque le había preguntado a mi hermano qué pensaba de los fantasmas, su respuesta no me satisfizo.

Hace mucho tiempo fui a China. Ahí vi una obra teatral de sombras en un restaurante. Se parecían a nuestras farolas de hace años, en las que hacían pasar delante de la vela cuadro tras cuadro. Durante la noche, en una habitación de la segunda planta, tumbado en la cama contemplaba la luz tenebrosa de los faros de los coches que corría rápidamente por el techo. Aparecían sombras de distintas formas según la velocidad de los autos, rápida o lenta, y según el tamaño de los faros. Sentía la fluidez de las sombras aun con los ojos cerrados. A pesar de que difícilmente atrapaba el sueño, parecía despertar por la sirena de una ambulancia y por la parpadeante luz roja de urgencia. En el extremo de la cama, unas figuras de pie me miraban. Las imágenes eran muy variadas. Allí estaba la mujer de Chongson, que continuamente levantaba a su niño en la espalda, ya que éste se escurría hasta la cadera de su madre. Ella mostraba parte de su pecho desnudo y alargado debajo del pequeño chogori. 4También estaban otras: la señorita de la escuela primaria que vivía en la pensión; la casa del propietario de una tienda situada a la entrada de la aldea; la acordeonista de pelo corto, vestida de soldado comunista; una violinista; las seis pequeñas hijas de la mujer de Myongson, etc. Solamente las mujeres estaban de pie, tras las ventanas. A pesar de la oscuridad en sus rostros, las reconocí de inmediato. Involuntariamente me salían las palabras de la boca:

—¡En nombre de Jehová, fuera Satanás!

Por eso estaba despierto por completo. La parte de la cama donde estaba mi espalda se hallaba empapada de sudor. Tenía mucha sed y, para calmarla, tenía que bajar al comedor, lo que me fastidiaba. Encendí la luz de las escaleras, sin embargo el lado que daba hacia las cortinas estaba oscuro. Siempre me decía que no era bueno para un anciano vivir en el segundo piso y me daba golpecitos en la espalda para enderezar la columna encorvada después de bajar las escaleras. Al estirar la columna, tras llegar al último peldaño en la planta baja, se veía a alguien sentado en el sofá del salón en el lado opuesto. Sin prestarle atención, fui directamente al comedor y abrí el refrigerador. La luz en el interior se encendió. Iba a tomar una botella de agua de la parte de la puerta, pero por poco se me cae. Había un ojo que me miraba de frente. Tú, ¿qué miras? Provenía de la cabeza de una corvina salada y seca, sobras de la comida de esa tarde. El contorno de la branquia frita estaba quemado y negro, y el ojo no era más que un círculo vacío… A propósito cerré la puerta despacio y me dirigí hacia el salón; aquella cosa seguía sentada todavía en el sofá.

—¿Quién es usted?

Me contestó en voz baja, pero muy ronca:

—Soy yo. ¿No me reconoces?

—Le pregunté quién es.

Aquella cosa contestó de nuevo con voz aún más ronca y baja:

—Soy el Topo que solía estar de juerga en Eunyul.

—¿Es usted tío Sunnam?

En ese momento encendí la luz del salón al tiempo que se me olvidó todo lo que me había pasado. El gato ya había salido a la noche y solamente quedaban los muebles y el televisor. En un rincón del portal había una percha de madera con forma de cuernos de ciervo, y en ese instante se me fue la fuerza de las dos piernas. Sunnam era unos 10 años mayor que yo, y en aquellos tiempos tenía 35 o 36 años. Trabajaba de excavador en una mina del puerto de Kumsan en el pueblo de Eunyul, y volvió al pueblo natal con motivo de la independencia del país. Le encantaba cantar, hacer apuestas y beber muchísimo. Yo maté a Sunnam ese invierno. Lo colgué del cuello con alambre de la luz que estaba junto al camino, en el centro del pueblo, en el sendero que se dirigía a los arrozales y estaba cubierto de guijarros.

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